martes, 26 de agosto de 2025

Cuánto sabes sobre tu perro?



Hay preguntas que nos obligan a detenernos en medio del ruido del día a día. Una de ellas es esta: ¿realmente conoces a tu perro? Lo amas, lo acaricias, lo alimentas, lo sacas a pasear. Pero, ¿lo entiendes?

Yo mismo me he hecho esa pregunta muchas veces, porque me di cuenta de que querer no siempre es comprender. Y con los perros —que son pura lealtad, energía y vulnerabilidad a la vez— esa diferencia puede marcar toda una vida.

En España se calcula que más de 9 millones de perros conviven en los hogares. En Colombia, aunque la cifra exacta varía, la realidad es la misma: las calles, los parques, las casas están llenas de ellos. Pero hay algo que no solemos reconocer: siete de cada diez personas que tienen perro admiten no entender del todo su comportamiento. Eso me golpea fuerte, porque habla de la distancia que todavía hay entre la compañía y la conexión real.

Con un perro, lo fácil es quedarnos en lo evidente: cuando mueve la cola creemos que está feliz, cuando jadea pensamos que tiene calor, cuando bosteza asumimos que tiene sueño. Pero detrás de esos gestos hay todo un lenguaje que pocas veces nos detenemos a leer.

Recuerdo que cuando era niño, un perro callejero se acercaba siempre a la esquina de mi casa. Mis abuelos decían que lo hacía por la comida, pero yo sentía que también buscaba compañía. Ahí fue cuando entendí que los animales, al igual que nosotros, buscan algo más que sobrevivir: buscan pertenecer. Ese recuerdo me ha acompañado cada vez que intento entender lo que de verdad sienten.

Mover la cola, por ejemplo, no es sinónimo de felicidad automática. A veces son movimientos tensos, rápidos, casi nerviosos. Eso puede ser ansiedad o estrés, algo que muchos ignoramos porque nos aferramos a la idea de que un perro siempre está feliz con solo vernos. Pero no. Ellos, igual que nosotros, tienen capas de emociones.

Lo mismo con su olfato. Cada paseo no es solo “para que haga sus necesidades”: es su periódico diario, su ventana al mundo. Cuando se detiene veinte veces en la misma calle, no es terquedad. Es exploración. Es el universo que se abre a través de su nariz. Y nosotros, en nuestra prisa humana, muchas veces tiramos de la correa porque no entendemos que ese tiempo es tan vital como el juego o la comida.

Me pasó algo parecido con el jadeo. Siempre pensé que era una señal de calor, pero aprendí que también jadean cuando están ansiosos. Entonces me pregunté: ¿cuántas veces mi perro jadeó porque estaba estresado y yo nunca lo noté? Esa pregunta me dolió, porque me hizo sentir responsable de no haber escuchado lo suficiente.

Y los bostezos… qué ironía. Creía que era sueño, pero descubrí que muchas veces son un intento de autorregularse. Una manera de decir: “me siento incómodo, necesito calmarme”. ¿Cuántas veces confundimos sus llamadas de ayuda con simples gestos automáticos?

En Mensajes sabatinos alguna vez leí algo que conecta perfecto con esto: “Las señales más importantes de la vida suelen pasar desapercibidas cuando creemos que ya entendemos todo”. Eso mismo pasa con los perros. No los entendemos del todo porque damos por hecho que su lenguaje es obvio.

El cuerpo de un perro habla incluso cuando calla. Un perro relajado se mueve con fluidez, con orejas en posición natural, con músculos sueltos. En cambio, un perro que encoge su cola, que tensa los músculos, que baja las orejas hacia atrás, está gritando sin palabras que algo anda mal.

No puedo evitar hacer un paralelo con las relaciones humanas. A veces, las personas más cercanas a nosotros también muestran señales de incomodidad o dolor, y no las vemos. O peor, no queremos verlas. Con los perros ocurre igual. El vínculo profundo no nace de la costumbre de convivir, sino de la atención real.

En Bienvenido a mi blog encontré una reflexión que lo resume bien: la diferencia entre vivir juntos y estar verdaderamente conectados. Tener un perro no es llenar la casa de ladridos y juegos; es aceptar la responsabilidad de aprender su idioma, de ajustar nuestra forma de vivir para que él también pueda ser él mismo, libre de miedo y con confianza en su tutor.

Y aquí viene lo incómodo: ¿qué pasa si tu perro no muestra señales de bienestar contigo? No es un castigo ni una acusación. Es una oportunidad de despertar. El amor no es estático. Se construye. Y, como todo en la vida, exige atención, paciencia y humildad.

Tal vez tu perro necesita más que cinco minutos en la mañana y cinco en la noche para salir. Tal vez necesita más contacto, menos gritos, más rutinas claras, más espacio para explorar. O tal vez lo único que necesita es que te detengas, lo observes, y lo escuches sin hablar.

En Amigo de ese ser supremo aprendí que la espiritualidad también está en esos gestos: en la manera en que tratamos a los seres vulnerables que dependen de nosotros. Y sí, nuestros perros son una parte sagrada de ese compromiso.

Lo más curioso es que, en todo este proceso, los perros terminan enseñándonos más de lo que creemos enseñarles. Nos recuerdan lo que significa la paciencia, lo que es estar presentes, lo que es escuchar sin necesidad de palabras. Nos obligan a soltar el ego y a entender que no somos dueños, sino compañeros de camino.

Cuando pienso en el futuro que quiero construir, sé que siempre habrá espacio para ellos. Porque cada perro que he conocido me ha dejado la misma lección: amar sin condiciones, pero también esperar ser entendido. Y yo creo que la verdadera madurez está en reconocer que todavía estamos aprendiendo a escuchar.

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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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