A veces me pasa que abro una conversación vieja en WhatsApp y no recuerdo por qué dejé de hablar con esa persona. O que repaso los apuntes de hace un mes y apenas si me suenan familiares. No es que no haya estado presente en ese momento. Estaba. Anoté. Escuché. Sentí. Pero aún así, se me fue.
Y es ahí cuando me entra una mezcla de susto y fascinación por cómo funciona la mente. ¿Qué tanto de lo que vivimos se queda realmente con nosotros? ¿Y qué tanto simplemente… se borra?
Leyendo un artículo en Psyciencia sobre la curva del olvido —esa teoría que demuestra cómo, en cuestión de horas o días, olvidamos gran parte de lo que aprendemos si no lo reforzamos— sentí que algo se activaba en mí. No solo por lo académico. También por lo emocional, lo espiritual, lo humano.
Porque la verdad, lo que olvidamos no es solo información: también olvidamos promesas, momentos, lecciones que nos juramos no repetir. Y a veces, incluso, olvidamos lo que somos cuando dejamos de mirar hacia adentro.
La curva del olvido, como la explica Ebbinghaus, nos dice que después de solo un día, ya habremos olvidado más de la mitad de lo que aprendimos. A los dos días, mucho más. Si no hay repaso, si no hay vínculo, si no hay emoción, el conocimiento se evapora. Pero yo me pregunto: ¿y si también aplica a las relaciones, a la fe, a los sueños?
Con los años, he aprendido que el olvido no siempre es pérdida. A veces es protección. Otras veces, es una señal de que algo no tenía el peso que pensábamos. Pero también hay olvidos que duelen, que sentimos como traiciones a nosotros mismos. Como cuando dejamos de insistir en un propósito que alguna vez nos iluminó. O como cuando olvidamos agradecer por lo que ya tenemos.
En mi blog personal, El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo (https://juanmamoreno03.blogspot.com/), alguna vez escribí sobre cómo olvidamos lo esencial cuando nos perdemos en la rutina. Esa publicación sigue siendo uno de mis recordatorios internos favoritos, porque ahí también entendí que, aunque el olvido sea natural, la atención plena es una forma de resistencia. Resistirse a vivir en automático. Resistirse a que la vida se nos vuelva solo un historial de búsquedas, tareas hechas y recordatorios vencidos.
Hoy quiero compartirte algo que aprendí de mi abuelo: él anotaba todo. No solo las cuentas o las citas, sino también las emociones. Escribía en los márgenes de los libros lo que sentía al leer. Guardaba cartas que él mismo se enviaba. Yo pensaba que era una locura. Pero ahora lo entiendo: él estaba construyendo su propia red de recuerdos. Una forma de no dejar que la curva del olvido ganara la partida.
Y sí, podemos hablar de técnicas de estudio, mapas mentales, repaso espaciado… todo eso funciona. Pero lo que realmente hace que algo se quede en nosotros, es cuando lo vivimos con intensidad. Lo que se une a la emoción, al cuerpo, al espíritu… eso no se olvida. Tal vez por eso no se me olvida el olor de la casa de mi infancia, ni la canción que cantaba mi mamá cuando me despertaba. Tal vez por eso, también, cuando leo un Mensaje Sabatino como los que están en escritossabatinos.blogspot.com, siento que hay cosas que la memoria del alma guarda más profundo que cualquier método científico.
Ahora, si esto que olvidamos incluye datos personales, claves, decisiones financieras, ahí sí la cosa se complica más. Porque no recordar compromisos o vencimientos nos puede traer problemas. Y por eso celebro lo que hace mi familia desde micontabilidadcom.blogspot.com, ayudando a personas a recordar, registrar y organizar sus finanzas para que no se queden en el limbo del olvido.
Hay cosas que podemos permitirnos olvidar. Pero otras, merecen un esfuerzo especial para recordarlas. Y no solo con la cabeza, sino con el corazón. En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com/), he reflexionado más de una vez sobre cómo también olvidamos hablar con Dios, cuando creemos que podemos solos. Nos desconectamos. Dejamos pasar días, semanas, y luego volvemos con el corazón roto a pedir dirección. ¿Y sabes qué es lo hermoso? Que el amor divino no tiene curva del olvido. Ahí sí que no hay decremento. Él siempre recuerda.
Quizás este blog sea una forma de recordar. Para ti, para mí. Una forma de dejar constancia. Una pausa entre tanta notificación para mirar hacia adentro y preguntarnos: ¿Qué de lo que he vivido merece ser recordado? ¿Qué puedo hacer para no olvidarlo?
Escribir, compartir, orar, conversar… todo eso ayuda. Y sí, hay tecnología que también puede servir. Pero lo que más nos ayuda a recordar, creo yo, es cuando algo nos toca tan profundo que se vuelve parte de nosotros.
Hoy, más que nunca, el mundo necesita jóvenes que no olviden su esencia. Que no olviden su origen, su propósito, ni su voz. Porque la sociedad está llena de ruido, de infoxicación, de memoria fragmentada. Pero también está llena de oportunidades para dejar huella, para hacer que cada experiencia valga y que el olvido no sea más fuerte que el sentido.
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