viernes, 15 de agosto de 2025

Lo que heredamos, lo que olvidamos… y lo que aún podemos recordar


A veces no sabemos bien de dónde venimos, pero sí sentimos cuando algo no encaja. Nos pasa a muchos. Crecimos viendo vitrinas llenas de oro en museos, escuchando que eso “pertenece a todos los colombianos”, pero a la vez sin poder tocarlo, sin saber de verdad de dónde salió ni por qué está ahí. Como si las cosas pudieran contarse solas, sin contexto, sin dolor, sin historia.

Hace poco leí la nota de El Tiempo sobre las 13.000 piezas precolombinas que están almacenadas, casi como tesoros privados, en la casa de un marqués español en Bogotá. Y no lo voy a negar: me dolió. Me dolió no solo por lo simbólico, sino por lo que revela sobre nosotros mismos. Porque no es solo el tema del patrimonio ni de la cultura robada o prestada. Es la forma en que hemos aprendido a desconectarnos de nuestras raíces mientras glorificamos lo ajeno, lo europeo, lo que parece más “importante” porque suena a historia escrita desde afuera.

Crecí escuchando a mis abuelos contar historias de resistencia, de comunidades que alguna vez vivieron con el ritmo de la tierra, que creían en los ciclos, en el espíritu del agua y en la fuerza de los sueños. Pero también crecí viendo cómo en el colegio nos enseñaban que la “historia real” era la que empezó en 1492, como si antes de eso solo hubieran vivido sombras o piedras mudas.

Hoy, esas 13.000 piezas están allí, organizadas en estanterías, algunas sin clasificar, otras sin interpretar. Y aunque están en Bogotá, lo cierto es que están lejos de nosotros. Porque no basta con tenerlas cerca si no sabemos qué significan, si no reconocemos el valor espiritual, cultural y humano de cada una. No basta con decir que “son de todos” si están bajo llave, en manos privadas, contadas desde un lente extranjero que quizás no entiende —ni pretende entender— lo que esas piezas fueron y siguen siendo para quienes nacimos en esta tierra.

Y entonces me pregunto: ¿cuánto más estamos dispuestos a dejar pasar? ¿Cuántos símbolos más entregaremos sin preguntar? ¿Cuántas veces más diremos “eso no importa”, solo porque nadie nos enseñó a valorarlo?

Sé que hay personas que dirán que lo importante es el presente, el futuro, la innovación, la inteligencia artificial, el progreso. Y no los culpo. También soy parte de esta generación que vive pegada a una pantalla, que navega entre códigos, algoritmos y redes. Pero lo que muchos no ven es que no hay innovación sin identidad. No hay avance verdadero sin raíces profundas. Y cuando uno corta sus raíces, se vuelve más fácil de mover… y de manipular.

Desde lo más íntimo siento que cada pieza de esas 13.000 es como un fragmento de nuestra memoria que alguien guardó sin preguntarnos. Y más allá de los debates legales o académicos, hay un tema espiritual que a veces nadie menciona: cuando una cultura olvida sus símbolos, empieza a vaciarse por dentro.

Yo no quiero vivir vacío.

No quiero ser ese joven que solo sabe de su historia por lo que dicen los libros oficiales. Quiero ser parte de una generación que mira hacia atrás con respeto y hacia adelante con conciencia. Que se atreve a decir: “Esto me pertenece, no porque lo quiera poseer, sino porque me construye, me recuerda, me sostiene.”

Y no, no estoy hablando de nacionalismo barato ni de irnos contra todo lo que venga de afuera. Estoy hablando de equilibrio. De justicia simbólica. De sanar el alma colectiva reconociendo lo que nos fue arrebatado, pero también lo que aún podemos recuperar si lo hacemos desde el diálogo, desde el amor por lo propio, no desde el resentimiento.

También entiendo que hay matices. Que algunos coleccionistas han cuidado lo que el Estado ha descuidado. Que a veces la institucionalidad ha sido indiferente, ineficaz o incluso cómplice. Pero eso no significa que debamos resignarnos. Significa que necesitamos nuevas formas de hacer las cosas, de abrir espacios, de educar, de integrar. Y ahí, tal vez, la clave no está solo en los abogados ni en los políticos, sino en nosotros: los que escribimos, los que compartimos, los que sembramos conciencia desde la palabra, el arte, la tecnología o la conversación.

Hoy, después de leer esa historia, sentí algo muy claro: necesitamos volver a contar lo que somos. Necesitamos devolverle la voz a esas piezas, no solo a través de exposiciones, sino a través de lo que representan en lo cotidiano: formas de ver el mundo, de relacionarnos, de entender el tiempo, de habitar el territorio con sentido.

Hay un texto en Mensajes Sabatinos que habla sobre lo invisible que nos sostiene, sobre cómo a veces lo que no vemos nos da más fuerza que lo que mostramos. Y creo que eso es exactamente lo que ocurre con nuestro patrimonio ancestral: ha estado silenciado, pero sigue latiendo. Nos mira desde el fondo de vitrinas ajenas. Nos llama sin gritar. Espera sin exigir.

Este blog no es un reclamo. Es una invitación. A ver más allá del artículo, del titular, de la polémica. A preguntarnos qué tanto conocemos de nuestra historia, y qué tanto de lo que somos ha sido moldeado por silencios heredados. A buscar respuestas en los lugares más olvidados. A hablar con los abuelos. A visitar museos, pero también territorios. A estudiar, pero también a sentir. A reconciliar lo ancestral con lo actual. A dejar de ver estas piezas como objetos, y empezar a verlas como espejos.

No quiero que esta sea solo otra historia más que se lee y se olvida. Quiero que sea un detonante. Porque cuando uno se siente parte de algo más grande, empieza a vivir distinto. Y eso, al final, también es una forma de resistencia.

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✒️ Juan Manuel Moreno Ocampo
A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.

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