Hay algo que he aprendido en estos 21 años, algo que no siempre es fácil aceptar: la misma herramienta que usamos para conectarnos con el mundo puede ser la que nos encierra. Hablo de las redes sociales y los videojuegos, esos lugares virtuales que a veces se sienten más reales que la vida misma, pero que también pueden convertirse en una jaula de la que no sabemos cómo salir.
Yo he estado ahí. Lo confieso sin pena. Porque creo que solo podemos cambiar las cosas cuando hablamos de ellas sin miedo. He pasado horas frente a la pantalla, deslizando el dedo una y otra vez como si mi valor dependiera de un “me gusta” o de un nuevo nivel desbloqueado. Y aunque la tecnología tiene mucho de bueno —nos acerca a quienes queremos, nos permite aprender cosas que antes eran imposibles—, también tiene un lado oscuro que nadie nos enseña a enfrentar.
En mi blog personal, El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, suelo hablar de cómo la vida real es más rica que cualquier feed de Instagram. Pero sé que no basta con decirlo; hay que vivirlo. Porque todos, de una u otra forma, hemos sentido el magnetismo de las redes sociales o el deseo casi irracional de seguir jugando “solo un rato más”. Y lo más peligroso es que muchas veces ni siquiera lo notamos.
He leído que hay tratamientos que están ayudando a quienes ya no pueden poner un límite. Programas de desintoxicación digital, terapias psicológicas, aplicaciones que controlan el tiempo de uso… pero también he leído que nada de eso sirve si no hay un deseo real de recuperar el control. Porque el verdadero cambio no empieza con una aplicación, sino con una pregunta honesta: ¿qué estoy buscando en esa pantalla que no encuentro en mí?
Esa pregunta me la hice muchas veces, y no siempre me gustó la respuesta. Porque es duro admitir que a veces buscamos en las redes un refugio de las cosas que nos duelen o nos asustan. O que jugamos sin parar porque no queremos pensar en lo que no estamos logrando en la vida real. Pero la verdad —y me gusta pensar que la vida siempre encuentra la forma de enseñárnoslo— es que lo único que llena de verdad es lo que se vive sin pantallas de por medio.
En Mensajes Sabatinos, compartí una vez cómo los silencios son más valiosos que cualquier palabra vacía. Y eso se me quedó grabado: el silencio como un espacio para volver a escucharnos, para sentirnos sin filtros. Porque cuando estamos atrapados en la pantalla, no hay silencio, no hay pausa. Solo un ruido que no deja ver lo que somos.
También lo he sentido en los espacios que comparto con mi familia y mis amigos. Cuando logramos estar juntos sin distracciones, las conversaciones tienen un sabor distinto. No hay notificaciones que interrumpan, no hay fotos perfectas que tomar. Solo estamos nosotros, con nuestras historias reales y nuestros silencios compartidos. Y eso, aunque parezca pequeño, es más poderoso que cualquier juego o red social.
No estoy diciendo que dejemos la tecnología. No soy un romántico que quiere volver a los tiempos de las cartas y los telegramas. Pero sí creo que necesitamos recuperar el equilibrio. Que tenemos que aprender a usarla como un medio y no como un fin. Porque cuando la tecnología se convierte en el centro de nuestra vida, nos alejamos de lo que realmente importa.
En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, siempre hablo de cómo la espiritualidad puede ser una brújula. Y en este tema no es diferente. A veces, lo que necesitamos no es otro tratamiento, sino un regreso a lo esencial: preguntarnos para qué estamos aquí y qué queremos dejar cuando nos vayamos. Porque ninguna red social, ningún videojuego, tiene la respuesta a eso.
He visto que muchos jóvenes de mi edad sienten que si no están en línea, están perdiendo algo. Pero lo que más miedo me da es que no vean que lo que realmente pierden es el presente. La risa que no se comparte por estar chateando. El abrazo que se posterga por terminar “una partida más”. La mirada que se evita porque el brillo de la pantalla parece más interesante.
Por eso, creo que más que tratamientos, necesitamos valentía. La valentía de decir “ya basta” cuando sabemos que hemos cruzado el límite. La valentía de elegir el aire libre en vez de la pantalla. La valentía de mirarnos a los ojos y recordarnos que estamos vivos.
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