A veces me pasa que, después de un día largo y lleno de pensamientos, me siento frente a mi perro y comienzo a hablarle como si fuera la única criatura capaz de escucharme sin interrupciones. Lo miro y me devuelve esa mirada que no juzga, que no se distrae, que parece decir: “Estoy aquí contigo, nada más importa”. Y aunque sé que no entiende mis palabras como yo entiendo las suyas, siento que en ese instante estamos conectados de una manera que va más allá de cualquier idioma.
El asunto es que, al mismo tiempo, también me frustro. Porque cuando lo llamo, no siempre viene. Cuando le pido calma, suele ponerse más inquieto. Cuando le ordeno entrar a casa, decide correr como si el patio fuera su último campo de libertad. Y entonces surge la duda inevitable: ¿realmente me entiende, o solo reacciona a lo que su instinto interpreta de mis gestos y mi tono?
Es fácil caer en la idea romántica de que los perros comprenden todo lo que les decimos, como si fueran cómplices secretos de nuestras historias. Pero la verdad es que no compartimos el mismo idioma. Ellos viven en un mundo de olores, gestos, vibraciones y energías que a veces olvidamos percibir. Nosotros vivimos en un mundo saturado de palabras, explicaciones y racionalidad. Esa diferencia, lejos de ser un obstáculo, puede enseñarnos algo vital: que la conexión auténtica no siempre se construye en la lógica del lenguaje, sino en la coherencia de la energía y la presencia.
Me pregunto si no será este uno de los grandes aprendizajes que los animales vienen a recordarnos. Porque si lo pienso bien, no es solo mi perro el que a veces parece no entenderme. También pasa con las personas: hablamos el mismo idioma, usamos las mismas palabras, y aun así nos malinterpretamos, nos enredamos en discusiones que nacen de un tono equivocado o de un silencio mal leído. En cambio, un perro no necesita palabras para saber si lo amas o si lo temes. Lo siente en tu energía. Lo percibe en tu respiración, en tu manera de acercarte, en la coherencia (o incoherencia) entre lo que dices y lo que haces.
Ahí está la clave: la confianza. Un perro no confía en ti porque le repitas “confía en mí”. Confía porque, una y otra vez, le demuestras que estás ahí para cuidarlo, que tu tono no contradice tu gesto, que tu presencia no amenaza su tranquilidad. Quizá en eso hay una lección para nuestras relaciones humanas: ¿cuántas veces exigimos obediencia, atención o amor sin darnos cuenta de que lo que ofrecemos no genera seguridad, sino confusión?
Mientras reflexiono en esto recuerdo algo que escribí en mi propio blog hace un tiempo sobre cómo buscamos que los demás nos comprendan cuando ni siquiera nosotros sabemos expresarnos con claridad (El blog Juan Manuel Moreno Ocampo. Tal vez con los perros ocurre algo similar, pero con la ventaja de que ellos no necesitan una narrativa coherente. Basta con tu coherencia emocional. Y pienso también en esas reflexiones que mi papá comparte en Bienvenido a mi blog (juliocmd.blogspot.com, donde siempre rescata la importancia de la verdad simple en los vínculos. Porque, al final, entender no siempre significa descifrar palabras, sino sentir desde el corazón.
Si lo trasladamos a un nivel más amplio, incluso social, la metáfora se expande. Vivimos en un mundo donde todos hablan, donde los discursos se multiplican en redes, en medios, en debates interminables. Pero, ¿cuántas veces nos detenemos a escuchar con la atención con la que un perro te mira? Esa atención radical, que no juzga, que no interrumpe, que no está esperando su turno para responder. Tal vez sea lo que más necesitamos hoy: menos palabras vacías y más escucha real.
Mi perro me recuerda que no importa tanto si entiende mis historias, lo que importa es que yo me atreva a compartirlas con alguien que no me interrumpe ni me exige justificación. Y que, al mismo tiempo, debo aprender a hablar su idioma: ese que se transmite en el ritmo de mis pasos, en la calma de mi respiración, en la paciencia con la que lo espero cuando no quiere obedecer. Porque tal vez no es desobediencia, sino un recordatorio de que no todo debe girar en torno a mis tiempos y mis órdenes. Que también hay espacio para su libertad, para su manera de interpretar el mundo.
Al final, creo que sí existe un idioma común entre mi perro y yo, pero no es el español ni ningún idioma humano. Es un lenguaje invisible hecho de gestos, de confianza, de energía compartida. Y en ese lenguaje, cuando logro estar presente de verdad, es cuando siento que nos entendemos. Quizá ahí está la verdadera conexión: en la humildad de aceptar que no necesito que piense como yo, sino que lo que me da, en su simpleza, ya es suficiente.
Tal vez, si aplicáramos esa misma lógica a nuestras relaciones humanas, habría menos frustraciones. Porque, ¿cuántas veces exigimos a los demás que respondan exactamente como esperamos? ¿Cuántas veces olvidamos que cada uno tiene su propio idioma, su manera distinta de comprender y de amar? Si aprendiéramos a leer esas diferencias sin forzarlas a entrar en el molde de nuestras palabras, habría más armonía.
Por eso, cada vez que mi perro no viene cuando lo llamo, respiro hondo y me repito: no es que no me entienda, es que me está recordando que la comunicación real no se mide en obediencia, sino en confianza. Y entonces lo espero. Porque en esa espera también estoy aprendiendo a hablar su idioma.
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