A veces pienso en lo curioso que es que nos preocupamos tanto por lo que sentimos nosotros, pero tan poco por lo que sienten los que amamos. Y no hablo solo de las personas. Hablo de esos seres que a veces damos por sentados: los perros, que corren a nuestro lado como si nada más importara. Estos días me encontré con un tema que me hizo detenerme un momento, como esas pausas necesarias que a veces no sabemos darnos.
Leía sobre las evaluaciones de calidad de vida para los perros, esas herramientas que miden más que su salud física. Que buscan entender cómo está su corazón, su mente y su energía. Y me quedé pensando en cómo muchas veces nosotros mismos, como humanos, no sabemos cómo medir lo que realmente importa. Vivimos tan rápido, tan pendientes de lo urgente, que dejamos de lado lo esencial. ¿Cuántas veces hemos hecho eso también con los perros que nos acompañan?
Siempre he tenido perros en casa. Desde que era niño, aprendí que un perro no es solo un compañero de juegos. Es un espejo, un maestro silencioso que nos muestra lo que somos capaces de dar y de recibir. Cuando un perro está feliz, lo notas en su mirada, en su cola que no deja de moverse, en la forma en que salta como si el mundo fuera un lugar más amable. Pero cuando algo no está bien, a veces no tenemos ni idea de cómo ayudarlo. Porque no nos enseñaron a escuchar más allá de lo evidente.
Estas evaluaciones que leí no son solo una lista de preguntas técnicas. Son una invitación a ver con otros ojos. A dejar de pensar que la salud de un perro es solo si come bien o si no tiene fiebre. A entender que también siente miedo, ansiedad o tristeza. Y eso me hizo pensar en algo que siempre me repito: que la salud, para todos, no es solo un cuerpo sin heridas. Es un corazón que se siente seguro y una mente que puede descansar.
Me gustó mucho cómo explicaban que estas evaluaciones permiten que los dueños se involucren más en la vida de sus perros. Porque no es lo mismo llevarlo al veterinario y esperar que todo se solucione rápido, a sentarte y responder preguntas sobre cómo duerme, cómo juega o cómo se siente. Es como abrir una ventana a su mundo interior. Y creo que eso, más que cualquier medicina, es lo que más sana.
Me hizo recordar algo que leí en el blog de “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com). Allí hablan de la gratitud y de cómo ver a los demás con ojos de compasión. Creo que eso es exactamente lo que pasa con estas evaluaciones: que son un acto de gratitud hacia un perro que siempre nos da más de lo que pedimos.
También pienso en lo importante que es que los veterinarios y los dueños trabajen juntos. Que no sea solo un “te pago y me voy”, sino un diálogo, una relación. Porque así como en las relaciones humanas necesitamos confiar, los perros también necesitan saber que estamos ahí, no solo para alimentarlos, sino para sostenerlos en todo lo que no saben decir con palabras. Y cuando eso pasa, cuando todos se unen para cuidar, el perro lo siente. Y lo agradece.
Me da esperanza ver que aunque todavía no es algo común en todos lados, cada vez hay más gente interesada en esto. Porque si algo he aprendido es que las cosas buenas empiezan con pequeños pasos. Y que cada árbol que sembramos —o cada pregunta que hacemos con amor— es una semilla que puede cambiar mucho más que un resultado de una consulta veterinaria. Cambia la forma en que entendemos la vida.
También me pregunto: ¿por qué nos cuesta tanto aplicar esto en otras áreas? Si podemos pensar así con los perros, ¿por qué no podemos hacerlo con nuestros amigos, nuestra familia o incluso con nosotros mismos? ¿Cuántas veces necesitamos hacer una evaluación de calidad de vida a nuestro propio corazón, para ver cómo están nuestras emociones, nuestro ánimo, nuestros sueños? Porque al final, todos —perros y humanos— somos más que lo que se ve.
Y ahí es donde encuentro una conexión que me toca mucho. La de ver la vida como un acto de cuidado mutuo. No como algo que se consume y se olvida, sino como algo que se cultiva, que se escucha y que se sostiene. Porque lo que le damos a un perro, a un amigo o a cualquier ser, también nos lo damos a nosotros mismos.
Me gusta pensar que en cada perro que recibe un cuidado más consciente, hay un mensaje para todos: que el amor no está en lo grande, sino en lo pequeño. Que la calidad de vida no es un lujo, sino un derecho. Y que cuando aprendemos a mirar con ojos más abiertos, descubrimos que el bienestar no es algo que se mide, sino algo que se siente.
Hoy quería compartir esto porque siento que a veces necesitamos recordarnos que no basta con querer, hay que demostrarlo. Que no basta con dar comida o techo, sino que hay que dar escucha y comprensión. Y que cuando lo hacemos, todo cambia. Porque un perro feliz no es solo un perro que juega. Es un perro que siente que su mundo tiene sentido, porque nosotros también lo sentimos así.
Así lo veo yo. Así lo escribo, desde este lugar de aprendiz que soy. Con la certeza de que cada palabra que nace desde el corazón puede ser un pequeño árbol que dé sombra, aunque sea solo a uno. Y con la esperanza de que sigamos aprendiendo, no solo a cuidar, sino a vivir con más verdad.
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