Hay palabras que uno escucha tantas veces que terminan perdiendo fuerza. "Educación" es una de ellas. Nos la dicen desde que aprendemos a hablar, como si fuera el boleto al éxito o la base de todo. Pero, ¿qué es realmente educar? ¿Memorizar fechas, pasar exámenes, repetir lo que otros dijeron? ¿O hay algo más profundo, algo que nos han estado ocultando, o simplemente olvidando?
Hace poco leí un artículo de La República sobre la transformación de la educación en Colombia, escrito por Harold Castilla Devoz. Hablaba de temas que todos hemos escuchado: tecnología, innovación, nuevos modelos pedagógicos, alianzas, datos, cifras. Y sí, claro que eso es importante. Pero no pude evitar sentir que ahí no estaba todo. Porque lo que uno vive en carne propia en las aulas, en la casa, en la vida, va mucho más allá de un tablero digital o de una plataforma virtual. Lo que se necesita no es solo una transformación técnica, sino una transformación de sentido. Porque lo que se ha roto en la educación no es la infraestructura. Es la conexión.
Yo nací en 2003. Crecí entre libros impresos y pantallas táctiles, entre la promesa de que estudiar lo era todo y la sensación de que muchas veces, el sistema no entendía nuestras preguntas reales. No me refiero solo a lo académico. Hablo de todo eso que uno carga por dentro y que ningún docente, por preparado que esté, parece querer escuchar. Hablo del miedo al fracaso, de la presión de ser el mejor, del vacío que se siente cuando estudias por horas pero no sabes por qué lo haces.
En el colegio me enseñaron fórmulas que ya olvidé, pero casi nunca me preguntaron qué me duele o qué me mueve. Y eso no es culpa de los profes. Es culpa de un sistema que valora más la eficiencia que la empatía. Que mide el éxito por resultados y no por procesos. Que cree que educar es llenar la cabeza y no acompañar el corazón.
Por eso, cuando se habla de transformación educativa, no puedo evitar pensar que debemos ir más allá. No solo actualizar los métodos. Hay que transformar la intención. ¿Estamos educando para crear humanos críticos, sensibles y conectados con su entorno? ¿O solo estamos preparando empleados obedientes para un mercado cada vez más frío?
En Bienvenido a mi blog (https://juliocmd.blogspot.com), he leído historias que me recuerdan algo fundamental: educar es también formar espíritu. Y eso no se aprende con PowerPoint. Se aprende desde el ejemplo, desde el cuidado, desde la coherencia de quienes enseñan. Se aprende cuando un maestro mira a su estudiante como un ser completo, no como un número en un informe.
Yo he tenido la fortuna de contar con voces que me han formado más allá del aula: mi familia, mis lecturas, mis propias caídas. Y muchas veces, esas lecciones fueron más duras y verdaderas que cualquier clase. Por eso creo que transformar la educación también es reconocer que el aprendizaje no pasa solo en el aula. Está en la calle, en los vínculos, en el error, en el servicio.
Hoy veo cómo muchos jóvenes sienten que estudiar ya no vale la pena. Que el título no garantiza futuro. Que esforzarse en un sistema que no los ve, no los escucha, no los abraza, es como correr en una rueda de hámster. Y no están equivocados. Porque si la educación no se adapta a la vida real, ¿para qué sirve?
Por eso me hace ruido cuando se habla de “educación del siglo XXI” y se nos llena la boca de términos como “inteligencia artificial”, “realidad aumentada”, “gamificación”… pero seguimos sin hablar de salud mental, de proyectos de vida, de propósito. ¿Dónde quedan nuestras emociones? ¿Nuestros sueños? ¿Nuestra espiritualidad?
En el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com) entendí que enseñar también puede ser un acto de fe. No una fe religiosa necesariamente, sino una fe profunda en el potencial humano. En que cada ser tiene algo único que ofrecer al mundo, y que nuestro rol como educadores (porque todos lo somos en algún momento) es ayudar a descubrirlo, no a encajonarlo.
A veces me pregunto cómo sería una educación que de verdad se transforme. Y me la imagino así: una escuela donde se aprenda a escuchar sin juicio. Donde los errores no se penalicen, sino que se abracen como parte del proceso. Donde se valore más la pregunta que la respuesta. Donde los profes también se permitan dudar. Donde la calificación no sea un castigo, sino una guía amorosa.
También me la imagino libre de estigmas. Sin clasismo, sin racismo, sin sexismo, sin bullying disfrazado de disciplina. Una educación que se parezca más a la vida que vivimos, no a la que otros diseñaron hace décadas.
Y claro, no estoy diciendo que la tecnología no sirva. Al contrario. La tecnología puede ser una aliada increíble si se usa con propósito. Pero si no hay humanidad detrás, será solo una máscara bonita. Como bien lo exploran desde Todo En Uno.NET, la tecnología debe ser un puente, no una barrera.
En Mensajes Sabatinos (https://escritossabatinos.blogspot.com) encontré palabras que me recordaron que educar también es sanar. Sanar las heridas que deja un sistema que muchas veces nos exige ser máquinas, cuando en realidad somos todo lo contrario: seres en construcción, con dudas, con emociones que no caben en un cuaderno cuadriculado.
Por eso, si tú estás leyendo esto y eres profe, estudiante, mamá, papá, tío, líder, o simplemente un ser humano, te invito a que te preguntes: ¿a quién estás educando hoy, y cómo lo estás haciendo? ¿Con rigidez o con ternura? ¿Desde el deber o desde el amor?
Educar no debería ser imponer moldes. Debería ser crear espacios donde cada uno pueda florecer a su ritmo. Donde equivocarse no sea motivo de burla, sino parte del camino. Donde el talento no se mida solo por notas, sino también por la capacidad de escuchar, de colaborar, de transformar.
Hoy más que nunca necesitamos una educación que nos conecte con lo esencial: con nosotros mismos, con los demás, con el planeta. Una educación que no le tema a las emociones, que se abra al arte, a la espiritualidad, al silencio incluso. Porque a veces aprender también es callar y sentir.
Y eso, aunque no siempre esté en los indicadores, puede ser lo más transformador de todo.
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