lunes, 1 de septiembre de 2025

Cuando la suerte se confunde con certeza

 


He visto muchas veces cómo algo que nos sale bien a la primera nos engaña, nos paraliza después cuando lo intentamos de nuevo y no funciona igual. Es como si la vida nos pusiera una trampa dulce: nos hace sentir que lo sabemos todo, cuando en realidad apenas hemos probado un fragmento mínimo del camino. Lo he vivido en cosas pequeñas, como cuando preparo un plato improvisando en la cocina y resulta delicioso, y también en cosas más grandes, como en las relaciones, los estudios o los proyectos que uno cree dominar demasiado pronto.

La historia de una pareja con gatos me hizo pensar en eso. Habían adoptado a dos hermanos felinos desde pequeños. Todo fluyó perfecto: no hubo peleas, no hubo complicaciones, no hubo que aplicar al pie de la letra esas recomendaciones que los veterinarios siempre dan sobre adaptación progresiva. Todo les resultó tan fácil, que cuando llegó el momento de traer una nueva gatita a la familia, pensaron que sería igual de sencillo. Pero la vida no siempre repite los mismos patrones, y esa vez la experiencia no fue tan suave. Dos gatos adultos ya habían hecho suyo el territorio y la gatita se encontró con un recibimiento mucho más complejo.

Ahí comprendieron que lo que antes parecía ser fruto de su habilidad, quizás no era más que suerte. Y la suerte, aunque necesaria, no es suficiente.

Me siento identificado porque a veces yo también me confío. Si un examen en la universidad me va bien estudiando poco, caigo en la ilusión de que siempre será así. Si en un proyecto digital o en un emprendimiento algo despega rápido, me olvido de revisar los cimientos. Lo que nos salva una vez no siempre nos salva siempre. Y ahí es donde la vida nos golpea con preguntas incómodas: ¿qué tanto de lo que salió bien fue esfuerzo real, qué tanto fue gracia, qué tanto fue azar?

Esto no es solo sobre gatos o sobre recetas. Es sobre cómo enfrentamos lo inesperado. En mi familia, muchas veces he escuchado de mi abuelo la frase: “no te fíes de la primera vez, porque no sabes si fue por ti o por las circunstancias.” Y con el tiempo entendí que tenía razón. Las circunstancias son maestras invisibles: un entorno favorable, una coincidencia de factores, la ayuda de alguien que ni nos dimos cuenta que estaba sosteniendo. Creer que todo salió por mérito propio es como inflar un globo con aire prestado y pensar que es eterno.

Y al mismo tiempo, la otra cara de esto es que cuando algo no sale bien a la primera, también tendemos a pensar que nunca podremos hacerlo. Esa es otra trampa. Lo curioso es que en ambos extremos —cuando nos sale demasiado bien o cuando nos sale muy mal— corremos el riesgo de dejar de aprender. En el primer caso, porque creemos que ya no hay nada más que aprender; en el segundo, porque creemos que no vale la pena intentarlo de nuevo.

Lo que me deja pensando es que necesitamos aprender a vivir con paciencia. Los procesos, como la adaptación de un nuevo gato en un hogar con otros, requieren tiempo, respeto y escucha. Igual pasa con las relaciones humanas: la confianza no se construye en un día, aunque una primera cita sea mágica; el amor no se garantiza por un instante, aunque el comienzo sea perfecto. En la vida real hay pasos, tropiezos, ajustes. Y la paciencia es la que hace que todo tenga sentido.

Hace poco leí en Bienvenido a mi blog un texto sobre la importancia de detenernos a mirar lo que pasa a nuestro alrededor con humildad. Y creo que ese es el punto central aquí: la humildad de reconocer que no sabemos todo, que necesitamos aprender, que hay quienes ya han pasado por esos caminos. Igual que la pareja que, al no hacer caso del veterinario, descubrió que las instrucciones no eran un capricho, sino una experiencia acumulada.

Y no puedo evitar pensar en cómo trasladamos esto a la sociedad. Somos rápidos en escuchar a los amigos, a los “iguales”, pero lentos en reconocer la voz del que realmente sabe. En el blog de Organización Todo En Uno encontré una reflexión sobre liderazgo que encaja aquí: un buen líder no es el que siempre acierta a la primera, sino el que sabe escuchar, contrastar y adaptarse cuando el escenario cambia. La vida, igual que los gatos, nos pide un liderazgo paciente.

Creo que crecer es eso: aprender a no paralizarse ni con la suerte ni con el fracaso. Ser capaces de agradecer cuando algo nos sale bien, pero también de preguntarnos por qué salió así. Y cuando algo nos sale mal, darnos la oportunidad de volver a intentarlo, esta vez con más conciencia.

Al final, no se trata de controlar todo. La vida tiene siempre un componente de azar, y sería agotador pretender medirlo todo. Se trata más bien de encontrar el equilibrio: confiar en nosotros mismos, pero sin dejar de lado la escucha y la preparación. Ser conscientes de que hasta los pequeños actos requieren respeto, y que las experiencias pasadas no garantizan resultados futuros.

La pareja de la historia seguramente aprendió más con la dificultad de la tercera gatita que con la facilidad de los dos primeros. Y así funciona casi todo: es en los tropiezos donde de verdad aprendemos a caminar distinto.

Yo, por mi parte, cada día intento recordar que la suerte puede abrir una puerta, pero que solo la paciencia, la humildad y la constancia me permiten cruzarla y quedarme del otro lado.

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“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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