Me encontré con una noticia que, aunque no pude leer completa, me dejó pensando durante días: un ave que se extinguió hace 136,000 años volvió a la vida. Así de simple y así de impresionante. No porque sea magia ni porque desafíe las leyes de la naturaleza, sino porque es una de esas historias que nos recuerdan lo poderosa que puede ser la vida cuando decide persistir, cuando se niega a quedarse en el pasado.
Y me pregunto: ¿cómo es posible que un ser que se había ido para siempre encuentre la forma de regresar? Según la ciencia, esto tiene que ver con un fenómeno llamado “evolución iterativa”, donde una especie desaparece pero, con el paso de miles de años y condiciones similares, vuelve a surgir. Como si la memoria de la vida se negara a ser olvidada. Como si dijera: “Aquí estoy otra vez”.
Me emociona esa idea. Porque, siendo sincero, siempre he creído que todo en este mundo —animales, plantas, incluso nosotros— está conectado por hilos invisibles que no siempre entendemos. Hilos que sostienen las historias que se repiten, los ciclos que vuelven, los sueños que se resisten a morir. Y cuando escucho que un ave que desapareció hace tanto tiempo hoy vuelve a volar, siento que algo dentro de mí también vuela con ella.
En estos días, donde parece que todo cambia demasiado rápido, ver que la vida tiene esa fuerza para volver a empezar es casi como un bálsamo. Porque nos recuerda que no importa cuánto tiempo pase o cuán lejos creamos estar de lo que amamos: siempre hay una posibilidad de renacer. De reconstruir lo que parecía perdido. De decir “aquí estoy”, aunque el mundo no lo esperara.
Esa fuerza me hace pensar en mi propia vida. En cómo a veces siento que ciertas partes de mí también se han extinguido, consumidas por las dudas o las heridas que cargo sin querer. Pero entonces veo cómo la naturaleza se reinventa, cómo un ave vuelve a llenar el cielo con su canto después de 136,000 años, y algo dentro de mí se despierta. Me dice que, aunque a veces me sienta lejos de lo que quiero ser, todavía puedo encontrar el camino de regreso. Que, como esa ave, tengo dentro de mí todo lo necesario para volver a volar.
En mi blog (https://juanmamoreno03.blogspot.com/), he compartido antes cómo la espiritualidad y la ciencia se cruzan en mi forma de ver el mundo. Y esta historia de la resurrección de un ave es un ejemplo perfecto de eso: porque no es solo un dato científico, es un recordatorio espiritual de que la vida nunca se rinde. De que todo lo que nace —y, a veces, incluso lo que muere— guarda una chispa que puede volver a encenderse.
Lo he sentido también en los textos de “Mensajes Sabatinos” (https://escritossabatinos.blogspot.com/), donde hablamos de la importancia de mantener viva la fe en lo que no siempre podemos ver. Porque a veces, la verdadera fuerza está justo ahí: en lo que parece imposible, en lo que desafía nuestras ideas de lo que “debería” ser. Y esta historia, la de un ave que se niega a quedarse en la historia antigua, es un canto a esa fe.
No puedo evitar pensar también en cómo esto se conecta con nuestras relaciones. Con esos lazos que, aunque a veces se rompan o se enfríen, guardan una semilla de cariño que puede volver a brotar cuando menos lo esperamos. Como si el amor y la amistad tuvieran esa misma capacidad de renacer, de encontrar una grieta por donde colarse y volver a florecer.
Y es que todo —la naturaleza, el amor, la vida misma— está hecho de ciclos. De comienzos y finales que no son tan definitivos como pensamos. De silencios que, en el momento justo, vuelven a convertirse en canto.
Me gusta imaginar cómo habrá sido ese primer vuelo de esa ave “nueva” pero ancestral. Cómo habrá sentido el viento en sus alas, el cielo tan inmenso y tan lleno de posibilidades. Porque, aunque haya pasado tanto tiempo, la sensación de libertad siempre es la misma. Y creo que, en el fondo, todos estamos buscando eso: un pedazo de cielo donde podamos abrir las alas sin miedo.
En “Amigo de. Ese ser supremo en el cual crees y confías” (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com/), hablamos de la fe como una fuerza que no se ve pero que se siente. Y pienso que, aunque este tema tiene una explicación científica, también nos habla de la fe: fe en la vida, fe en lo que somos capaces de reconstruir, fe en que cada ciclo tiene un propósito, aunque no lo entendamos del todo.
Para mí, este renacer de un ave es una invitación a recordar que la vida siempre encuentra la forma. Que a veces, lo que creemos que terminó solo está esperando las condiciones para volver a empezar. Y que, si somos capaces de ver eso afuera, también podemos verlo adentro. Porque cada uno de nosotros lleva dentro esa misma fuerza de la naturaleza que se niega a desaparecer.
Quiero que te imagines la imagen que, para mí, acompaña esta reflexión: un ave blanca volando al atardecer, con el sol pintando el cielo de naranjas y violetas, y un joven en tierra que la sigue con la mirada. No hay palabras, no hay prisas. Solo un momento de conexión entre el cielo y la tierra, entre lo que somos y lo que todavía podemos ser.
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