miércoles, 3 de diciembre de 2025

Los emprendedores jóvenes que tenemos hoy, serán los fundadores del mañana


 

A veces pienso en esos días —no tan lejanos— cuando me preguntaba qué sería de mí, hacia dónde ir, qué quería hacer con mi vida. Tenía ideas sueltas, sueños que chispeaban sin forma concreta, esa mezcla extraña de esperanza y miedo joven. Pero hoy, al ver lo que está pasando con tantos de nosotros —jóvenes colombianos con ganas de más—, siento que somos parte de un renacer: un tiempo en que los emprendedores jóvenes que somos ahora, seremos los fundadores del mañana.

Las palabras de las emprendedoras Karen Carvajalino y sus hermanas Daniela Carvajalino y Stephanie Carvajalino —cuando dicen que “los emprendedores jóvenes que tenemos hoy serán los fundadores del mañana” — resuenan con fuerza en mí. Ellas, con su proyecto The Biz Nation, muestran con su propia historia que es posible —que con voluntad, creatividad y fe, se puede transformar una idea humilde en un camino real.

Hoy, esa idea deja de ser promesa y se convierte en urgencia, en responsabilidad colectiva.

Desde mi perspectiva personal —esa mezcla de juventud, curiosidad, ganas de aportar algo más al mundo, y un despertar espiritual constante—, quiero hacer un llamado: a los que sienten dentro de sí la chispa de hacer algo distinto; a los que creen, como yo, en el poder de las ideas unidas con valores, conciencia y comunidad.

Porque emprender no es solo abrir un negocio. Emprender es dar vida a sueños, es transformar ideas en acciones, transformar talentos en impacto. Emprender es proponer soluciones desde el corazón, con honestidad, con conciencia, con mirada social.

Recuerdo cuando leí que más del 90 % de los jóvenes en Colombia entre 14 y 25 años sueñan con emprender, buscan propósito más allá de un salario, se resisten al modelo tradicional de “jefe y empleado”. Esa convicción colectiva —ese deseo de libertad, de construir algo propio— me dio esperanza. Pensar que no estamos solos: somos muchos soñando, creando, luchando por transformar nuestras realidades y, por qué no, las del país.

Pero no basta con soñar. En ese “seremos los fundadores del mañana” hay algo más profundo: hay un llamado a la disciplina, al aprendizaje, a formarse, a buscar mentores, a aprender de quienes ya han caminado el sendero. Tal como lo hacen las Carvajalino con The Biz Nation: enseñan, guían, comparten herramientas.

Desde mi filosofía, parte del legado de familias, espiritualidad, tecnología, comunidad: emprender con conciencia. Me niego a pensar que los negocios se reducen a ganancias, inversiones o ventas; creo que pueden ser vehículos de cambio: de dignidad, de creación de oportunidades, de esperanza.

Y este es mi sueño: que tú —si estás leyendo esto—, te unas a esa fuerza. Que transformes tu inquietud, tu pasión, tu don, en algo real. Que comprendamos que emprender puede abrir no solo caminos individuales, sino caminos de comunidad, de empatía, de construcción colectiva.

Quizás ahora mismo, tu mayor obstáculo es la falta de recursos, el miedo, la incertidumbre, la falta de experiencia. Es válido. Muchos han sentido eso. Pero la historia demuestra que no siempre se necesita capital, se necesita visión, creatividad, disciplina, corazón. Justamente como lo enseñan en la obra de las Carvajalino en su libro 

Y hay más: instituciones como UNIMINUTO también están trabajando para brindar formación, acompañamiento, posibilidades reales de fortalecer ideas, transformar micro-negocios en oportunidades, consolidar proyectos. Eso me hace creer que no se trata solo de un puñado de personas con suerte, sino de un movimiento creciente, con ecosistemas de apoyo nacientes.

Desde mi vivencia: he aprendido que emprender implica también escucharse a uno mismo, reconocer lo que uno quiere, lo que uno puede ofrecer, lo que el mundo necesita. Implica humildad, resiliencia, voluntad de aprender. Implica valentía para persistir, para caerse, levantarse, adaptarse, crecer.

Y también —muy importante— implica conciencia: de que no somos islas, de que nuestros emprendimientos afectan vidas, generan realidades, abren puertas. Hacer empresa no puede ser algo frío o mecánico: tiene que ser un acto de servicio, de amor al prójimo, de consciencia social.

Hoy, en este país que a veces parece gritar desesperanza, los jóvenes estamos respondiendo con creación, con trabajo, con sueños vivos. Estamos mostrando que ser joven no significa esperar a que alguien más nos dé oportunidades, sino construirlas nosotros mismos, con mano firme, con visión, con fe.

Por eso, a quienes leen este texto: no dejen pasar esta época sin actuar. No esperen el “momento perfecto”. No permitan que el miedo o la duda apaguen la luz que llevas dentro. Haz que esa chispa crezca, haz que esa chispa encienda caminos, historias, sueños colectivos.

Puede que el camino sea duro. Puede que tengas noches de dudas, de agotamiento, de querer rendirte. Pero recuerda: muchos antes que tú han empezado con un sueño, han tropezado, han caído, se han levantado, y hoy inspiran a otros. Y eso es lo hermoso del emprendimiento: no es solo lo que tú construyes, sino lo que tu ejemplo puede encender en otros corazones.

Y si eres parte de los que buscan algo más —más conciencia, más propósito, un impacto real, una vida con sentido— te invito a que ese algo más lo pongas hoy en marcha. Que no solo sueñes, sino actúes. Que no solo pienses en ti, sino en otros. Que el emprendimiento no sea un destino, sino un camino para servir, para crear, para soñar juntos.

Porque creo en nosotros. Creo en ti. Creo en lo que somos capaces de construir cuando unimos juventud, tecnología, valores, conciencia y corazón.

Si alguna vez quisieras hablar, compartir tu idea, tu miedo, tu sueño —aquí estoy. No estás solo.

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martes, 2 de diciembre de 2025

Cuando el pelo cae, el amor permanece: lo que tu perro intenta decirte en silencio



Desde muy pequeño me acostumbré a convivir con animales. En mi casa siempre hubo perros, gatos, aves, y aunque a veces eran “mascotas”, siempre sentí que eran algo mucho más grande que eso. No solo habitaban un espacio físico, también se metían en la energía de la casa, en las conversaciones silenciosas, en la tristeza y en la alegría. Uno puede creer que se acostumbró al pelo en la ropa, al sonido de las uñas sobre el piso o a esa mirada que parece entenderlo todo. Pero en realidad lo que está pasando es mucho más profundo: los animales nos están enseñando a observar, a sentir, a ser conscientes.

Hace poco me encontré con una reflexión muy interesante: ¿por qué algunos perros botan más pelo que otros? Y aunque a simple vista parece un tema doméstico —una preocupación por la limpieza, el sofá, la cama o la ropa negra—, cuando uno lo observa con más calma, descubre algo que va más allá del simple pelo: hay un proceso natural, un ciclo, una transformación constante que se conecta con la vida misma.

Los perros, como todos los seres vivos, están en cambio permanente. Su piel es un órgano vivo que responde al clima, a la alimentación, al estrés, al entorno emocional, a la luz solar, a las hormonas y a la calidad de su relación con quienes los cuidan. Algunos sueltan mucho pelo, otros casi nada. Razas como el husky siberiano, el pastor alemán, el golden retriever, el labrador, el akita o el malamute de Alaska mudan grandes cantidades de pelaje varias veces al año, especialmente cuando cambia la temperatura. Mientras que otros como el caniche (poodle), el schnauzer, el yorkshire, el bichón frisé o el shih tzu tienden a soltar menos pelo, aunque eso no significa que requieran menos atención.

Pero aquí viene la parte que muchos no dicen: no es solo una cuestión de “raza”. Es una cuestión de ambiente, de cuidado, de vínculo y de respeto.

Un perro también se estresa. Un perro también se deprime. Un perro también siente abandono, miedo, cambios energéticos en la casa, discusiones, silencios pesados, tristeza. Y todo eso se refleja en su cuerpo. He visto perros que cuando una familia se separa o cuando su humano favorito se va, comienzan a perder mucho más pelo, como si el cuerpo también intentara soltar algo que no entiende pero que le duele. Como si su alma estuviera desordenándose un poco.

Entonces la pregunta no es solo: “¿Mi perro suelta mucho pelo?”
La verdadera pregunta es: ¿Cómo está su mundo emocional? ¿Cómo está su entorno? ¿Cómo está mi energía cuando lo acaricio, cuando lo miro, cuando lo llamo?

Hoy existen estudios veterinarios que confirman que la caída del pelo también puede estar relacionada con:

– Deficiencias nutricionales
– Alergias alimentarias o ambientales
– Parásitos (pulgas, ácaros, garrapatas)
– Problemas hormonales (tiroides)
– Estrés prolongado
– Falta de luz solar o demasiada exposición
– Baños excesivos o productos inadecuados
– Espacios de vida poco saludables

Y, aunque no todos quieran aceptarlo, también está relacionada con la calidad del vínculo humano-animal.

He observado que los perros que reciben cariño real, respeto, paseos, conversaciones suaves, rutinas claras y una alimentación adecuada, suelen tener un pelaje más sano, más brillante y más estable. Es como si el amor también se reflejara en cada uno de esos pelitos que crecen.

Nos enseñaron que el pelo del perro es “sucio”, “incómodo” o “una molestia”, pero nadie se detuvo a decirnos que ese pelo también es una huella de vida, una señal de existencia, una prueba de que no estamos solos. A veces me gusta pensar que dejar pelos por la casa es su forma de decir: “Aquí estuve. Aquí pertenezco. Aquí te cuido”.

En un mundo que intenta controlar todo, incluso el crecimiento natural de un animal, tal vez la presencia de esos pelos en la ropa, en la cama o en el sofá es una pequeña rebelión de la vida, recordándonos que no todo se puede ordenar, clasificar o limpiar completamente. Hay cosas que simplemente se sienten… y se respetan.

También debemos hablar de la obsesión moderna por lo “higiénico” llevado al extremo. Hay personas que cambian de perro o los abandonan solo porque “suelta mucho pelo”. Y eso, más que una cuestión de limpieza, habla de desconexión, de falta de empatía y de una cultura que quiere seres vivos “perfectos” sin aceptar procesos naturales.

En ese punto, conecté este tema con varias reflexiones que he leído a lo largo de los años en los blogs que forman parte de mi historia y mi entorno. Especialmente en algunos mensajes que hablan de la conexión espiritual con la creación y el respeto por toda forma de vida, como ocurre en el blog AMIGO DE. Ese ser supremo en el cual crees y confías, donde se recuerda constantemente que el mundo no nos pertenece, sino que somos parte de él:

Y también en MENSAJES SABATINOS, donde muchas reflexiones tocan la relación entre el ser humano, la conciencia y el entorno natural:

Es increíble cómo un tema aparentemente simple, como el pelo de un perro, puede abrir puertas a conversaciones más profundas sobre nuestra humanidad, nuestra paciencia, nuestra tolerancia y nuestra capacidad de amar sin condiciones.

Si vas a elegir un perro algún día, la pregunta no debe ser:
¿Suelta mucho pelo?
Sino:
¿Estoy preparado para acompañar un proceso de vida completo?
¿Estoy listo para cuidar incluso aquello que resulta incómodo?
¿Soy capaz de amar sin exigir perfección?

Y si ya tienes uno a tu lado, y ves que suelta mucho pelo, tal vez no sea un fastidio. Tal vez sea una invitación. Una invitación a revisar tu entorno, tu rutina, tu forma de relacionarte, tu nivel de presencia y tu capacidad de cuidado consciente.

Porque al final, el pelo que cae también es parte del ciclo. Como las hojas que caen de los árboles cuando cambia la estación. Como las etapas que terminan en la vida para dar paso a otras. Como las versiones viejas de nosotros mismos que también, poco a poco, van quedando atrás.

Y quizás, mientras recoges esos pelos del piso o de tu ropa, puedas recordar que amar también es aceptar lo imperfecto, lo abundante, lo cambiante… lo vivo.

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lunes, 1 de diciembre de 2025

Un jardín que aprende a amar sin hacer daño



Desde niño siempre pensé que un jardín era algo “de adultos”. Algo que cuidaban las abuelas, los vecinos pacientes, la gente que parecía saberse el nombre de cada hoja y cada raíz. Para mí, crecer también fue descubrir que las plantas no eran solo decoración: eran testigos silenciosos de nuestra vida, respiraban con nosotros, recibían nuestras frustraciones, nuestras alegrías, nuestras ausencias. Y luego llegó él: mi gato. Con su caminata suave, su curiosidad interminable y esa forma tan suya de creer que todo lo que existe… le pertenece.

Tener un gato y soñar con un jardín es casi una contradicción poética. Es como querer construir un pequeño paraíso, pero sabiendo que ese paraíso tendrá un guardián de patas suaves que muerde, rasga, escarba, duerme en las macetas y decide, sin consultarte, qué planta vive y cuál no. Durante mucho tiempo pensé que tenía que elegir: o el verde sereno de un jardín, o la presencia impredecible de un gato. No sabía, todavía, que la vida no se trata de elegir entre lo que amas, sino de aprender a convivir con todo lo que eres… y todo lo que eliges amar.

He aprendido algo fundamental: un gato no es solo una mascota. Es una energía que entra en tu casa, un pequeño espíritu independiente, una extensión de lo salvaje en un mundo cada vez más de concreto. Ellos vienen con instinto, no con manual de instrucciones. Y por eso mismo, no existe un jardín “cualquiera” cuando hay un gato cerca. Hay que construir uno que respete su naturaleza y, al mismo tiempo, cuide la tuya.

Investigar sobre plantas que no fueran tóxicas para los gatos no fue solo una tarea práctica, fue casi un acto de amor consciente. Porque cuando decides convivir con otro ser vivo —aunque sea de otra especie— aceptas una responsabilidad más profunda que solo darle comida. Aceptas convertirse en guardián de su mundo, incluso de las cosas que él no puede entender.

Y ahí fue cuando descubrí que la naturaleza, como siempre, ya tenía las respuestas. Existen plantas que no solo son seguras para los gatos, sino que incluso pueden convivir con ellos sin representar un riesgo. Plantas simples, hermosas, resistentes. Algunas hasta parecen pensadas para este tipo de convivencia entre el caos suave de un gato y la tranquilidad frágil de una hoja verde.

Por ejemplo, la hierba gatera, o catnip, es casi una lengua secreta entre los gatos y las plantas. Ver a un gato revolcarse en ella es un espectáculo que te recuerda lo instintivo, lo primitivo, lo verdadero. No es una planta cualquiera: es una puerta a su mundo interno, un puente natural que conecta nuestros dos universos. Y no es peligrosa. Es un pequeño milagro seguro.

También están esas plantas de hojas suaves, como la palma de salón o la calatea, que parecen diseñadas para decorar sin dañar. Son discretas, elegantes, silenciosas, y en su forma de crecer enseñan algo importante: no todo lo hermoso necesita ser peligroso. Algunas formas de vida saben coexistir sin imponerse.

Empezar a elegir conscientemente qué plantas entran en tu espacio es, en el fondo, un reflejo de algo mayor: empezar a elegir conscientemente qué entra en tu vida. Personas, pensamientos, hábitos, emociones. Todo es un tipo de jardín. Y a veces nosotros somos como los gatos: curiosos, torpes, impulsivos. Por eso necesitamos aprender, a cualquier edad, qué nos hace bien y qué nos hace daño.

Hay algo profundamente simbólico en ver a un gato descansar junto a una planta que elegiste cuidando su bienestar. Es una imagen que parece sencilla, pero que guarda una gran verdad: la convivencia no se basa solo en el amor, sino en el cuidado informado, en la intención, en la conciencia. No basta con querer, hay que aprender.

Y entre más investigo, más siento que tener un jardín donde también vive un gato es casi un acto espiritual. Es una metáfora viva de equilibrio: vida vegetal y vida animal compartiendo un mismo suelo, un mismo aire, un mismo silencio. Es entender que el mundo no gira solo a tu alrededor, sino alrededor de una red invisible donde todo se conecta.

Mientras riego una planta que sé que no dañará a mi gato, siento que estoy haciendo algo más que jardinería. Estoy practicando conciencia. Estoy entrenando mi mente para tomar decisiones más responsables. Estoy recordando que el amor también es prever, investigar, modificar hábitos. Que cuidar a alguien no siempre es un gesto romántico; a veces es una decisión silenciosa: cambiar una planta por otra, renunciar a algo bonito que podría ser peligroso, elegir lo seguro aunque no sea lo más “de moda”.

Y en ese proceso también me observo a mí. Veo mis propias raíces, mis propias hojas, mis propias toxinas internas. Pienso en todas esas ideas que no me hacen bien, en esas costumbres que me intoxican lentamente. Me pregunto cuántas cosas debería cambiar de mi “jardín interno” para que quienes viven cerca de mí —humanos o animales— puedan sentirse seguros.

No se trata solo de plantas y gatos. Se trata de una filosofía de vida. De entender que cada elección crea un ambiente, una atmósfera. Que tu casa no es solo un espacio físico, es una extensión de tu alma. Y que tu mascota no es un objeto: es un ser que confía en ti sin entender tus palabras, pero creyendo plenamente en tus actos.

Por eso hoy miro mi jardín —aunque sea pequeño, aunque sea imperfecto— y siento que estoy sembrando algo más que semillas. Estoy sembrando responsabilidad, coherencia, respeto por la vida. Estoy creando un lugar donde la naturaleza y la conciencia se encuentran, donde lo salvaje y lo humano aprenden a compartir.

Y, en un mundo tan acelerado, tan ruidoso, donde todos quieren tener sin preguntar, consumir sin medir, respirar sin agradecer… elegir plantas seguras para tu gato es un pequeño acto de rebeldía amorosa. Es decirle al universo: “yo sí quiero cuidar”. Es entender que ser joven no significa ser descuidado, que amar también implica informarse, que crecer también pasa por los actos más pequeños.

Tal vez tener un jardín con un gato no es solo una decisión estética. Tal vez es una declaración silenciosa: quiero un mundo donde podamos convivir sin dañarnos, donde la belleza no implique peligro, donde el amor sea consciente.

Y quizás, en esa simple combinación de hojas verdes y pasos suaves, haya un mensaje más profundo: la vida es un equilibrio frágil, pero posible. Depende de nosotros hacerlo seguro, bello y verdadero.

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domingo, 30 de noviembre de 2025

No estoy solo cuando hablo con mi mascota también me escucho a mí mismo



Hablar con mis mascotas siempre ha sido algo natural para mí. Desde niño, mientras veía cómo un perro o un gato me observaba en silencio con esos ojos llenos de misterio y presencia, sentía que ahí había algo más que un simple animal. No sabía ponerle nombre, pero sí sabía que no estaba solo. Y con el paso del tiempo, he descubierto que esa costumbre que muchos consideran rara, infantil o exagerada, en realidad es una expresión profunda de nuestra humanidad, de nuestra necesidad de conexión, de escuchar y ser escuchados, incluso cuando no recibimos una respuesta en palabras.

A veces les hablo de mis preocupaciones. Otras veces, de mis sueños. Les pregunto cómo les fue en el día, si descansaron bien, si el mundo fue amable con ellos. Y aunque sé que no me responderán con frases complejas, hay algo en su mirada, en su respiración, en su forma de acercarse o alejarse que responde con una honestidad brutal que ningún humano podría imitar. Cuando uno habla con su mascota como si fuera una persona, en realidad está dialogando con una parte muy pura de sí mismo, con su niño interior, con su corazón sin filtros, con su necesidad de cuidado y pertenencia.

La psicología moderna ha comenzado a reconocer que esta práctica no es una señal de locura ni de aislamiento social, como se pensaba antes, sino todo lo contrario: es una expresión de inteligencia emocional, de empatía desarrollada, de conciencia relacional. Hablarle a un animal como si comprendiera nuestras palabras pone en evidencia una capacidad profunda de vincularnos con lo vivo, incluso más allá del lenguaje humano. No es que pensemos que responden como una persona, sino que entendemos que su forma de escuchar es distinta, más sensorial, más energética, más intuitiva.

En una época donde casi todo se ha vuelto digital, veloz y muchas veces vacío, las mascotas se convierten en un ancla a lo esencial. Son presencia pura. Mientras todos miran pantallas, ellos nos miran a nosotros. Mientras la mente se dispersa entre notificaciones y obligaciones, ellos se quedan allí, sintiendo el aire, el momento, la energía real. Hablarles es también un acto de resistencia frente a una sociedad que ha olvidado cómo escuchar a los seres vivos sin juzgar ni interrumpir.

Yo crecí escuchando historias familiares donde los animales eran considerados guardianes, mensajeros, compañeros de alma. Y no lo siento como una metáfora. A veces, cuando observo a un gato en silencio mirando un punto invisible o a un perro percibiendo una energía que yo aún no alcanzo a detectar, comprendo que hay realidades más profundas que la lógica racional no puede abarcar. Hablarles es una forma de abrir un puente entre esos mundos: el visible y el invisible, lo tangible y lo espiritual, lo que se puede medir y lo que solo se puede sentir.

También he descubierto que muchas personas hablan con sus mascotas porque no encuentran espacios seguros para expresar lo que sienten con otros humanos. Y lejos de verlo como una debilidad, lo entiendo como una estrategia de cuidado emocional. En un mundo donde muchas conversaciones se vuelven superficiales, competir por quién habla más fuerte o quién aparenta más, los animales nos ofrecen un espacio de escucha sin juicio, sin máscaras, sin expectativas. Les podemos confesar miedos, culpas, alegrías y secretos que tal vez no nos atreveríamos a compartir con nadie más.

Y es que en el fondo, hablar con una mascota es hablar con la vida misma, con esa inteligencia que habita en todo lo que respira. Algunos estudios recientes han mostrado que las personas que dialogan con sus animales tienden a desarrollar mayor conciencia emocional, menos estrés, más empatía y una sensación más fuerte de acompañamiento, incluso en momentos de soledad. No es una ilusión vacía: es una respuesta real de nuestro sistema nervioso, que se calma al sentir una presencia cálida, constante y leal.

Cuando me siento a escribir en mi propio espacio de reflexión en EL BLOG JUAN MANUEL MORENO OCAMPO (https://juanmamoreno03.blogspot.com), muchas veces uno de ellos está cerca, acompañando en silencio. Y en esos momentos entiendo que no siempre se trata de entender la mente, sino de sentir el corazón, de percibir la vida en su forma más sencilla y, a la vez, más profunda.

También he compartido pensamientos parecidos en BIENVENIDO A MI BLOG (https://juliocmd.blogspot.com), donde la conciencia, la espiritualidad y el aprendizaje cotidiano se unen. Hablar con un animal es algo que va más allá de la lógica: es un acto de humildad, de reconocer que no somos el centro absoluto del universo, sino parte de una red inmensa de vida y energía donde cada ser tiene su valor, su misión, su vibración.

En el blog AMIGO DE ese ser supremo en el cual crees y confías (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com) he reflexionado muchas veces sobre cómo Dios, o la energía creadora, se manifiesta en lo simple, en lo pequeño, en lo que no siempre valoramos. Y créanme: pocas cosas se sienten tan divinas como la mirada de una mascota cuando sabe que estás triste, aunque no hayas dicho una sola palabra. Es una sabiduría que no se aprende en libros, sino en presencia.

Hay quienes dicen que hablar con sus mascotas es un signo de soledad. Yo lo veo como un signo de apertura. De sensibilidad. De humanidad expandida. Es la capacidad de reconocer que no todo vínculo tiene que ser humano para ser real, profundo y transformador. Es una forma de cuidar nuestra salud mental sin darnos cuenta, de abrazarnos a través de otro ser que no nos exige nada más que autenticidad.

Además, cuando uno se acostumbra a hablarle a su mascota, aprende también a hablarse mejor a sí mismo. Cambia el tono, cambia la forma, cambia la intención. Se vuelve más suave, más honesto, más compasivo. Y sin darse cuenta, ese diálogo interno se transforma. Ya no se trata solo de hablar con un perro o un gato: se trata de reaprender a relacionarnos con la vida desde un lugar menos violento, menos exigente, más amoroso.

No sé en qué momento exacto comenzó esta conexión para mí, pero sí sé que hoy no imagino un mundo sin ese tipo de diálogo silencioso y sagrado. A veces les pregunto cosas que no me responden, pero que terminan respondiéndome a mí mismo. A veces les doy consejos que en realidad necesito escuchar yo. A veces simplemente los miro, y en esa mirada todo está dicho.

Tal vez hablar con una mascota no sea una señal de que estamos locos, sino una señal de que aún estamos conectados con algo esencial. Con esa parte de nosotros que no ha sido consumida por la prisa, la competencia, el ruido. Con esa parte que todavía cree en la ternura, en la presencia, en los vínculos silenciosos pero eternos.

Y si alguien me pregunta hoy qué significa hablar con una mascota como si fuera una persona, le diría que significa que aún somos capaces de amar sin condiciones, de escuchar sin respuestas, de cuidar sin esperar nada a cambio. Significa que todavía hay un espacio en nuestro interior que no ha sido reemplazado por la tecnología ni por la frialdad del mundo moderno. Significa que, de alguna forma, seguimos siendo humanos.

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sábado, 29 de noviembre de 2025

Por qué tu perro se estresa cuando tú te estresas? Una conexión que va más allá de las palabras



Cuando empecé a leer sobre por qué mi perro podría estresarse cuando yo me estreso, no imaginé que terminaría mirándome en el espejo más de una vez. Pensé que iba a ser un artículo científico más, lleno de datos curiosos sobre animales, hormonas, comportamientos y señales, pero terminé entendiendo algo mucho más profundo: nuestros perros no solo viven con nosotros, nos sienten. Nos habitan emocionalmente. Y quizá, sin darnos cuenta, les estamos pidiendo cargar con pesos que ni siquiera nosotros hemos sabido nombrar.

Siempre he creído que los animales son más que compañía. No lo digo desde la típica frase romántica de “el perro es el mejor amigo del hombre”, lo digo porque lo he sentido. Mi perro se convierte en un espejo cuando estoy en calma, pero también cuando estoy abrumado, ansioso, saturado de pensamientos o frustrado con la vida. Hay días en los que lo acaricio y él se queda tranquilo, con sus ojos cerrados, respirando lento, como si confiara plenamente. Y hay otros días, en los que apenas me acerco, comienza a caminar rápido, a lamerse, a buscar salida, a emitir pequeños sonidos de inquietud. En esos momentos me doy cuenta de que no es él el que está alterado, soy yo. Él solo está traduciendo lo que yo estoy emitiendo sin palabras.

Lo más impactante es que esto no es una idea espiritual abstracta, tiene bases reales. Los perros son expertos en leer gestos, tonos de voz, posturas, incluso olores que nosotros mismos no percibimos. Cuando una persona se estresa, su cuerpo cambia: la respiración se acelera, el ritmo cardíaco aumenta, el sudor se altera, el tono muscular se tensa… y todo eso emite detalles que para mi perro son evidentes, casi como un idioma claro. Yo puedo estar en silencio, pero él sabe si estoy en guerra por dentro.

Pensar en eso me hizo sentir una mezcla extraña de responsabilidad y ternura. ¿Cuántas veces cargué a mi perro con mis días más pesados sin siquiera pedirle permiso? ¿Cuántas veces estuvo ahí, sentado al lado de mi cama, escuchando mis pensamientos desordenados sin comprender las palabras, pero comprendiendo perfectamente la emoción? Me di cuenta de que él no solo me acompaña cuando estoy bien, también me acompaña cuando no puedo ni siquiera conmigo mismo. Y eso no siempre lo agradecemos lo suficiente.

He aprendido que hay algo que se llama contagio emocional. Los seres vivos, especialmente los que conviven mucho tiempo, sincronizan estados de ánimo, niveles de energía, ritmos internos. Es una especie de conexión invisible que no vemos, pero que sentimos. Como cuando entras a un lugar y sientes el ambiente pesado sin que nadie haya dicho nada. O cuando alguien sonríe y sin querer tú sonríes también. Con los perros esto es aún más fuerte, porque ellos viven atentos, presentes, abiertos, sin máscaras.

Mi perro me enseñó, sin hablar, lo importante que es regular mis propias emociones. No solo por mí, sino por él. En los días en los que respiro con calma, en los que acepto las cosas como vienen, en los que dejo de resistirme al presente, él se vuelve más tranquilo, más juguetón, más confiado. Es como si mi paz se convirtiera en su refugio. Y entonces entendí que cuidar mi mente también es una forma de cuidar a quienes amo, incluso a quienes no hablan mi idioma.

Hay personas que creen que los animales no sienten de la misma forma que los humanos. Yo creo que sienten diferente, pero a veces más fuerte. No analizan tanto, no racionalizan, simplemente perciben. Y cuando perciben estrés, miedo, tensión, lo reconocen como una posible amenaza al vínculo, a la seguridad de su entorno. Su reacción no es juicio, es intento de sobrevivir, de entender, de proteger o protegerse.

Eso me llevó a preguntarme algo más grande: si mi perro puede detectar mi ansiedad en segundos, ¿cuántas personas a mi alrededor también lo sienten y no lo dicen? ¿Cuántas miradas, silencios, abrazos y conversaciones cargan con mis emociones desordenadas? ¿Cuántas veces, sin querer, extiendo mi caos interno hacia quienes me rodean? Mi perro no me lo reprocha, pero su comportamiento me lo muestra. Es una forma de lenguaje honesto, sin filtros.

Me gustó entender que el manejo del estrés no es solo una disciplina personal, es un acto de amor colectivo. Cuando trabajo en mi calma, en mi conciencia, en mi respiración, estoy creando un entorno más seguro para mi casa, para mis amigos, para mis vínculos, para mi perro. No necesito ser perfecto. Solo necesito ser más consciente.

También entendí que muchas de las reacciones de mi perro no se deben a “mal comportamiento”, como muchos dicen. Son respuestas a un entorno emocionalmente saturado. A veces un ruido fuerte, una discusión, una llamada tensa, un día sin descanso, se convierten para él en señales de peligro. Y su forma de expresarlo es ladrando, escondiéndose, moviéndose inquieto o teniendo conductas que nosotros interpretamos como “problemas”, cuando en realidad son mensajes.

Si hay algo que esta reflexión me ha regalado es una nueva manera de convivir. Ahora trato de respirar más lento cuando llego a la casa. Trato de hablarle con suavidad incluso cuando estoy cansado. Le doy espacios de calma, de juego, de silencio. Porque comprendí que su bienestar está conectado al mío, y que él hace parte de mi ecosistema emocional. No es solo una mascota: es un ser vivo que comparte mi energía todos los días.

En este camino también he visto que la relación con los animales nos acerca mucho a la espiritualidad, a la presencia, al ahora. Ellos no viven en el pasado ni en el futuro, viven en este momento. Y cuando yo me pierdo entre preocupaciones, mi perro me recuerda, sin decir nada, que lo único real es este instante. Que el sol entra por la ventana, que hay una caricia posible, que hay una vida latiendo aquí y ahora.

Quizá por eso siento que cada perro no solo acompaña, también enseña. Enseña a sentir, a escuchar, a observar y a estar presentes. A veces, el mayor aprendizaje no viene de un libro, ni de una charla, ni de una clase, sino de una mirada honesta de quien te ama sin querer poseerte. Y mi perro, en su simpleza, me ha mostrado más de la vida de lo que imaginé.

Si hoy estás leyendo esto, y tienes un perro, obsérvalo cuando llegas a casa. Mira cómo reacciona cuando estás tranquilo, y cómo se comporta cuando estás tenso. Escúchalo sin palabras. Tal vez ahí encuentres una señal, un mensaje, una oportunidad de sanar también tus propios silencios. Porque cuidar de ellos, en el fondo, es aprender a cuidarnos.

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viernes, 28 de noviembre de 2025

Cuando tu perro te lame: la verdad que nadie te dijo (y que dice más de ti que de él)



Hay comportamientos que parecen tan normales que nunca los cuestionamos. Crecemos viendo que los perros lamen a sus dueños y lo interpretamos como “cariño”. Como una especie de abrazo húmedo y torpe que ellos dan porque no hablan. Una muestra de afecto que damos por hecha.
Pero un día, mientras leía un artículo sobre por qué realmente un perro lame a su humano, sentí que se abría una puerta distinta. No a la biología —esa explicación ya la conocía— sino a algo más profundo: ¿por qué damos por hecho que todo lo que parece cariño… es cariño?

A veces lo que creemos que entendemos, solo lo repetimos. Y eso nos pasa con la vida, con las personas y hasta con nuestras mascotas.

Leer esa investigación me hizo sentir como si alguien prendiera una luz fuerte en una habitación donde creía que todo estaba ordenado. Porque, según la experta citada por El Tiempo, cuando un perro lame no necesariamente lo hace desde el amor… sino desde la necesidad, la ansiedad, el instinto, el gusto por el sabor de la piel humana… o incluso por estrés.
Y eso, más que decepcionarme, me llevó a una pregunta que se quedó instalada como una piedra pequeña en el zapato:

¿Cuántas cosas de mi vida interpreto como “cariño” cuando en realidad son otra cosa?

Y ahí fue cuando el tema dejó de ser sobre perros y pasó a ser sobre nosotros.

Desde muy niño crecí viendo la vida de los animales con una mezcla de respeto y curiosidad. En mi casa, y gracias al legado de mi papá, siempre aprendí que los vínculos —todos— merecen ser entendidos con conciencia. Que detrás de cada gesto había un mensaje profundo. Eso está escrito muchas veces en Bienvenido a mi Blog (https://juliocmd.blogspot.com), aunque uno no lo note a primera vista.
Y quizá por eso, cuando veo a un perro lamer a su dueño, ya no lo siento igual. No es un gesto simple. No es evidente. No es solo “ternura”. Es un reflejo grande de lo que somos como humanos: interpretadores compulsivos de señales.

Lo hacemos con los amigos.
Con las parejas.
Con los compañeros de trabajo.
Con los desconocidos.
Y con los animales que viven a nuestro lado.

La experta mencionada en el artículo decía algo que me quedó sonando:
el lamido es, muchas veces, un comportamiento aprendido.
El perro detecta que cuando te lame, tú reaccionas con alegría, risa, juego, atención.
Y entonces aprende que lamer = conexión.

Ahí fue cuando sentí el golpe interno.
Porque eso es exactamente lo que hacemos los humanos para sobrevivir emocionalmente: aprendemos qué gestos producen conexión… y los repetimos aunque no sepamos muy bien por qué.

Un perro lame porque tú celebras su lamido.
Un humano actúa “como debe” porque alguien celebra ese comportamiento.

De repente, el tema dejó de ser “perros que lamen” y se convirtió en una conversación sobre reflejos emocionales.
Sobre las veces en que decimos “te quiero” pero lo que sentimos es miedo a perder.
Sobre cuando damos un abrazo para evitar una discusión.
Sobre cuando compartimos algo en redes buscando validación, no conexión.
Sobre cuando actuamos desde la ansiedad, pero lo disfrazamos de amor.

Y aunque suene intenso, la verdad es que a veces somos más parecidos a los animales de lo que queremos aceptar. No porque seamos “menos”… sino porque también hemos aprendido a asociar determinados gestos con afecto, aprobación o pertenencia.

Los perros lamen para calmarse.
Los humanos también.

Solo que nosotros no usamos la lengua.

Usamos otros mecanismos: mensajes, complacencia, silencio, exageración, cercanía obligada, risa nerviosa, atención excesiva, sacrificarnos para sentirnos necesarios.
Cosas así.

También pensé en algo más espiritual —porque si has leído Amigo de ese ser supremo (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com), sabes que siempre termino ahí—:
¿Y si la vida siempre nos está lamiendo para mostrarnos algo?
Suena extraño, lo sé. Pero déjame explicarte.

La vida tiene una forma rara de llamar la atención: a veces nos “lame” con momentos dulces, a veces con momentos incómodos.
Y cada vez que lo hace, espera una reacción.
Como los perros.
Como todo lo vivo.

Quizá cada vez que algo nos incomoda es la vida diciendo:
—Ey, mírate.
—Hay algo que aún no has entendido.
—No todo es lo que parece.
—¿Seguiste creyendo que esto era cariño? ¿O ya te diste cuenta de que era costumbre?

Y cuando lo interpretamos mal, sufrimos.
Porque igual que con los perros, creemos que todo lo que parece afecto… es afecto.
Y no.

A veces es hambre emocional, o rutina, o ansiedad, o deseo de atención.

No solo en ellos.
En nosotros.

Algo que me gusta de los animales es que ellos no se complican con las explicaciones. Ellos hacen. Ellos sienten. Ellos reaccionan.
Los humanos, en cambio, hacemos algo más raro: nos inventamos historias sobre lo que creemos que está pasando.
Y esas historias terminan pesando más que la realidad.

Por eso cuando la experta decía que un perro puede lamer para liberar tensión, pensé en todas las veces que yo he hecho lo mismo, solo que sin saliva:
Cuando hablo de más.
Cuando callo de más.
Cuando busco compañía aunque quiero estar solo.
Cuando digo que estoy bien para no preocupar a nadie.
Cuando me acerco para sentirme visto.

Y sí… hay momentos donde entiendo que también estoy “lamiendo” simbólicamente a mi entorno para regular lo que siento, como quien respira hondo antes de entrar a una reunión o escribe en su blog para ordenar la vida.

Si te pasa, no estás solo.

También hay una parte científica que no quiero ignorar:
Los perros lamen porque detectan sales, sudor, feromonas, texturas. Porque lo disfrutan.
Y eso me recordó otra cosa:
A veces confundimos placer con cariño.

Le pasa a los animales.
Nos pasa a nosotros.
Lo vemos en relaciones afectivas, laborales, familiares.

No todo lo que se siente bien viene del amor.
A veces viene del hábito.
De la necesidad.
De la dependencia emocional.
De la búsqueda de seguridad.

Recordé una entrada que escribí en El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo (https://juanmamoreno03.blogspot.com) donde hablo del significado oculto detrás de los gestos cotidianos. En ese momento hablé de las personas. Hoy lo aplico a los animales.
Y es bonito porque descubrir esto no te hace querer menos a tu perro; te hace quererlo mejor.

Te hace entender que él también es un ser lleno de impulsos, aprendizajes y emociones.
Y que tú, como humano, también eres un conjunto de patrones que repites sin darte cuenta.

Quizá lo más fuerte de esta reflexión es algo simple:
Comprender a tu perro, al final, te ayuda a comprenderte a ti.

A entender por qué buscas lo que buscas.
Por qué reaccionas como reaccionas.
Por qué repites las mismas historias.
Por qué te aferras a gestos que no significan lo que crees.
Por qué confundes compañía con conexión.
Y por qué a veces llamas “amor” a cosas que nacen del miedo.

Si me preguntas hoy qué pienso, te diría esto:

Cuando un perro te lame, no siempre te está diciendo “te quiero”.
A veces te está diciendo “te necesito”, “estoy nervioso”, “quiero atención”, “me gusta cómo sabes”, “estoy aprendiendo de ti”.

Y cuando un ser humano actúa buscando “afecto”, muchas veces está diciendo exactamente lo mismo.

Lo importante no es juzgarlo.
Lo importante es mirarlo.

Mirarte.
Entenderte.
Y decidir si quieres seguir repitiendo esos patrones… o empezar a construir otros nuevos.

Porque el cariño verdadero no siempre es lo que parece.
Y cuando dejamos de interpretarlo desde la costumbre, empezamos a sentirlo desde la conciencia.

Y ahí, justo ahí, la vida deja de lamer por ansiedad… y empieza a lamer por conexión auténtica.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
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Juan Manuel Moreno Ocampo
"A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad."

jueves, 27 de noviembre de 2025

Por qué algunos gatos son naranjas y tan peculiares? Una reflexión que va más allá de la genética



No sé en qué momento exacto empecé a fijarme en esto, pero siempre que veo un gato naranja siento que estoy frente a un personaje. No una mascota cualquiera, no un simple animal, sino un ser con una vibra particular… como si llevara una historia escrita en la piel. Puede sonar exagerado, pero si alguna vez has convivido con uno, sabes exactamente de qué hablo: tienen algo. No sé si llamarlo actitud, imprudencia adorable, valentía irresponsable o una especie de brillo interno que los hace diferentes. La ciencia dice que es pura genética. Pero la vida, al menos para mí, nunca ha sido solo eso.

Cuando leí el artículo que hablaba de por qué los gatos naranjas son tan “especiales”, entendí que sí, hay temas biológicos detrás: el gen que determina ese color está ligado al cromosoma X, lo que hace que la mayoría sean machos, y también hay estudios que mencionan que su comportamiento podría tener una mezcla de genética + experiencias tempranas. Pero algo en mí siempre intenta ver más allá. Me pasa desde pequeño: miro lo normal y encuentro un hilo invisible que conecta lo cotidiano con algo más profundo. Tal vez eso viene de crecer en una familia donde observar, analizar y preguntarse era parte de la vida diaria. Mi papá siempre ha escrito sobre la esencia humana, sobre espiritualidad, sobre esas capas invisibles de lo que somos (si no sabes de qué hablo, date la vuelta por su blog “Bienvenido a mi Blog” https://juliocmd.blogspot.com/ y verás por qué digo esto).

Así que cuando la ciencia dice “los gatos naranjas son así por genética”, yo lo entiendo… pero no me basta. Porque la vida me ha demostrado que detrás de cada explicación lógica hay otra historia que se siente más real: la que vemos cuando vivimos con ellos.

Tal vez por eso también me conecté con lo que escribí alguna vez en mi propio blog (https://juanmamoreno03.blogspot.com/). A veces siento que los animales nos enseñan una forma más honesta de ser. Los gatos, sobre todo los naranjas, me recuerdan algo que olvidamos cuando crecemos: que la vida se vive en el presente, con la intensidad de un salto mal calculado pero auténtico. Y que uno no nace para esconderse, sino para explorar, incluso cuando no se sabe qué puede salir mal.

He conocido gatos naranjas tan temerarios que parecían creer que tenían siete vidas confirmadas por contrato. Otros tan cariñosos que te desarman sin pedir permiso. Algunos testarudos al punto de discutir con la gravedad. Y otros que simplemente observan, silenciosos, como si entendieran algo que nosotros no. Y aunque hay miles de artículos que intentan explicar este “fenómeno” desde comportamientos evolutivos, hay una parte humana en mí que cree que lo peculiar de estos gatos viene de cómo conectan con nosotros.

Quizá esa peculiaridad que proyectamos en ellos sea también un espejo de nuestras propias contradicciones. A veces somos valientes, otras indecisos, a veces muy afectivos, otras cerrados. Somos caos y calma. Somos dudas y certezas. Somos… naranjas.
Y esa mezcla es lo que nos hace sentir vivos.

Cuando estaba revisando el contenido para escribir este blog, recordé también algunas reflexiones sobre convivencia y vínculos que he leído en el blog Mensajes Sabatinos (https://escritossabatinos.blogspot.com/). Ahí entendí que incluso los animales hablan a su manera, que lo que llamamos “peculiar” es en realidad una forma distinta de comunicación. Es como si los gatos naranjas tuvieran un lenguaje interno, uno que no busca ser interpretado sino vivido. Y me hace pensar que muchas veces queremos que la lógica lo explique todo, pero lo más bonito de la vida sucede en esa zona donde la lógica se queda corta.

Ese mismo pensamiento aparece en otra parte importante de mi vida: la espiritualidad. No la espiritualidad forzada, sino esa conexión sincera con algo más grande. A veces también escribo sobre eso, influenciado por un blog que siempre me ha acompañado: Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com/). Y entonces entiendo que hasta un gato naranja puede ser un recordatorio de que hay cosas que vienen a sacudirnos, a despertarnos, a mostrarnos que no todo tiene que estar bajo control para tener sentido.

Si lo piensas bien, quizás por eso nos parecen tan especiales: porque son impredecibles, intensos, caóticos, amorosos… y eso es exactamente lo que nosotros los humanos intentamos ser sin perder la compostura. Los gatos naranjas viven una versión más libre de lo que nosotros reprimimos.

Hay algo más que siempre me ha llamado la atención: la gente que tiene un gato naranja suele tener historias peculiares alrededor de él. Desde saltos imposibles hasta momentos casi místicos. Y aunque la ciencia dice que esto es sesgo de percepción, yo creo que es más un recordatorio de que cada ser tiene su energía propia, su forma de impactar la vida de otros. Como las personas que llegan cuando no las esperas y dejan huella. Como las experiencias que parecen pequeñas pero que marcan un antes y un después.

También pensé en cómo, desde la Organización Empresarial Todo En Uno.NET (https://organizaciontodoenuno.blogspot.com/), hemos hablado de la importancia de observar los detalles, de entender los patrones, de mirar más allá de lo evidente. Un gato naranja es precisamente eso: un patrón que rompe patrones.

Y tal vez esa sea la gran lección.

A veces creemos que todo está explicado. Que la ciencia ya lo dijo todo, que lo emocional es opcional, que la espiritualidad es un accesorio y que la intuición solo sirve para poemas en redes sociales. Pero la vida –lo digo desde lo que he vivido, desde mis 21 años de entender cosas por golpes y por susurros– no funciona así. La vida es mezcla. Es ciencia y misterio. Es genética y actitud. Es comportamiento y alma. Es razón y caos. Es un gato naranja caminando por el borde de una mesa, desafiando todo lo que creemos saber.

Siento que escribir sobre ellos es en realidad escribir sobre nosotros. Sobre cómo queremos comprender el mundo con fórmulas, cuando a veces lo único que necesitamos es observar con sinceridad. Sobre cómo nos aferramos a lo predecible porque nos da seguridad, pero lo que realmente nos transforma es lo que sorprende. Sobre cómo buscamos respuestas externas, cuando algunas de las más importantes están en lo simple: en un animal que vive sin miedo a ser lo que es.

Quizá por eso me gustan tanto. Porque en ellos veo la mezcla que soy: instinto, duda, curiosidad, energía, contradicción. Y esa autenticidad –tan rara hoy– es lo que realmente vale la pena cuidar.

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 Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”