A veces me descubro en situaciones donde una palabra, un gesto o incluso un silencio me golpea más de la cuenta. Es como si dentro de mí hubiera un eco que amplifica cualquier señal de desaprobación. En TikTok y en muchas conversaciones en redes sociales se habla ahora de algo llamado “disforia sensible al rechazo”. El término suena técnico, pero en realidad describe algo muy humano: esa sensación de que el rechazo, la crítica o el simple cambio de planes no solo duelen, sino que desestabilizan toda tu emoción.
He leído sobre el tema y, aunque no es un diagnóstico oficial ni figura en manuales médicos, lo que plantea el psiquiatra Bill Dodson me parece útil. Él lo retoma para explicar algo que muchas personas con TDAH experimentan: un cambio abrupto de ánimo ante la percepción de rechazo. Sin embargo, al ver cómo se viraliza en redes, siento que se está usando como etiqueta para casi todo lo que duele emocionalmente. Y en mi experiencia, quedarse solo con la etiqueta puede ser peligroso, porque nos encierra en una identidad y nos impide ver que hay salidas y matices.
Cuando leí en “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” una reflexión sobre cómo interpretar las señales de la vida desde la fe y no desde el miedo, entendí que mi sensibilidad podía convertirse en un camino de autoconocimiento. Esa entrada hablaba de no asumir que todo es contra ti, sino de aprender a ver con otros ojos. Esa mirada me ha salvado más de una vez de quedarme atrapado en mis propios fantasmas.
La juventud de hoy —y lo digo porque yo también soy parte de ella— está aprendiendo a hablar de salud mental con menos vergüenza y más apertura. Eso es bueno. Pero también creo que tenemos que aprender a no confundir autocompasión con resignación. Tener sensibilidad no significa estar condenado a sufrirla sin herramientas. En mi caso, he empezado a practicar pausas conscientes. Cuando siento que una situación me dispara esa mezcla de ansiedad y tristeza, trato de respirar y recordarme que mi interpretación puede no ser toda la verdad.
La ciencia todavía no tiene un consenso sobre si la disforia sensible al rechazo es un fenómeno clínico independiente, pero sí hay evidencia de que la desregulación emocional es común en personas con TDAH y en contextos de estrés. Para mí, más allá del nombre, la clave está en reconocer que somos seres relacionales y que lo que más nos hiere es lo que más nos importa. Esa frase me la repetía mi abuela cuando me veía derrumbado porque algún amigo se alejaba o porque sentía que no encajaba.
Algunas personas me han escrito en mi blog personal contando que sienten vergüenza de su propia reacción. Y yo les respondo desde lo que vivo: no hay vergüenza en sentir intensamente; la vergüenza está en no reconocerlo y vivir en piloto automático. El reto está en aprender a poner distancia entre lo que pasa y cómo lo interpretamos. En terapia aprendí a decirme: “esto no es un ataque, es una situación”. Y poco a poco eso cambia todo.
Una de las prácticas más poderosas que descubrí es escribir sobre lo que siento. No escribir para publicar ni para recibir likes, sino para ordenar mis pensamientos. Escribir me permite ver patrones, entender qué cosas me detonan, y sobre todo encontrar palabras donde antes había solo nudos. Muchas de esas reflexiones luego terminan en entradas de “Bienvenido a mi blog” o en “Mensajes Sabatinos”, donde comparto fragmentos de espiritualidad y cotidianidad.
Sé que en redes sociales se repite mucho el consejo de “pon límites” o “aléjate de lo que te hace daño”. Pero yo he descubierto que no siempre puedo o quiero alejarme de lo que me importa. A veces el camino es justo el contrario: acercarme con más honestidad, aprender a comunicar mi vulnerabilidad y a escuchar al otro sin filtros. Si asumo que todo es rechazo, me pierdo la oportunidad de construir relaciones reales.
También creo que necesitamos modelos masculinos distintos. Crecí en un entorno donde a los hombres se nos decía que no lloráramos, que fuéramos fuertes, que no mostrásemos debilidad. Y ahora veo en mis amigos —y en mí mismo— los costos de esa narrativa. Hablar de sensibilidad y disforia sensible al rechazo también es cuestionar esos mandatos. Es decir en voz alta: yo también siento, yo también me quiebro, yo también necesito apoyo.
Al mismo tiempo, hay que reconocer que no todo es interno. Vivimos en una cultura hiperconectada, donde cada mensaje no respondido puede parecer un desprecio y donde cada “visto” puede interpretarse como abandono. TikTok, Instagram y las demás redes potencian esa vulnerabilidad porque nos dan una avalancha constante de microvalidaciones y microrechazos. Es fácil perderse en ese mar. Por eso, a veces, mi mayor acto de autocuidado es desconectarme, salir a caminar, mirar al cielo y recordar que mi vida no cabe en una pantalla.
Lo bonito de escribir esto ahora, a mis 21 años, es que me doy cuenta de que no estoy solo en este aprendizaje. Somos muchos los que estamos tratando de habitar un mundo complejo con corazones sensibles. Y eso, aunque duela, también es una oportunidad. Porque la sensibilidad bien entendida es la semilla de la empatía y de la transformación colectiva.
Cuando me siento al borde del colapso por una pequeña decepción, me repito esta frase que escribí hace poco en mi libreta: “No eres el rechazo que percibes, eres la vida que sigue pulsando dentro de ti”. Me la digo, respiro y trato de creerla. A veces funciona al instante, otras veces me toma días. Pero siempre, de algún modo, me devuelve a mí mismo.
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