Clara estaba perdida. No en el sentido literal de no saber dónde estaba, sino en el otro, el más duro: no reconocerse a sí misma. Tras su separación, los días se habían vuelto grises, como si cada amanecer no trajera luz sino más peso. Se levantaba tarde, apenas comía, y pasaba horas mirando el celular sin retener nada. El mundo giraba, pero ella estaba quieta. Y lo más doloroso no era la soledad, sino esa sensación de apagarse poco a poco, como una vela que se consume sin hacer ruido.
Y entonces ocurrió. Una noche cualquiera, de regreso del supermercado, vio al borde de un portal a un gato callejero. Temblaba, cojeaba, y tenía una costra en el ojo. Sus miradas se cruzaron: dos seres heridos, dos soledades enfrentadas. Clara pudo seguir de largo, como todos hacemos tantas veces cuando sentimos que no tenemos fuerzas ni para cargar con nosotros mismos. Pero no lo hizo.
Lo recogió, le preparó un espacio con lo que tenía, y al día siguiente lo llevó al veterinario. Esa misma noche durmió profundamente, algo que no lograba hacía semanas. Y lo entendió: al cuidar a ese gato, estaba recordando la parte de sí misma que sabía cuidar, sostener y dar calor. Ese gesto pequeño fue su punto de inflexión.
Yo leo esta historia y pienso en la cantidad de veces que creemos que la salvación tiene que llegar con trompetas, con terapia cara o con un viaje al otro lado del mundo. Y sí, todo eso puede ayudar. Pero, ¿qué pasa cuando la vida nos rescata a través de algo tan cotidiano como un gato en la calle? ¿Cuántas veces habremos pasado de largo frente a lo que pudo ser nuestro propio “Duende”?
Hay algo muy humano en ese cruce de caminos. En mi vida, más de una vez he sentido que me sostenían cosas simples: un abrazo inesperado, un café con alguien que me escuchó sin juzgar, o incluso una palabra escrita en los blogs que hacen parte de mi historia familiar. En Bienvenido a mi blog, por ejemplo, he leído reflexiones que me recuerdan que las crisis, aunque parecen finales, a menudo son comienzos disfrazados. Y en Mensajes Sabatinos, he encontrado frases que parecen pequeñas oraciones sembradas en la rutina, pero que hacen eco en el alma.
Clara no resucitó por un milagro ruidoso, sino porque recordó algo vital: somos seres de cuidado. Nos construimos en el acto de dar y recibir. Ese gato, al exigirle atención y ternura, le devolvió la capacidad de sentir que su vida aún tenía valor.
Me pongo a pensar en cómo esto conecta con lo que vivimos en sociedad. Nos hemos acostumbrado a encerrarnos en pantallas, a decir “no puedo” o “no tengo tiempo”, mientras la depresión crece como una sombra silenciosa en muchos jóvenes. Lo irónico es que, muchas veces, la respuesta está en algo tan concreto como hacernos responsables de otro ser vivo, sea un gato, una planta o un amigo que necesita hablar.
Lo pienso también desde lo espiritual. En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, siempre se recuerda que las señales de lo divino no llegan envueltas en espectáculos, sino en lo sencillo. ¿Y qué más sencillo que un gato callejero? A veces la vida —o Dios, o el universo, como quieras llamarlo— se manifiesta así: en lo vulnerable, en lo que te obliga a salir de ti mismo para volver a sentirte humano.
Pero no es solo espiritualidad. También es un recordatorio de cómo funciona la mente. En psicología se habla de cómo el vínculo y la responsabilidad hacia otro ser despiertan neurotransmisores que sacan al cerebro del bucle de tristeza. No es magia, es biología: el simple hecho de cuidar activa la oxitocina y la dopamina, devolviéndonos la motivación. Esa conexión entre ciencia y vida cotidiana es algo que también exploro en mi propio espacio: mi blog personal, donde me gusta mezclar la reflexión con lo que vivimos día a día como jóvenes en este tiempo de incertidumbre y sobreinformación.
Lo que me queda de la historia de Clara y su gato es que nadie se salva solo, pero tampoco siempre necesitamos a alguien “grande” que nos rescate. A veces basta un maullido, un gesto, una oportunidad de salir del ensimismamiento. No hay que romantizar el dolor ni decir que las mascotas reemplazan la terapia, pero sí reconocer que pueden ser puertas hacia la sanación.
Yo mismo he sentido que los momentos de oscuridad se alivian cuando algo me obliga a ver hacia afuera: un proyecto compartido, un texto escrito para alguien más, o incluso la disciplina de darle continuidad a lo que uno ama, como se hace en Organización Todo En Uno, donde se reflexiona sobre cómo la constancia construye futuro.
Hoy pienso en Clara y en su Duende como una metáfora para cualquiera de nosotros. Tal vez la pregunta no es si un gato puede salvarte de la depresión, sino si estás dispuesto a abrirte cuando la vida te pone enfrente algo —o alguien— que te recuerda que aún eres capaz de cuidar, y que todavía hay algo dentro de ti que vale la pena despertar.
Y si la próxima vez que la vida te deje un Duende en el camino, decides no seguir de largo, quizá descubras que no estabas tan perdido como pensabas.
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