Hay algo curioso en cómo n
os relacionamos con los gatos. Hoy en día basta abrir Instagram o TikTok para encontrarnos con millones de videos de maullidos tiernos, saltos inesperados y miradas profundas que parecen esconder un misterio. Decimos “me encantan los gatos” mientras compartimos memes y selfies con ellos, como si la conexión estuviera reducida a un par de likes y corazones en la pantalla. Y no está mal: es parte de esta era digital en la que la ternura se consume como cualquier otro contenido.
Pero, ¿qué pasa cuando un gato realmente nos necesita? ¿Qué ocurre cuando detrás de la foto viene la enfermedad, el abandono, la mudanza o la soledad de un animal que depende de ti? Ahí, el “me encantan los gatos” no alcanza. Ahí empieza la diferencia entre lo que parece amor y lo que de verdad lo es.
Me llamó la atención descubrir que alguien como Julia Roberts —sí, la estrella de cine, la sonrisa icónica de los noventa— hace ese trabajo silencioso. No la ves publicando largas declaraciones sobre cuánto adora a los animales. No busca un aplauso. Ella ayuda. Adopta gatos rescatados, apoya refugios, destina tiempo y recursos. Y lo hace sin convertirlo en espectáculo. Quizás esa sea la mayor lección: que el verdadero amor se demuestra en silencio, en actos pequeños y constantes, y no necesariamente en un post que se vuelve viral.
Pensando en esto me di cuenta de algo que atraviesa no solo el cuidado de los animales, sino también nuestra forma de vivir: el amor real implica estar. Estar cuando duele, cuando incomoda, cuando no es “instagrameable”. Esa reflexión me conecta con las charlas que he leído en Mensajes Sabatinos, donde la espiritualidad se traduce en acciones simples y cotidianas que nos recuerdan que la fe, al igual que el amor, se sostiene en hechos más que en palabras.
Yo crecí escuchando historias en mi familia sobre la importancia de respetar la vida en todas sus formas. De niño, recuerdo a mi papá insistiendo en que cada ser, incluso los más pequeños, tenía un propósito en este mundo. En ese entonces lo veía como una enseñanza lejana, casi romántica. Hoy, a mis 21 años, lo entiendo como una responsabilidad real. No basta con admirar lo bello: hay que comprometerse con lo frágil, con lo que necesita cuidado.
Y aquí es donde me cuestiono: ¿de qué sirve decir que amamos a los gatos —o a cualquier ser— si no somos capaces de agacharnos a recogerlos cuando tiemblan de miedo? El amor no es solo un estado emocional, es una práctica. Una decisión diaria. Y en esa práctica no necesitas ser famoso ni millonario. No necesitas tener una fundación con tu nombre ni donar millones de dólares. Basta con dar un primer paso: alimentar, acompañar, escuchar, abrir tu casa aunque sea por una noche de frío.
Me pasa lo mismo con la forma en que usamos las redes. ¿Cuántas veces compartimos mensajes de conciencia, frases inspiradoras, causas que nos parecen nobles… pero no damos un paso más allá? En el fondo, ese activismo de sofá nos da la ilusión de estar involucrados sin ensuciarnos las manos. Pero al igual que con los gatos, el cambio no sucede con el like. Sucede cuando bajamos al suelo.
La buena noticia es que no se trata de hacer todo. Nadie puede salvar a todos los gatos, ni cambiar todas las injusticias del mundo. Pero sí podemos marcar la diferencia en una esquina de la realidad. A veces es tan simple como convertirnos en compañía para el gato de un vecino cuando se ausenta, o apoyar el refugio más cercano con lo poco que tenemos. Y si lo llevamos a otros terrenos, también puede ser escuchar a un amigo en silencio cuando no sabe cómo seguir, o acompañar a alguien mayor que se siente olvidado.
Al escribir esto, pienso en lo que alguna vez publiqué en mi blog personal. Hablar de gatos es también hablar de nosotros. Somos una generación que tiene la oportunidad de elegir: quedarnos en la superficie o sumergirnos en la profundidad de lo que significa cuidar. La espiritualidad, la tecnología, la sociedad… todo converge en una misma pregunta: ¿estamos dispuestos a estar ahí cuando realmente hace falta?
La actriz de Hollywood nos mostró que se puede ayudar en silencio. Pero lo más poderoso es que tú y yo también podemos hacerlo desde donde estamos. No hace falta tener reflectores encima. Basta con actuar. Con dejar de repetir “me encantan los gatos” y empezar a demostrarlo en esos momentos en los que nadie nos está mirando.
Y quizá, al final, los gatos nos enseñan una lección más grande de lo que creemos: ellos no te aplauden, no te dan likes, no te premian con discursos. Solo confían, solo descansan en ti. Y esa confianza silenciosa es el mejor reconocimiento que alguien puede recibir.
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