La escena era la que cualquier entrenador quisiera repetir mil veces: el perro obedecía, el tutor entendía, y yo podía sentir ese aire de satisfacción en el ambiente. Terminamos la sesión con sonrisas y confianza. Todo estaba en orden, al menos eso creía yo.
Un par de semanas más tarde, recibí un mensaje que me cambió la forma de mirar mi trabajo. El tutor me escribió:
“No sé qué pasa… en las sesiones todo va genial, pero en casa sigue sin hacerme caso. A veces siento que no me entiende. O peor… que no confía en mí.”
Esa última frase se me quedó retumbando. No confía en mí.
De repente entendí que no estaba entrenando solo un perro ni guiando únicamente a un tutor. Había algo invisible entre ellos, un puente que no está hecho de órdenes ni de premios, sino de confianza y vínculo. Y eso era lo que no estaba funcionando.
En mi cabeza intenté justificarlo: tal vez faltaban más repeticiones, quizás el tutor no había aplicado bien los ejercicios, tal vez el perro estaba confundido. Pero mientras lo pensaba, sentía que me estaba mintiendo. Porque lo que me describía no tenía que ver con técnica, sino con conexión.
Lo que encajaba en la sesión se deshacía al cruzar la puerta de la casa. Era como si los dos hablaran idiomas distintos en ese espacio íntimo. Entonces lo vi con claridad: no basta con enseñar conductas, no basta con dar órdenes claras. Lo que sostiene todo es el vínculo invisible entre humano y perro.
Ese día me enfrenté a un vacío en mí mismo. Nunca me había formado en eso. Siempre me enfoqué en los comandos, en los protocolos, en lo que funciona en el papel. Y sí, servía para resolver problemas de conducta. Pero no servía para construir confianza.
Pensándolo bien, ¿no pasa lo mismo en la vida humana? En Mensajes sabatinos leí una vez algo que me marcó: “La forma más pura de enseñar no está en las palabras, sino en la confianza que generas.” Con los perros, como con las personas, lo esencial no es repetir lo aprendido, sino sentirlo.
Ese día no me sentí un experto, sino un aprendiz. Me vi obligado a aceptar que entrenar perros no era suficiente. Que mi rol tenía que ir más allá: entender la relación, trabajar en el lenguaje silencioso que los une, guiar a las personas no solo en el “cómo hacer”, sino en el “cómo conectar”.
En Bienvenido a mi blog, mi papá alguna vez escribió sobre cómo en la vida profesional puedes ser muy bueno técnicamente y aún así fracasar si no logras conectar con los demás. Ese recuerdo me ayudó a reconocer que lo que yo vivía con ese tutor y su perro era lo mismo: la técnica sin conexión es frágil, y la conexión sin técnica es insuficiente. Necesitamos ambas.
Desde entonces, cada vez que pienso en los perros que he conocido, me doy cuenta de que lo que más me marcó no fueron las órdenes que aprendieron, sino los momentos en que realmente confiaron. Cuando se sentaron a mi lado sin que se lo pidiera, cuando me miraron como si dijeran “te entiendo”.
Eso me hizo replantear no solo mi trabajo con animales, sino también mi manera de relacionarme con las personas. Porque al final, todos buscamos lo mismo: sentir que podemos confiar, que el otro nos entiende, que el puente no se rompe al salir de una sesión, de una conversación, de un instante.
Hoy, mirando hacia atrás, ese mensaje no fue un golpe sino una llamada. Me mostró el camino de lo que realmente importa: trabajar con la relación, no solo con el comportamiento. Y aunque mañana contaré cómo descubrí las herramientas que hacen posible fortalecer esos vínculos, me quedo con esta certeza:
Y yo… sigo aprendiendo a vivir en ese punto intermedio donde lo que hacemos deja de ser mecánico y empieza a ser auténtico.
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