Hay días en que uno siente que no está en un solo lugar, sino en dos mundos al mismo tiempo. Como si tu cuerpo caminara por la calle, pero tu mente estuviera atrapada en otra dimensión que nadie más entiende. Y no es poesía. Es real. Y para muchas personas, es cotidiano.
Desde que empecé a estudiar más profundamente la psicología —no solo como una ciencia, sino como una forma de entendernos, de abrazar lo que sentimos sin juicio— me he cruzado con realidades que se nos ocultan por costumbre. Una de ellas es el trastorno esquizoafectivo, una condición que vive en los márgenes de dos diagnósticos potentes: la esquizofrenia y el trastorno afectivo (como la depresión o el trastorno bipolar). Pero también vive en los márgenes de la comprensión colectiva. Es como si la sociedad no supiera bien qué hacer con esto. Como si no cupiera en las casillas que usamos para definir a la gente.
Al leer el artículo de Psyciencia sobre este trastorno (fuente original aquí), sentí que estaba viendo con más claridad algo que muchas veces se oculta tras etiquetas, estigmas y diagnósticos clínicos fríos. Porque detrás del nombre técnico, hay personas que sienten demasiado y a veces también ven demasiado. Personas que no saben si lo que piensan es real o parte de una alteración. Personas que luchan con voces que nadie más escucha, y al mismo tiempo, con emociones tan intensas que los derrumban.
Yo no vivo con este diagnóstico, pero sí he sentido de cerca lo que es convivir con una mente que a veces se va. Que se rompe. Que se desordena. Que se siente aislada. En mi adolescencia tuve episodios de ansiedad intensa que me hicieron pensar que estaba perdiendo el control. Y aunque eso no me convierte en experto, sí me dejó algo claro: el dolor psicológico puede ser tan o más brutal que el físico. Y lo peor es que a veces, ni siquiera se nota.
En uno de los escritos que compartí hace un tiempo en Bienvenido a mi blog, contaba cómo muchas veces nos acostumbramos a vivir con una tristeza o una distorsión mental como si fuera parte del paquete de ser adultos. Nos dicen que madurar es aprender a "aguantar", a "no exagerar". Pero no es cierto. Porque cuando la mente está en conflicto, todo se desordena: las relaciones, el trabajo, la identidad, incluso la fe.
Y creo que eso es lo más duro del trastorno esquizoafectivo: que no te afecta solo desde una dimensión. Te quiebra desde varias. Hay momentos de euforia extrema que luego se transforman en abismos de depresión. Hay pensamientos que parecen tuyos, pero luego te das cuenta de que no tienen sentido, que no se conectan con nada. Y en medio de todo eso, está el miedo. El miedo a ser juzgado, a perder el control, a que nadie te crea.
Según la ciencia, este trastorno necesita un diagnóstico cuidadoso, porque no basta con tener síntomas psicóticos o del estado de ánimo. Tiene que haber una combinación específica. Pero más allá de lo técnico, lo que me interesa como ser humano y como joven que reflexiona desde lo cotidiano, es preguntarme: ¿qué necesita alguien que vive así?
Creo que necesita comprensión, sí. Pero sobre todo, necesita un entorno que no lo presione a ser “normal”. Porque ¿qué es ser normal, al fin y al cabo? ¿No estamos todos un poco rotos, un poco confusos, un poco bipolares en nuestras emociones diarias?
Hay días en los que te sientes con ganas de cambiar el mundo, y otros en los que no te quieres levantar. Hay momentos en los que te emocionas por una idea que luego abandonas al día siguiente. Eso no nos hace enfermos. Nos hace humanos. Pero cuando esa montaña rusa se sale de control, cuando empieza a interferir con la vida, con el amor propio, con la conexión con los demás… ahí sí necesitamos ayuda. Y pedirla no debería dar vergüenza.
He encontrado en espacios como Mensajes Sabatinos y Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías muchas respuestas que no son científicas, pero sí espirituales. Porque a veces la psicología explica, pero no consuela. Y lo que más necesita una persona que se siente dividida entre la psicosis y la depresión… es consuelo. Es alguien que le diga: “Estoy aquí, no te voy a soltar, incluso cuando no entiendas lo que sientes.”
Y eso me lo enseñó la vida, no los libros. Me lo enseñaron personas que se atrevieron a decirme “no estoy bien” sin miedo a ser menos.
Hay algo muy bello que también rescata el artículo: las personas con trastorno esquizoafectivo pueden tener periodos de estabilidad. Y eso es esperanza pura. Porque muchas veces creemos que el diagnóstico es una sentencia. Pero no. Hay tratamientos. Hay caminos. Hay luz.
Yo no sé quién está leyendo esto. No sé si eres tú quien convive con este diagnóstico, o si conoces a alguien que lo vive. Pero quiero decirte que no estás solo. Que no estás roto. Que tu experiencia no te hace menos valioso. Al contrario: te hace más sensible, más complejo, más valiente.
Ojalá podamos construir una sociedad que no se asuste de lo distinto. Que no excluya a quien piensa o siente “raro”. Ojalá podamos hablar más de salud mental en voz alta, sin pena. En el colegio. En la universidad. En la casa. En la iglesia. En la empresa. En todos lados.
Porque cuando callamos estas realidades, no desaparecen. Se esconden. Se aíslan. Y ahí es donde más daño hacen.
Y si me permites un consejo personal, desde lo más honesto de mi camino: si sientes que tu mente te está jugando en contra, háblalo. Escríbelo. Compártelo. Busca ayuda. No tienes que hacerlo solo. No tienes que demostrarle a nadie que eres fuerte. La verdadera fuerza está en pedir auxilio cuando lo necesitas.
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