domingo, 21 de septiembre de 2025

Los gatos no se explican. Se leen



De niño me enseñaron a leer letras antes de aprender a leer personas. La escuela me enseñó palabras, reglas, gramáticas. Pero nadie me enseñó a leer silencios, gestos o miradas. Cuando llegó mi gato a casa, hace ya unos años, me di cuenta de que estaba frente a otro tipo de lenguaje. Uno que no cabe en los libros. Un lenguaje hecho de pausas, movimientos casi invisibles y pequeñas vibraciones.

Un gato no te lo pone fácil. No hace discursos. No traduce lo que siente. No te explica con palabras. Y sin embargo, cuando aprendes a leerlo, lo entiendes todo. El leve movimiento de su cola. El giro mínimo de orejas cuando algo no le cuadra. El parpadeo lento que te lanza desde el otro lado del sofá. Todo eso es información. Todo eso es cariño, alerta, juego, miedo o confianza. Pero nadie nos lo enseñó en el colegio. Nadie nos dio ese diccionario.

Crecí en un entorno donde me decían que el amor había que demostrarlo con palabras, con abrazos o con llamadas. Y aunque eso es valioso, descubrí que también existe un amor que se expresa en silencios. En “Mensajes Sabatinos” encontré una frase que me acompañó mucho: “Lo sagrado habita en los gestos pequeños”. Cuando miro a mi gato moverse por la casa, siento que esa frase cobra vida. Porque él no grita su amor; lo susurra.

Los estudios lo confirman: más del 60 % de las personas que conviven con gatos no saben interpretar su lenguaje corporal básico. No es por falta de amor; es por falta de traducción. No sabemos que levantar la pata no siempre es amenaza, que esconderse no es desprecio, que un mordisco suave a veces es juego. Creemos que nos ignora cuando, en realidad, nos está mostrando confianza. Creemos que “es arisco” cuando, en realidad, tiene miedo.

En “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” he leído textos sobre aprender a mirar más allá de la superficie. Siento que eso es justo lo que necesitamos con los gatos: aprender a mirar con ojos nuevos. No exigir palabras, sino leer gestos. No imponer, sino acompañar. No apurar, sino esperar.

Al principio, yo también me frustraba. Quería que mi gato “me entendiera”, que se adaptara a mis horarios, que respondiera cuando yo quería. Pero con el tiempo comprendí que él ya me entendía, solo que a su manera. Su lenguaje no era el mío. Y que parte del vínculo estaba justo en ese ajuste, en ese aprendizaje mutuo.

Los gatos no se explican. Se leen. Como se lee un poema: con calma, con respeto, con intuición. La primera vez que entendí esto fue cuando estaba triste y mi gato vino y se tumbó en mis pies. No hizo nada más. No me lamió, no me maulló. Solo estuvo ahí. Y yo entendí que me estaba acompañando. Que me estaba diciendo “estoy contigo” sin necesidad de voz.

Cuando empecé a escribir en “Bienvenido a mi Blog” sobre la importancia de los gestos pequeños en nuestras relaciones humanas, me di cuenta de que era la misma lección que mi gato me daba. Los humanos también tenemos colas invisibles que se mueven, orejas que giran, parpadeos lentos. Solo que no sabemos leerlos.

Vivimos en una cultura donde todo debe explicarse, justificarse, traducirse. Pero los gatos nos muestran que también existe otro ritmo. Un ritmo en el que se puede estar sin explicar, acompañar sin hablar, cuidar sin intervenir. Y creo que ahí hay una lección profunda para nuestra generación, tan saturada de palabras y notificaciones.

Me gusta pensar que cuando aprendes a leer a un gato, también aprendes a leerte a ti mismo. Empiezas a notar tus propios gestos: cómo se tensan tus hombros, cómo se mueve tu respiración, cómo tu mirada cambia según tu estado de ánimo. Empiezas a entender que no todo es racional, que hay cosas que se sienten antes de nombrarse.

Y entonces, sin darte cuenta, también mejoras tus relaciones humanas. Porque leer a un gato te entrena para leer a tus amigos, a tu pareja, a tu familia. Te vuelve más empático, más paciente, más atento. Te enseña que detrás de un gesto puede haber cansancio, detrás de un silencio puede haber miedo, detrás de un “no” puede haber necesidad de espacio.

En mi blog personal he escrito sobre cómo la tecnología y la espiritualidad pueden convivir. Y creo que este tema de “leer” en vez de “exigir explicaciones” es un punto en común entre ambos mundos. La tecnología nos llena de datos, pero sin sensibilidad esos datos no tienen vida. Los gatos nos llenan de gestos, pero sin atención esos gestos se pierden. En ambos casos, la clave es aprender a interpretar.

Cuando pienso en todo esto, recuerdo a mi abuela diciéndome “no todo se dice con la boca”. En ese momento no lo entendía. Ahora, con mi gato, tiene todo el sentido. Porque la vida está llena de lenguajes silenciosos. Y aprender a leerlos es un acto de amor.

Los gatos no se explican. Se leen. Y al leerlos, no solo los conoces a ellos: también te conoces a ti.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
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