No sé por qué, pero hace unos días me quedé mirando largo rato a mi gato mientras dormía. Tiene 15 años, ya no corre como antes, ni caza sombras, ni se sube a los muebles como un ninja. Pero en su lentitud, en su forma pausada de moverse, hay algo distinto… algo que no tenía cuando era joven: hay profundidad. Y me hizo pensar que la vejez, tanto en los humanos como en los animales, no es solo una etapa. Es un espejo. Uno que nos obliga a ver cuánto sabemos acompañar, cuánto entendemos de los ciclos, cuánto amor cabe en lo cotidiano.
A propósito de eso, leí un artículo de El Tiempo sobre cómo identificar cuándo comienza la vejez de un gato, y me tocó más de lo que esperaba. Porque más allá de los síntomas físicos —la disminución de la agudeza visual, los cambios en el apetito, el aumento del sueño o la menor actividad— lo que me hizo pensar fue: ¿sabemos realmente cuidar? ¿Sabemos estar presentes para otro ser vivo cuando más nos necesita y menos puede “darnos” algo a cambio?
A veces siento que vivimos en una cultura que adora la juventud, la productividad, lo inmediato. Incluso en lo que consumimos, en cómo tratamos a las personas mayores, en cómo descartamos lo que envejece. Y los animales —como nuestros abuelos— muchas veces se convierten en una especie de “mobiliario silencioso” en la casa. Están ahí, pero no siempre los vemos. Nos acostumbramos a su presencia y dejamos de notar sus cambios, su fragilidad, sus nuevos ritmos. Y eso, en el fondo, habla más de nosotros que de ellos.
Cuando empecé a notar que mi gato dormía más, que ya no reaccionaba igual a los juegos, que a veces se le olvidaba que ya comió… me dio un poco de tristeza. Pero también me nació una ternura nueva. Una forma de amor menos ruidosa, menos emocional, y más tranquila. Más consciente. Ya no se trata de jugar con él, sino de ponerle una cobija donde le guste estar. Ya no se trata de maullar juntos en tono de juego, sino de acompañarlo mientras duerme. Y ahí entendí que el amor, cuando madura, se vuelve presencia.
Esto me ha hecho pensar también en nuestras relaciones humanas. ¿Cómo tratamos a las personas cuando ya no “rinden” igual? ¿Podemos sostener vínculos cuando el otro ya no está en su mejor versión, cuando ya no nos entretiene, no nos escucha como antes o simplemente necesita más que lo que puede dar? Porque amar a alguien —persona o animal— es también aprender a envejecer con ellos. A ser parte de su proceso. A no huirle a lo lento, a lo cansado, a lo que se va transformando.
Desde pequeño he escuchado en casa reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre la conexión con los animales, y sobre cómo cada ser —por pequeño o viejo que sea— trae consigo una sabiduría. Lo decía mi papá en uno de sus textos en Bienvenido a mi blog, cuando hablaba de la gratitud como forma de espiritualidad silenciosa. Y lo dicen también muchos textos de Mensajes sabatinos, donde se habla del respeto por los ciclos de la vida y por la memoria de lo que ha sido. Quizás por eso, cuando miro a mi gato dormido en su mantita, no veo solo a un animal cansado. Veo un compañero. Un testigo de años. Un pedazo de mi vida que me recuerda que el amor no siempre salta, a veces simplemente respira.
Me gusta pensar que los animales mayores son como sabios silenciosos. No necesitan decirnos nada, porque ya han dicho todo con su estar. Y a veces basta con estar con ellos para aprender cosas que ningún libro enseña. Como el arte de no apurarse. Como la calma de mirar por la ventana sin pensar en nada. Como la paz de dormir sabiendo que no tienes que demostrar nada. Mi gato ya no se preocupa por lo que hace o no hace. Y eso me ha enseñado mucho más que cualquier video motivacional en redes.
En un mundo donde todo parece tener que ser útil, activo y eficiente, cuidar a un animal mayor es un acto casi subversivo. Es decirle al tiempo que no nos corre. Es decirle al amor que no tiene que ser espectacular para ser real. Es decirle a la vida que entendemos sus ciclos, y que no le tememos a lo lento, ni a lo viejo, ni a lo frágil.
A veces me pregunto si tratamos igual a nuestras emociones, si sabemos cuidar lo que se nos vuelve lento por dentro. ¿Qué hacemos cuando una parte de nosotros “envejece”? Cuando ya no sentimos con la misma intensidad, cuando nos volvemos más callados, más nostálgicos, más vulnerables. ¿Nos sabemos acompañar en esas etapas? ¿O nos exigimos seguir produciendo, rindiendo, aparentando?
Todo esto lo digo sin ninguna pretensión. Solo como alguien que aprende cada día a vivir con más ternura. A darle lugar a lo pequeño. A no ignorar lo que envejece. A cuidar mejor, no solo a los demás, sino también a mí mismo.
Y si tú también tienes un gato mayor, o un perro, o un abuelo que ya no escucha tan bien, o una parte de ti que está más lenta que antes… detente un momento. Mírala. Abrázala. No la apures. No la escondas. No la cambies. Hay belleza en lo lento. Hay dignidad en lo que envejece. Y sobre todo, hay amor. Del bueno. Del que no necesita palabras para ser verdad.
Agendamiento: Whatsapp +57 310 450
7737
Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros
grupos
Grupo de WhatsApp: Unete a nuestro
Grupo
Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal
Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo
👉 “¿Quieres más tips como
este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.