Desde que era niño me enseñaron que el amor se mide en gestos visibles. Mi abuela me decía que uno sabe que alguien lo quiere porque lo busca, lo abraza, lo llama, le escribe. Con los años aprendí que eso es cierto, pero también incompleto. Hay amores que se sienten sin ruido. Y los gatos son de esos amores.
Recuerdo la primera vez que vi a mi gato esperándome en la ventana. Yo tenía quince años, venía de un día difícil en el colegio, y verlo ahí, inmóvil pero atento, me dio una paz que ningún abrazo humano me había dado ese día. En ese momento entendí que su forma de decir “te quiero” no iba a ser obvia ni estridente, pero sí constante.
En redes sociales veo mucha gente que duda del amor de sus gatos. En TikTok, por ejemplo, circula el mito de que “los gatos no se encariñan tanto” o “son fríos por naturaleza”. Incluso algunos vídeos viralizan la idea de que los gatos son incapaces de formar un vínculo profundo. Esa narrativa, aunque suena popular, ignora lo que hoy sabemos por estudios más serios. La Universidad Estatal de Oregón publicó en 2019 un estudio sobre el apego de gatos y humanos, mostrando que más del 60% de los gatos exhiben un apego seguro con sus cuidadores, un porcentaje muy similar al de los perros y los bebés humanos.
Esto me hizo pensar en cómo, en nuestra sociedad hiperconectada y ruidosa, hemos confundido la intensidad con la profundidad. Un perro salta y ladra, un gato se queda cerca y parpadea lento. No son gestos menores. Son gestos distintos. Y aprender a leerlos nos cambia la relación.
En “Mensajes Sabatinos” leí hace poco una frase que me quedó resonando: “el amor verdadero no siempre necesita anunciarse, basta con estar”. Y cuando miro a mi gato dormido cerca de mí, siento esa frase hecha carne. Porque él no tiene que subirse a la mesa ni morder mis manos para demostrarme nada: su sola presencia me acompaña.
A veces pienso que los gatos son maestros silenciosos de un tipo de amor que no nos enseñaron en casa. Un amor que no pide performance, que no exige ser medido. En “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” se habla mucho de la importancia del silencio y de cómo lo divino se cuela en los espacios pequeños y cotidianos. Siento que ese mismo silencio es el que habita entre mi gato y yo cuando nos miramos sin decir nada.
Claro que mi gato no es un santo. Hay días en los que me ignora olímpicamente, o en los que su manera de jugar es arañar un sofá entero. Pero incluso en esos momentos, si observo bien, veo patrones. Cuando estoy triste, se acerca. Cuando estoy en la computadora muchas horas, se sienta detrás. Cuando llega alguien nuevo a casa, me mira antes para ver si está todo bien. Eso no es indiferencia. Eso es vínculo.
La ciencia del apego en gatos es todavía joven, pero nos da pistas. Kristyn Vitale y su equipo demostraron que los gatos prefieren interactuar con humanos antes que con comida o juguetes en ciertos contextos, algo impensable para quienes creen en el mito del gato antisocial. Y yo, desde mi experiencia, puedo decir que ese apego se nota en los detalles: en el parpadeo lento, en el ronroneo discreto, en cómo se acomodan en el mismo cuarto donde estás, aunque haya otros espacios más cómodos en la casa.
Me pregunto si nuestra dificultad para entender a los gatos no viene de la misma raíz que nuestra dificultad para entendernos a nosotros mismos. Crecimos en un mundo que nos exige respuestas rápidas, emociones en alta definición y gestos constantes. Pero la vida real, la que de verdad vale la pena, suele ocurrir en silencio. Así me lo han enseñado también las entradas de “Bienvenido a mi Blog”, donde se exploran esas pausas necesarias para volver al centro.
El amor de un gato no grita, no salta, no se agita. Se queda. Se tumba cerca. Te mira despacio. Parpadea lento. Te roza la pierna cuando estás triste. Se sienta justo donde tú vas a estar. Y eso, aunque no lo parezca, es vínculo del bueno.
Cuando escucho a alguien decir “es que mi gato es indiferente” pienso en cuántas veces los humanos confundimos independencia con falta de afecto. Los gatos, como muchas personas, necesitan su espacio para poder luego volver. No es frialdad, es ritmo. Y cuando respetas ese ritmo, cuando no presionas ni fuerzas, entonces aparece la magia: un vínculo auténtico, no un reflejo condicionado.
Este tipo de amor, tan discreto y paciente, me ha enseñado cosas que aplico también a mis relaciones humanas. Me ha enseñado que no todo se dice en voz alta, que hay gestos mínimos que pueden significar más que cien palabras. Me ha enseñado a no exigir demostraciones, sino a reconocer presencias. Y me ha enseñado que hay muchas formas de amar y de ser amado, todas válidas, todas preciosas.
A veces pienso que los gatos son un espejo de nuestra propia capacidad para amar sin condiciones. Si puedo aceptar a mi gato tal y como es, sin pretender que sea un perro ni que se comporte como yo espero, entonces puedo aprender a aceptar también a mis amigos, a mi familia, a mí mismo.
Hoy, mientras escribo esto en mi blog, mi gato está dormido al lado, con su respiración lenta y su patita apenas rozando mi pierna. Y pienso en toda la gente que necesita leer esto: que su gato sí los quiere, que no están locos, que ese parpadeo lento es un “te quiero” bajito, que ese ronroneo es un abrazo hecho sonido.
En un mundo donde todo se mide por métricas y likes, donde todo amor parece necesitar pruebas públicas, quizás el amor silencioso de un gato sea uno de los últimos lugares de intimidad verdadera. Y reconocerlo es también una forma de resistir al ruido, de volver al corazón.
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