miércoles, 16 de julio de 2025

No necesita decirlo: así te dice "te quiero" tu perro (aunque nunca lo pronuncie)


Uno a veces vive tan apurado, tan metido en sus cosas, que no se da cuenta de los pequeños gestos que lo sostienen. Y digo "gestos" porque el amor no siempre se grita. A veces se duerme a tu lado, te sigue por la casa o te espera con una sonrisa de oreja a oreja. Yo crecí rodeado de perros. En mi infancia, mis mejores conversaciones no fueron con adultos, ni con amigos de colegio, sino con peludos que nunca me juzgaron. Que me escuchaban sin interrumpirme, que saltaban de alegría cuando me veían llegar, incluso si había salido solo cinco minutos. Me acompañaron en silencios largos, en risas solitarias, en días difíciles que ellos hacían mejores solo por existir.

Y sí, puede sonar poético, pero quien ha amado a un perro sabe que lo más real de esta vida a veces camina en cuatro patas y no dice ni una palabra.

Muchos creen que los perros son simples animales de compañía. Otros los ven como guardianes. Pero hay quienes sabemos que son maestros. Porque nos enseñan cosas que el mundo se ha olvidado: la fidelidad sin condiciones, el gozo sin razones, el estar sin esperar. Un perro te dice "te quiero" de formas tan claras, tan contundentes, que a veces duele pensar que no todos aprenden a escuchar ese idioma.

Cuando te mira fijo, con esa intensidad que atraviesa el alma, no está solo observando: está conectando. Es su forma de decir "confío en ti", "estoy contigo". Cuando apoya su cuerpo en tu pierna o se acomoda a tu lado, no es una casualidad. Es una declaración de amor silenciosa, pero total. Cuando te sigue por la casa, aunque solo vayas a buscar un vaso de agua, te está recordando que para él, tu presencia es el mejor lugar donde puede estar. Y cuando te lame, no lo hace por instinto, sino porque su forma de abrazarte es con la lengua, y te dice "tú me importas".

Yo me acuerdo que uno de mis perros, Rocky, me traía sus juguetes favoritos justo cuando me notaba triste. No sabía de mis problemas, pero sí sabía leer mi energía. Y su forma de animarme era compartir su tesoro. Como quien te da su corazón en forma de peluche babeado. Hay cosas que no se olvidan.

Y es que cuando se emociona al verte, cuando salta, corre, gime, gire sobre sí mismo como si hubieras vuelto de una guerra aunque solo hayas salido a comprar pan, ese es el amor más puro que puedes experimentar. Es la felicidad sin filtros, sin miedo, sin ego. Es un espejo de lo que podríamos ser los humanos si nos quitáramos tantas capas.

Cuando se duerme cerca de ti, cuando elige tu cama aunque tenga su cojín, cuando se acomoda contra ti como si fueras su refugio, está diciendo: "confío en ti con todo lo que soy". Y eso, en este mundo de tanta apariencia y tan poca esencia, vale oro.

Cada día, nuestros perros nos dicen "te quiero". Y lo hacen sin pedir nada a cambio. No les interesa si tienes dinero, si eres exitoso, si estás feliz o si estás roto. Te quieren porque sí. Y eso es una lección de amor incondicional que deberíamos aprender, practicar y agradecer.

Desde que entendí esto, empecé a ser más consciente. A regalarles paseos más largos. A acariciarlos sin apuro. A dejar de verlos como "mi perro" y empezar a verlos como "mi compañero de vida". A veces, lo mejor que puedes hacer por alguien que te ama es quedarte, estar, acompañar. Eso lo aprendí de ellos.

No hace falta que tu perro hable. Pero quizás sí le hace bien que tú le digas "yo también te quiero". Y se lo digas con palabras, pero sobre todo con tiempo, con presencia, con cuidado.

Hay muchas formas de decir te quiero. Algunas ladran bajito. Otras simplemente te siguen el paso.

Gracias a ellos, aprendí que el amor más real no necesita ser entendido. Solo sentido.


— Juan Manuel Moreno Ocampo

“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”


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martes, 15 de julio de 2025

¿Y si envejecer también fuera un acto de ternura?


No sé por qué, pero hace unos días me quedé mirando largo rato a mi gato mientras dormía. Tiene 15 años, ya no corre como antes, ni caza sombras, ni se sube a los muebles como un ninja. Pero en su lentitud, en su forma pausada de moverse, hay algo distinto… algo que no tenía cuando era joven: hay profundidad. Y me hizo pensar que la vejez, tanto en los humanos como en los animales, no es solo una etapa. Es un espejo. Uno que nos obliga a ver cuánto sabemos acompañar, cuánto entendemos de los ciclos, cuánto amor cabe en lo cotidiano.

A propósito de eso, leí un artículo de El Tiempo sobre cómo identificar cuándo comienza la vejez de un gato, y me tocó más de lo que esperaba. Porque más allá de los síntomas físicos —la disminución de la agudeza visual, los cambios en el apetito, el aumento del sueño o la menor actividad— lo que me hizo pensar fue: ¿sabemos realmente cuidar? ¿Sabemos estar presentes para otro ser vivo cuando más nos necesita y menos puede “darnos” algo a cambio?

A veces siento que vivimos en una cultura que adora la juventud, la productividad, lo inmediato. Incluso en lo que consumimos, en cómo tratamos a las personas mayores, en cómo descartamos lo que envejece. Y los animales —como nuestros abuelos— muchas veces se convierten en una especie de “mobiliario silencioso” en la casa. Están ahí, pero no siempre los vemos. Nos acostumbramos a su presencia y dejamos de notar sus cambios, su fragilidad, sus nuevos ritmos. Y eso, en el fondo, habla más de nosotros que de ellos.

Cuando empecé a notar que mi gato dormía más, que ya no reaccionaba igual a los juegos, que a veces se le olvidaba que ya comió… me dio un poco de tristeza. Pero también me nació una ternura nueva. Una forma de amor menos ruidosa, menos emocional, y más tranquila. Más consciente. Ya no se trata de jugar con él, sino de ponerle una cobija donde le guste estar. Ya no se trata de maullar juntos en tono de juego, sino de acompañarlo mientras duerme. Y ahí entendí que el amor, cuando madura, se vuelve presencia.

Esto me ha hecho pensar también en nuestras relaciones humanas. ¿Cómo tratamos a las personas cuando ya no “rinden” igual? ¿Podemos sostener vínculos cuando el otro ya no está en su mejor versión, cuando ya no nos entretiene, no nos escucha como antes o simplemente necesita más que lo que puede dar? Porque amar a alguien —persona o animal— es también aprender a envejecer con ellos. A ser parte de su proceso. A no huirle a lo lento, a lo cansado, a lo que se va transformando.

Desde pequeño he escuchado en casa reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre la conexión con los animales, y sobre cómo cada ser —por pequeño o viejo que sea— trae consigo una sabiduría. Lo decía mi papá en uno de sus textos en Bienvenido a mi blog, cuando hablaba de la gratitud como forma de espiritualidad silenciosa. Y lo dicen también muchos textos de Mensajes sabatinos, donde se habla del respeto por los ciclos de la vida y por la memoria de lo que ha sido. Quizás por eso, cuando miro a mi gato dormido en su mantita, no veo solo a un animal cansado. Veo un compañero. Un testigo de años. Un pedazo de mi vida que me recuerda que el amor no siempre salta, a veces simplemente respira.

Me gusta pensar que los animales mayores son como sabios silenciosos. No necesitan decirnos nada, porque ya han dicho todo con su estar. Y a veces basta con estar con ellos para aprender cosas que ningún libro enseña. Como el arte de no apurarse. Como la calma de mirar por la ventana sin pensar en nada. Como la paz de dormir sabiendo que no tienes que demostrar nada. Mi gato ya no se preocupa por lo que hace o no hace. Y eso me ha enseñado mucho más que cualquier video motivacional en redes.

En un mundo donde todo parece tener que ser útil, activo y eficiente, cuidar a un animal mayor es un acto casi subversivo. Es decirle al tiempo que no nos corre. Es decirle al amor que no tiene que ser espectacular para ser real. Es decirle a la vida que entendemos sus ciclos, y que no le tememos a lo lento, ni a lo viejo, ni a lo frágil.

A veces me pregunto si tratamos igual a nuestras emociones, si sabemos cuidar lo que se nos vuelve lento por dentro. ¿Qué hacemos cuando una parte de nosotros “envejece”? Cuando ya no sentimos con la misma intensidad, cuando nos volvemos más callados, más nostálgicos, más vulnerables. ¿Nos sabemos acompañar en esas etapas? ¿O nos exigimos seguir produciendo, rindiendo, aparentando?

Todo esto lo digo sin ninguna pretensión. Solo como alguien que aprende cada día a vivir con más ternura. A darle lugar a lo pequeño. A no ignorar lo que envejece. A cuidar mejor, no solo a los demás, sino también a mí mismo.

Y si tú también tienes un gato mayor, o un perro, o un abuelo que ya no escucha tan bien, o una parte de ti que está más lenta que antes… detente un momento. Mírala. Abrázala. No la apures. No la escondas. No la cambies. Hay belleza en lo lento. Hay dignidad en lo que envejece. Y sobre todo, hay amor. Del bueno. Del que no necesita palabras para ser verdad.


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lunes, 14 de julio de 2025

La inteligencia artificial no salvará al mundo, pero tú sí podrías

A veces me pregunto si nos estamos volviendo demasiado buenos en construir cosas… pero cada vez más torpes en construirnos a nosotros mismos. Creemos que la tecnología va a salvar el mundo, que la inteligencia artificial lo va a solucionar todo. Y en parte, sí, puede ser una herramienta increíble. Pero cada día siento con más fuerza que lo verdaderamente revolucionario no es la IA, sino nuestra capacidad de comprometernos con la vida, con el planeta y con los otros. Eso, que parece tan humano, tan esencial… lo estamos dejando en manos de códigos, de algoritmos y de dispositivos.

No estoy en contra de la tecnología, ni mucho menos. Nací en el 2003, crecí con ella, aprendí a hablar casi al mismo tiempo que a buscar en Google. Estudié programación antes de terminar el colegio, y escribo este blog desde un portátil que entiende mis ritmos mejor que algunas personas. Pero desde muy joven entendí que la tecnología no es buena ni mala. Es una lupa: amplifica lo que somos. Y si lo que somos es desconexión, apatía o indiferencia, eso es lo que la tecnología va a reproducir. La verdadera revolución —la que el planeta necesita— no es digital: es humana.

Leí hace poco un artículo de Gestión en TI titulado "La era de la IA nos desafía a progresar comprometidos con el futuro del planeta", y aunque tiene razón en muchas cosas, también me hizo ruido. Porque se habla de progreso como si fuera algo inevitable, como si estuviéramos caminando hacia el futuro en línea recta. Pero el futuro no es una autopista: es una decisión. Y estamos en un punto donde debemos elegir si seguimos usando la tecnología solo para optimizar negocios y automatizar procesos, o si empezamos a usarla para sanar, para educar, para reconectar con el planeta que hemos estado desconectando.

Mi abuelo me decía algo que nunca se me olvida: “Uno no puede amar lo que no conoce, ni cuidar lo que no ama”. Y creo que esa es la raíz del problema. Nos alejamos tanto de la Tierra que ya no la sentimos viva. Creemos que defender el medio ambiente es una causa para activistas o para marcas que quieren vender imagen verde. Pero la verdad es que es un tema de todos, porque todos respiramos, todos comemos, todos existimos en este mismo planeta, aunque se nos olvide. La IA puede ayudarnos a medir el cambio climático, a crear modelos predictivos o a diseñar soluciones eficientes. Pero no va a cambiar nuestras decisiones si no cambiamos primero nuestra conciencia.

Me gusta pensar que la tecnología puede ser un puente, no un destino. Un puente entre la ciencia y la espiritualidad, entre el conocimiento técnico y el compromiso social, entre lo urgente y lo importante. Pero solo si somos capaces de caminarlo con consciencia. Porque también puede ser una muralla: una excusa para alejarnos más del otro, para reemplazar vínculos por interfaces, conversaciones por notificaciones, humanidad por eficiencia.

Hace poco publiqué una reflexión en mi blog personal El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, donde hablaba sobre lo que significa progresar de verdad. No se trata de tener más diplomas, más seguidores o más dispositivos. Se trata de vivir con propósito. Y eso requiere coraje, reflexión, y también contradicción. Porque a veces hay que renunciar a lo cómodo para vivir con sentido. Hay que parar para avanzar. Hay que preguntarse cosas incómodas, como: ¿Lo que estoy haciendo con mi vida suma al mundo o solo a mi ego?

Y no, no tengo todas las respuestas. Pero tengo preguntas que me arden, y sé que no soy el único. En mi generación hay una sed de autenticidad, de impacto real, de proyectos que no solo generen ingresos, sino también esperanza. Y lo estamos buscando. A veces en los lugares equivocados. A veces en el silencio. A veces escribiendo, como lo hago yo ahora.

Por eso, cuando pienso en cómo la IA puede ayudar al planeta, no puedo evitar pensar en cómo nosotros mismos podemos ayudarlo primero. Desde decisiones tan pequeñas como dejar de usar plásticos innecesarios, hasta elegir trabajar en empresas que tengan compromisos ambientales reales. Desde consumir menos contenido vacío, hasta crear contenido que despierte. Desde estudiar carreras con propósito, hasta replantear la manera como enseñamos y aprendemos.

Y ahí es donde siento que hay esperanza. Porque también he visto cómo muchas personas están despertando. Cómo proyectos como Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías nos invitan a pensar más allá del ruido, más allá de lo material. Cómo iniciativas espirituales, tecnológicas y educativas se están cruzando para generar una conciencia colectiva más despierta, más compasiva, más real.

Hoy no quiero decirte que la IA va a salvar el planeta. Quiero decirte que tú puedes ser parte de la solución. Que tus decisiones diarias importan más de lo que crees. Que tu voz puede sumar. Que si tienes un celular en la mano y una conciencia despierta, puedes empezar a cambiar tu entorno desde ya. Y que no estás solo. Estamos muchos preguntándonos lo mismo, dudando de lo mismo, creyendo que algo mejor sí es posible.

Y si la inteligencia artificial puede ayudarnos, bienvenido sea. Pero no olvidemos que hay otra inteligencia que ya tenemos: la del corazón, la del alma, la que no se programa pero se cultiva. Esa que nos dice cuándo algo está mal, aunque todos digan que está bien. Esa que nos empuja a actuar, incluso cuando no es popular. Esa, sí, podría salvar el mundo.

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domingo, 13 de julio de 2025

Y si el gimnasio no era para likes, sino para sanar?


Hay una escena que no se me borra de la mente. Estaba en el gimnasio, un lunes cualquiera, intentando concentrarme en mi rutina mientras sonaba reguetón de fondo. Al lado, un grupo de chicos grababa con un aro de luz y una cámara enorme. No molestaban, al menos no directamente. Pero había algo en el ambiente que se sentía incómodo. Algo que rompía la intimidad de ese espacio. Algo que me hacía preguntar si seguimos entrenando para cuidar el cuerpo… o para alimentar el ego.

Desde hace unos años, ir al gimnasio se volvió una experiencia visual. Ya no solo te esfuerzas, sudas, te exiges. Ahora también tienes que verte bien, grabarte bien, mostrar progreso, explicar la rutina, enseñar motivación. Y claro, no estoy en contra de los creadores de contenido, de hecho, admiro a muchos. Pero me pregunto si todos los que graban están también viviendo su proceso… o solo representándolo.

El artículo que leí hace poco en El País me puso a pensar más a fondo. Hablaba de cómo esta tendencia de grabarse constantemente en el gimnasio está generando incomodidad en otros usuarios que solo quieren un espacio de tranquilidad. Y ahí me sentí identificado. Porque me ha pasado. No porque odie las cámaras, sino porque a veces solo quiero ser, existir, sudar, desconectarme. Y cuando siento que puedo salir en un video sin haberlo consentido, algo se rompe.

A veces pienso que lo que más necesitamos en estos espacios no es más contenido, sino más respeto. El respeto por la experiencia ajena. Por el cuerpo del otro. Por su silencio. Por su derecho a verse como quiera, sin pensar si será parte del fondo de una historia. Porque no todo en la vida es contenido. Algunos momentos están hechos para quedarse en el alma, no en el feed.

Yo, como joven de esta generación hiperconectada, sé lo difícil que es no compartir. Nos han entrenado para mostrarlo todo, medirlo todo, convertirlo todo en algoritmo. Pero también sé lo poderoso que es guardar algo solo para ti. Solo para sanar. Solo para crecer sin testigos. He aprendido eso en las conversaciones con mi papá, en los textos de Mensajes Sabatinos, donde se habla mucho de lo sagrado, de lo íntimo, de lo esencial. Y lo esencial, muchas veces, no necesita espectadores.

Creo que el gimnasio debería ser uno de esos espacios donde podamos ser vulnerables sin miedo. Donde podamos tener mala cara, fallar en una repetición, llorar si es necesario. Porque el cuerpo también guarda emociones. Y si estamos convirtiendo todos los lugares de sanación en escenarios… entonces ¿qué nos queda para simplemente sanar?

Conozco amigos que no vuelven al gimnasio porque se sienten observados, juzgados, fuera de lugar. Y eso me duele. Porque moverse, habitar el cuerpo, conectar con uno mismo no debería dar vergüenza. No debería estar condicionado por cuántos seguidores tienes o qué tan bien luces con luz natural. Debería ser algo profundamente humano. Algo sagrado. Algo libre.

Y claro, entiendo que muchos influencers también están trabajando, construyendo una comunidad, mostrando avances que inspiran. No todo es malo. Pero ojalá también puedan preguntarse, con honestidad, si su cámara está sumando o restando. Si están grabando con conciencia o con prisa. Si están dejando espacio para que otros también respiren sin tener que posar.

Vivimos en una época donde todo se monetiza, incluso el bienestar. Pero me aferro a la idea de que aún podemos tener espacios donde lo primero no sea el clic, sino el cuidado. Y si vamos a grabar, que sea con amor. Que sea con límites. Que sea sabiendo que al lado hay alguien que tal vez está en su peor día y no quiere quedar en una historia ajena. Que también tiene derecho a existir sin ser contenido.

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sábado, 12 de julio de 2025

Educar para vivir: cuando la vía también es un reflejo de quién eres

 


Desde que tengo memoria, me ha impresionado lo fácil que es olvidar que detrás de cada carro, cada moto, cada cicla, hay una vida. Una historia. Una persona con sueños, con problemas, con alguien que la espera en casa. Pero la calle, esa que recorremos todos los días, se nos convierte a veces en un escenario sin rostro, donde la velocidad, la rabia o la prisa nos desconectan de lo que realmente está en juego: la vida misma.

Y digo esto no desde la teoría ni desde la cátedra, sino desde las calles que recorro a diario, desde las veces en que me ha tocado esquivar a alguien que va con afán, o ver un accidente y sentir ese vacío en el estómago que te recuerda que todo puede cambiar en un segundo. He sido peatón, ciclista, pasajero, y algún día también conductor. Pero más allá del rol, soy alguien que observa. Que se pregunta. ¿Qué estamos haciendo con nuestra vida cuando no cuidamos cómo nos movemos por ella?

La educación vial no debería ser un curso aburrido que se pasa para obtener una licencia. Debería ser una forma de aprender a cuidarnos y cuidar al otro. Porque no se trata solo de respetar semáforos o saber quién tiene la vía. Se trata de algo más profundo: de cómo entendemos el espacio compartido, de cómo manejamos la ansiedad, de cómo priorizamos la vida sobre el ego o la adrenalina. Y esto no es solo para mayores. Esto es también (y sobre todo) para nosotros, los jóvenes.

En una sociedad como la nuestra, donde muchos apenas están empezando a ganarse el derecho a tener una moto o un carro, pareciera que se nos olvidara que ese derecho trae una responsabilidad enorme. He visto amigos manejar como si fueran invencibles, sin casco, sin cinturón, cruzando a toda velocidad. Y sí, puede que llegues más rápido. Pero, ¿a qué precio? ¿Cuántas vidas se han perdido por segundos de imprudencia? ¿Cuántas madres no han vuelto a abrazar a sus hijos por un adelantamiento mal hecho?

Yo he tenido conversaciones profundas con mi familia sobre esto. Porque en casa siempre se nos ha enseñado que lo importante no es solo vivir, sino cómo vivimos. Y la vía pública es uno de esos espacios donde más se refleja lo que somos por dentro. ¿Te desesperas rápido? ¿Te da rabia ceder el paso? ¿Te burlas del que va lento? Eso también es una forma de violencia. Una violencia silenciosa, pero peligrosa. Por eso no es solo una cuestión de normas. Es una cuestión de conciencia.

He leído algunas reflexiones similares en el blog de mi papá, Bienvenido a mi blog, donde muchas veces habla de cómo lo que ocurre afuera es reflejo de lo que pasa dentro. Y no podría estar más de acuerdo. La vía, el tráfico, los cruces… todo eso puede ser una metáfora de nuestras decisiones. ¿Nos movemos con respeto o con impulso? ¿Cuidamos al otro o lo pasamos por encima?

En lo personal, cada vez que me subo a una moto con alguien o cruzo una calle, no puedo evitar pensar que somos frágiles. Que en este mundo de acero, ruido y velocidad, nuestros cuerpos son vulnerables, y nuestras almas también. ¿No es hora de que pongamos un poco más de humanidad en todo esto? ¿De que dejemos de pensar en la vía como un campo de batalla y empecemos a verla como un tejido colectivo?

No tengo todas las respuestas. Pero sí tengo preguntas. Y a veces, hacer buenas preguntas es más importante que repetir reglas. ¿Qué pasaría si enseñáramos educación vial desde el colegio como parte de formar mejores personas, no solo mejores conductores? ¿Qué pasaría si en lugar de solo multas hubiera más diálogo, más reflexión, más escucha? ¿Y si, en lugar de poner tanto foco en lo que no se puede hacer, empezamos a inspirar a la gente sobre lo que sí se puede construir con respeto, empatía y conciencia?

Quizás este blog no cambie las estadísticas. Pero si logra que al menos uno de nosotros se detenga un segundo más antes de cruzar, si hace que alguien se ponga el casco no por miedo, sino por amor propio, ya habrá valido la pena.

Una fotografía artística en estilo realista de una joven o joven caminando por un paso peatonal en la noche, con luces de carros desenfocadas al fondo y un leve halo de luz blanca que ilumina su figura. La calle está mojada por la lluvia reciente y el reflejo en el asfalto transmite calma, conciencia y vulnerabilidad. Paleta de color azul oscuro, blanco y negro.

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viernes, 11 de julio de 2025

Cuando el hambre no es solo del cuerpo: TDAH, comida rápida y decisiones que pesan más de lo que parecen

 


Desde pequeño escuché muchas veces esa frase que se lanza sin mucha conciencia: “¡come rápido que se enfría!” O también esa otra: “¡deja de pensar tanto y termina de comer!” Y es que en muchas casas, como la mía, comer siempre fue una mezcla de rutina, cariño y, a veces, un poco de ansiedad disfrazada de necesidad. Pero con el tiempo, y con más conciencia, entendí que muchas veces lo que parecía hambre no era hambre, y que mis impulsos —como los de muchos jóvenes— tenían más relación con lo emocional que con lo nutricional. Hace poco leí un artículo de Psyciencia sobre la relación entre el TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad) y la comida rápida en adultos, y algo dentro de mí hizo clic.

No tengo un diagnóstico oficial de TDAH, pero sí reconozco comportamientos impulsivos, momentos de hiperfoco seguidos por lapsos en los que mi mente salta como una piedra sobre el agua. Y en medio de ese ritmo cambiante, comer muchas veces ha sido más que una necesidad: ha sido una respuesta automática. Lo interesante del artículo que leí es que no solo habla de nutrición o salud mental, sino que conecta dos aspectos que muchos tratamos como cosas separadas.

La impulsividad, uno de los rasgos más marcados del TDAH, no es solo tomar decisiones apresuradas. Es también ese momento en que estás estudiando y, sin pensarlo dos veces, pides por Rappi una hamburguesa triple con gaseosa. Es ese segundo en el que vas caminando y el olor a fritanga en la calle te gana el paso. Es sentir que tu cuerpo necesita una “recompensa”, algo que te devuelva al centro después de un día de sobrecarga mental.

Pero lo más profundo de esto no es la comida. Es lo que hay detrás. Las emociones que no se reconocen. El cansancio que no se nombra. El vacío que se tapa con papas fritas y salsas artificiales. Lo digo no para juzgar a nadie, ni siquiera a mí, sino porque me parece brutalmente honesto aceptar que muchas de nuestras decisiones alimenticias vienen de lugares emocionales mal digeridos.

La ciencia, sí. Claro que ayuda. La dopamina —ese neurotransmisor asociado con el placer y la motivación— tiene un papel central en todo esto. Las personas con TDAH suelen tener un sistema dopaminérgico “distinto”, por así decirlo, y la comida rápida, alta en azúcares y grasas, puede actuar como un disparador temporal de satisfacción. Pero esa satisfacción es como una bengala: brillante, intensa, y fugaz. Luego viene el bajón. Y muchas veces, también la culpa.

Pero, ¿qué hacemos con esta información? ¿Cómo bajamos esto al día a día sin que se sienta como una exigencia más o una nueva dieta que seguir? Yo, desde mi experiencia, no tengo una fórmula mágica. Pero sí he intentado pequeños gestos que me conectan más con lo que como y por qué lo como. A veces, antes de pedir algo, me detengo y me pregunto: “¿es hambre o es otra cosa?” A veces, escribo. A veces, hablo. A veces, simplemente dejo pasar el impulso. No siempre lo logro. Y eso también está bien.

Una de las cosas más duras para quienes lidian con el TDAH —diagnosticado o no— es sentirse desbordado por uno mismo. Sentir que no hay control. Que el cuerpo va por un lado y la mente por otro. Que el mundo pide foco cuando tu atención se disuelve. Y en esos momentos, la comida se convierte en refugio, en escape, en silencio. Por eso es importante hablar del tema con respeto, pero también con profundidad.

En casa hemos hablado mucho de esto. No solo del TDAH, sino de cómo nos relacionamos con lo que comemos. En uno de los artículos de Bienvenido a mi blog, mi papá habla de lo importante que es hacer pausas para mirar la vida con otros ojos. Y yo creo que esa pausa también aplica para mirar nuestro plato, nuestras elecciones, nuestras emociones.

No se trata de satanizar la comida rápida —porque seamos honestos, una pizza con amigos también tiene su valor emocional—, pero sí de empezar a preguntarnos si estamos comiendo para vivir o viviendo para llenar vacíos con comida. Porque al final, lo que comemos también nos construye. Y la forma en que lo hacemos dice mucho de cómo estamos habitando la vida.

Esta reflexión no busca darte soluciones. Busca darte compañía. Saber que no estás solo si alguna vez sentiste que te ganaron las ganas, que fallaste, que tu cuerpo actuó sin que tu mente alcanzara a decidir. Es parte de ser humano. Pero también es parte de crecer empezar a mirarse sin juicio, con más curiosidad y menos castigo.

Si algo de lo que leíste aquí te resonó, te invito a que lo compartas. O a que escribas. O simplemente a que la próxima vez que tengas hambre, te preguntes qué parte de ti realmente está pidiendo atención.

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jueves, 10 de julio de 2025

¿Y si el futuro no es solo tecnología? Una mirada joven al trabajo que viene


A veces me despierto con la sensación de que el mundo se mueve más rápido de lo que puedo comprender. Las noticias hablan de inteligencia artificial, automatización y de cómo el 80% de los trabajos actuales podrían desaparecer para 2030. Como joven colombiano de 21 años, me encuentro en una encrucijada: ¿cómo prepararme para un futuro laboral que aún no existe?

La tecnología avanza a pasos agigantados. Empresas como Foxconn ya están implementando IA en sus procesos, aunque reconocen que aún se necesita la intervención humana para ciertas tareas. Esto me lleva a reflexionar sobre el papel que jugaremos los jóvenes en este nuevo panorama. ¿Seremos reemplazados por máquinas o encontraremos nuevas formas de aportar valor?

En mis conversaciones con amigos y familiares, surge una preocupación común: la incertidumbre. Muchos temen que sus estudios o habilidades queden obsoletos. Sin embargo, también veo una oportunidad. La IA puede encargarse de tareas repetitivas, liberándonos para enfocarnos en aspectos más creativos y humanos de nuestro trabajo.

He aprendido que la adaptabilidad será clave. No se trata solo de adquirir conocimientos técnicos, sino de desarrollar habilidades como la empatía, la comunicación y el pensamiento crítico. Estas cualidades nos permitirán colaborar con la tecnología en lugar de competir contra ella.

Además, la espiritualidad y la conciencia colectiva juegan un papel importante. En momentos de cambio, es esencial mantenernos conectados con nuestros valores y propósito. Esto nos dará la fortaleza para enfrentar los desafíos y construir un futuro más humano y equitativo.

En mi blog personal, comparto reflexiones sobre estos temas y cómo afectan nuestra vida diaria. Te invito a leer mis pensamientos en El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo.

Imagen sugerida: Un joven sentado frente a una ventana, contemplando el horizonte con una mezcla de esperanza y reflexión. A su alrededor, elementos tecnológicos como una laptop y un smartphone, pero también símbolos de espiritualidad como una vela encendida o un libro sagrado. La imagen transmite introspección, juventud y conexión. Estilo artístico moderno con una paleta de colores suaves y cálidos.

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