Hay momentos en los que la vida parece una repetición infinita. Despertador, transporte público, trabajo en un cubículo sin alma, ocho horas de un esfuerzo que solo vale lo justo para no odiarlo del todo. Lo mismo día tras día, como si alguien hubiera pulsado el botón de “repetir” en un playlist aburrido.
Ana conocía muy bien esa rutina. Y aunque siempre había sentido una conexión especial con los gatos —esa forma de observarlos durante horas, intentando descifrar sus movimientos, su mirada, su silencio lleno de significado— la adultez le había arrebatado la calma de esos instantes. Ahora todo era prisa, correos pendientes, reuniones que no llevaban a ninguna parte y un jefe que parecía olvidar que todos tenían vida fuera de la oficina.
La única grieta de luz estaba al final del día, cuando llegaba a casa y encontraba a su gata esperándola en la puerta. Ese ritual nunca fallaba: el rozar del cuerpo contra sus piernas, el salto directo a su pecho, el ronroneo profundo que vibraba como un recordatorio de que todavía había ternura en el mundo. Ana pensaba en silencio: “ojalá la vida fuera así de simple, así de verdadera”. Pero claro, el “ojalá” no pagaba facturas.
Todo cambió un viernes. Había tenido una semana insoportable, de esas que desgastan hasta lo más profundo. Cansada y con un nudo en el pecho, Ana decidió no ir directamente a casa. Sus pasos la llevaron sin pensarlo demasiado hasta un café gatuno. No era la primera vez que entraba, pero algo distinto se encendió en ella esa tarde.
Se sentó en un rincón, viendo cómo los gatos iban y venían, dueños de sí mismos, indiferentes al ruido del mundo exterior. Cerró los ojos por un instante, intentando absorber esa calma. Y entonces, lo sintió: un peso ligero sobre sus piernas. Al abrirlos, un gato atigrado, de pelaje suave y ojos dorados, la miraba fijamente. Se acomodó sobre su regazo y empezó a ronronear, fuerte, constante, profundo.
Ana respiró hondo. Sintió que algo dentro de ella se rompía, o quizá, se arreglaba. Ese ronroneo no era solo un sonido; era un mensaje. Era un recordatorio de que la vida podía ser otra cosa. Y ahí, en ese instante, lo supo: ella no había nacido para estar atrapada entre paredes grises. Había nacido para estar con ellos, para entenderlos, para cuidarlos.
Claro, la revelación no trae consigo las instrucciones. Soñar es fácil, pero vivir del sueño es otra historia. La cabeza de Ana se llenó de preguntas: “¿cómo se convierte una en catsitter? ¿Dónde encuentro clientes? ¿Y si fracaso?” Las dudas pesaban tanto como las certezas. Y sin embargo, algo había cambiado.
Ese día, con un gato desconocido ronroneando sobre su pecho, Ana descubrió que los destinos no siempre se eligen: a veces, simplemente te encuentran.
Mientras escribo esto, no puedo evitar pensar en las veces que yo también me he sentido atrapado en una rutina que no me pertenece. Tal vez no se trata de gatos, pero sí de esa sensación de estar hecho para algo más. En Mensajes sabatinos leí alguna vez que los llamados más profundos no llegan en forma de gritos, sino en susurros. Ana lo entendió en un ronroneo. Nosotros, quizá, en un momento de silencio, en una frase, en una mirada.
También pienso en cómo las decisiones difíciles suelen estar llenas de miedo. Pero ¿qué historia vale la pena contar si no incluye el vértigo de arriesgarse? En Bienvenido a mi blog se habla mucho de eso: de cómo la vida auténtica no se construye desde lo cómodo, sino desde lo que nos exige renunciar a lo que ya no nos hace crecer.
Ana decidió escuchar el mensaje. Y aunque mañana contaré qué pasó después, lo importante de hoy es la semilla que nació en su interior. La semilla de una vida nueva, más cercana a lo que siempre había sentido en su corazón. Tal vez no fue un plan trazado, pero sí un destino que ronroneaba, esperando a que alguien lo escuchara.
Me pregunto si todos tenemos un “ronroneo” esperándonos: ese gesto, esa señal, ese instante que nos sacude y nos recuerda que no estamos hechos para sobrevivir en automático, sino para vivir con propósito.
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