Un texto desde la piel, la empatía y la urgencia de entender con el alma
Hay diagnósticos que te cambian la vida. Y no me refiero solo a lo médico, sino a lo que pasa después. Cuando te ponen una etiqueta clínica como “bipolar”, pareciera que ya no eres tú: eres tu diagnóstico, tu manual de síntomas, tu caja de advertencia.
Y no. No somos eso. Ninguna persona se resume en una palabra médica. Pero eso es lo que muchas veces hace la sociedad: te encierra en definiciones para no tener que conocerte de verdad.
Hace poco leí un artículo de Psyciencia que hablaba sobre cómo las personas con trastorno bipolar tienen más riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares. No por el trastorno en sí solamente, sino por el abandono, la falta de cuidado integral y la manera en que incluso los profesionales de la salud dejan de ver al ser humano completo para solo ver el diagnóstico. Y eso me tocó. Me tocó mucho.
Porque aunque yo no tengo ese diagnóstico, he conocido personas cercanas que sí. Y lo que más duele, muchas veces, no es el trastorno en sí, sino el peso del estigma. Es ese trato diferente, esa mirada llena de juicio o ese silencio que dice “no sé cómo lidiar contigo, así que mejor me alejo”. Es como si la sociedad no supiera qué hacer con las emociones intensas, con los cambios de ánimo, con lo impredecible. Y entonces prefiere no sentir, no acompañar, no preguntar.
Pero nosotros sí sabemos acompañar. O al menos podemos aprender. Desde chiquito me enseñaron que el amor verdadero no le huye a la complejidad. Que si alguien se rompe cerca de ti, no corres, sino que te sientas al lado. Eso lo aprendí en casa, pero también escribiendo. Lo he escrito en mi blog más de una vez (juanmamoreno03.blogspot.com), y lo he sentido en lo que escribió mi papá en Bienvenido a mi blog: que la verdadera fe no juzga ni excluye, sino que abraza, incluso cuando no entiende.
Me impacta también cómo todo está conectado. El cuerpo no es una cosa y la mente otra. Si vives en estrés constante, si te excluyen, si no te dan trabajo por un diagnóstico, si no puedes dormir por la ansiedad de ser rechazado, claro que tu corazón sufre. Claro que se enferma. Y no es solo tu culpa. No es solo porque “no te cuidas”. Es porque hay un sistema que no cuida de ti.
Ahí es donde creo que, como generación, tenemos una responsabilidad. La salud mental no es una moda. Es una urgencia. Y hablar de esto no es solo para psicólogos o médicos. Es para todos. Porque todos conocemos a alguien que está lidiando con algo, aunque no lo diga. Porque todos, en algún momento, también hemos sentido que algo dentro no está bien, pero nos da miedo nombrarlo.
Yo también he sentido esas batallas internas. Y no me da pena decirlo. A veces me cuesta levantarme. A veces me abruma la presión de ser joven y tenerlo todo claro. A veces me siento fuera de lugar, incluso entre amigos. Y eso no me hace débil. Me hace humano. Y si algo he aprendido, es que ser humano no debería ser una carga que uno tiene que cargar en silencio.
Por eso escribo esto. Porque quiero que sepas que no estás solo. Que si alguna vez alguien te miró distinto después de saber tu diagnóstico, no eras tú el problema. Era su miedo, su ignorancia, su desconexión.
Y también escribo para invitarte a cuidar de los que tienes cerca. No solo con palabras bonitas, sino con presencia real. Con escuchar sin interrumpir. Con validar lo que siente el otro aunque no lo entiendas. Con no abandonar. Porque eso, al final, puede salvar una vida.
En Mensajes Sabatinos he leído cosas hermosas sobre la compasión. Sobre cómo mirar con ojos del alma. Yo creo que si aplicáramos eso más seguido, habría menos diagnósticos que pesan, y más vínculos que alivian.
Y hablando de vínculos, también hay que aprender a construir los nuestros con el cuerpo. A no verlo como un enemigo. A escuchar lo que dice cuando se acelera el corazón, cuando falta el aire, cuando el sueño no llega. El cuerpo no miente. Y cuando nos habla, muchas veces está repitiendo lo que la mente no ha podido decir en voz alta.
No se trata de romantizar el sufrimiento ni de negarlo. Se trata de entenderlo. De integrarlo. De no darle más poder del que ya tiene, pero tampoco de fingir que no está. Yo creo que ahí está el equilibrio. Y eso es algo que todos estamos aprendiendo.
En un mundo donde cada vez hay más Inteligencia Artificial, más diagnósticos, más tecnología y menos tiempo para mirar a los ojos, yo me quedo con lo que aprendí desde niño: que el alma humana necesita ser vista. Y que nadie, absolutamente nadie, se cura en soledad. Ni del corazón ni del alma.