Recuerdo perfectamente el día que me rendí por primera vez. Había intentado que mi perro, Milo, dejara de tirar de la correa. Una vez. Otra vez. Y otra más. Pero no había manera. Miraba vídeos, leía libros y preguntaba a profesionales, pero parecía que Milo simplemente no quería aprender.
La frustración era tan real que dolía. Seguro que tú también la has sentido alguna vez. Lo que no sabía entonces era esto: no era culpa de Milo. Y probablemente, tampoco era culpa mía. Simplemente, no conocía la forma correcta de enseñarle.
Hoy quiero compartir contigo algo que cambió por completo mi relación con los perros: la verdadera razón por la que algunos perros “parecen no aprender nunca”. Y no tiene nada que ver con inteligencia ni terquedad. Tiene que ver con cómo enseñamos.
Cuando descubrí esto, no fue en un manual, fue en la vida real, en el parque, en esos paseos largos donde no hay filtros ni trucos. Fue también leyendo reflexiones en “Mensajes Sabatinos” sobre cómo la paciencia es una forma de amor invisible. Ahí entendí que educar a un perro —igual que acompañar a una persona— es un acto de coherencia, constancia y respeto.
Hay tres errores que veo repetirse mucho y que yo mismo cometí. Y quiero contártelos aquí, no como recetas milagrosas, sino como aprendizajes de alguien que se equivocó mil veces y aún así sigue intentando hacerlo mejor.
El primero: incoherencia en las señales. A veces decimos “quieto”, a veces “espera”, a veces “para”. No importa qué palabra uses, pero usa siempre la misma para pedir el mismo comportamiento. Escoge una única palabra para cada comportamiento que enseñes y asegúrate de usarla siempre igual. Según Karen Pryor (2002), esta coherencia multiplica el éxito en el aprendizaje. Lo aprendí a la mala: Milo no entendía nada porque yo cambiaba las órdenes sin darme cuenta.
El segundo: falta de constancia. Un día me parecía bien que subiera al sofá y otro día no. Esto confunde mucho a tu perro, porque no entiende qué esperas de él. Define reglas claras y constantes desde el principio, sin cambiarlas según tu humor o tus circunstancias. La constancia acelera el aprendizaje y reduce enormemente la frustración (Rooney & Cowan, 2011). En “Bienvenido a mi Blog” hablo mucho de esto aplicado a la vida: no puedes pedir resultados distintos si tu señal es ambigua.
El tercero: reforzar comportamientos no deseados sin darte cuenta. Tu perro ladra y le prestas atención (aunque sea negativa), o tira de la correa y le dejas avanzar más rápido hacia el parque. Sin querer, estás premiando justo lo que quieres evitar. Fíjate muy bien en cómo reaccionas ante las conductas no deseadas y asegúrate de no premiarlas accidentalmente. Ignorar o redirigir correctamente estas conductas es clave para que dejen de repetirse (Yin, 2011).
Cuando entendí estos tres puntos, algo increíble pasó: Milo empezó a aprender más rápido, sin estrés y con mucha más alegría. Porque aprender nunca debería ser frustrante ni para ti ni para tu perro. La convivencia dejó de ser una batalla y se volvió una conversación silenciosa donde ambos aprendíamos juntos.
En “El blog Juan Manuel Moreno Ocampo” he escrito sobre cómo la espiritualidad y la tecnología me han enseñado a no esperar resultados inmediatos. Con los perros es igual: no se trata de “programarlos” para que obedezcan, sino de construir un vínculo donde ambos entienden las reglas del juego.
Si hoy tienes la sensación de que “no hay manera” con tu compañero canino, prueba esto que te he contado. Verás cómo todo empieza a cambiar. No necesitas convertirte en adiestrador profesional, solo necesitas coherencia, constancia y atención a lo que refuerzas.
La próxima vez que te sientas frustrada, recuerda: tu perro sí quiere aprender, solo necesita que le enseñes bien. Y tú también puedes aprender a enseñarle distinto. Es un camino, no una meta.
A veces pienso que educar a un perro es como educar nuestra propia mente. Si somos incoherentes, si cambiamos de idea cada día, si premiamos nuestros hábitos dañinos sin darnos cuenta, terminamos confundidos y frustrados. Pero si somos claros, constantes y atentos, creamos un entorno donde el aprendizaje es natural y hasta placentero.
En “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” se habla de cómo el amor verdadero no es solo emoción, sino también estructura y cuidado. Con los perros pasa igual: amar no es solo acariciar, es también guiar, sostener, marcar límites claros y consistentes.
Quizá la enseñanza más grande que me dejó Milo es esta: ningún vínculo florece en la incoherencia. Si quieres que tu perro confíe en ti, dale motivos para confiar. Señales claras. Reglas estables. Recompensas justas. Y paciencia, mucha paciencia.
Así, poco a poco, la pregunta “¿por qué mi perro no me hace caso?” se transforma en “¿cómo puedo yo comunicarme mejor?”. Y ahí es cuando todo cambia. Porque la comunicación no es un lujo, es el puente que sostiene el vínculo.
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