A veces siento que hay miradas que dicen más que cualquier palabra. No solo entre humanos, sino también entre nosotros y los animales con los que compartimos la vida. Porque hay algo que trasciende las razas y las especies, algo que no sabe de etiquetas y que no cabe en definiciones: la conexión que compartimos con ellos, con sus cuerpos que laten al mismo ritmo que el nuestro cuando dejamos de lado el ruido y nos permitimos sentir de verdad.
Siempre me ha parecido increíble cómo los animales pueden leernos incluso cuando nosotros mismos no sabemos descifrarnos. Como si fueran espejos silenciosos, pero llenos de luz, que nos devuelven la imagen de lo que somos cuando dejamos las máscaras en la puerta. Y no hablo solo de la parte más obvia, como esa sensación de calma que nos regalan cuando acariciamos su pelaje o cuando nos miran con esos ojos que parecen entenderlo todo sin decir nada. Hablo también de algo más profundo, más difícil de explicar pero imposible de negar: la forma en que sus cuerpos y los nuestros parecen comunicarse en un idioma que va más allá de las palabras.
He leído sobre la antrozoología y cómo estudia precisamente esas relaciones, cómo el simple contacto con un animal puede hacer que nuestro corazón se desacelere o que nuestros pensamientos, a veces tan caóticos, encuentren un respiro. Pero más allá de los estudios, yo lo he sentido en carne propia. Lo he sentido cuando he tenido días malos y el simple hecho de que mi perro se siente a mi lado ya cambia el aire. O cuando mi gato, con ese ronroneo que parece música de otro mundo, me recuerda que la ternura no necesita explicaciones.
Es curioso cómo la ciencia lo confirma, diciendo que los niveles de cortisol —esa hormona del estrés— bajan cuando estamos con ellos, y que la oxitocina, la hormona del cariño, se dispara. Pero lo que más me impresiona es que, aunque la ciencia lo respalde, la verdadera prueba está en el corazón. Porque no hace falta entenderlo todo para saber que es real. Lo sentís en la piel, en la forma en que tus hombros se relajan y tu respiración se hace más lenta cuando estás con ellos.
Me gusta pensar que, en esos momentos, nuestros cuerpos se sincronizan. Como si sus latidos fueran un metrónomo que nos recuerda el ritmo natural que la vida quiere tener, y no ese ritmo acelerado que a veces nos imponemos para sentirnos “productivos” o “exitosos”. Y esa sincronía no es solo física: es emocional, energética, espiritual. Una conexión que no se mide, pero que se vive. Una conexión que, si la dejamos fluir, nos enseña más de lo que podríamos aprender en mil libros.
Y hablando de libros, de reflexiones y de aprendizajes, he compartido muchas veces en mi blog (https://juanmamoreno03.blogspot.com/) cómo la vida siempre encuentra la forma de mostrarnos lo esencial. A veces lo hace a través de la familia, a veces a través de las amistades, y a veces, como en este caso, a través de los animales que el destino pone en nuestro camino. Porque ellos no son solo mascotas. Son compañeros, maestros, sanadores. Y aunque su tiempo en esta tierra suele ser más corto que el nuestro, la huella que dejan no tiene fecha de caducidad.
También lo veo reflejado en el blog de la Organización Todo En Uno (https://organizaciontodoenuno.blogspot.com/), donde hablamos mucho de la importancia de la armonía y de cómo esa armonía comienza siempre por dentro. Porque la verdadera conexión no surge de la obligación o de la rutina: surge del amor y del respeto mutuo. Y eso lo vemos clarísimo cuando compartimos la vida con los animales. Ellos no exigen que seamos perfectos. Solo nos piden que seamos auténticos. Y en ese permiso para ser, encontramos algo que a veces olvidamos: la libertad de mostrarnos tal cual somos.
No puedo dejar de mencionar también que en “Mensajes Sabatinos” (https://escritossabatinos.blogspot.com/) hablamos mucho de la gratitud, de la importancia de detenernos a valorar lo que tenemos, por pequeño que parezca. Y los animales son expertos en eso. En enseñarnos a encontrar alegría en lo simple: en una siesta al sol, en un paseo sin destino, en un juego improvisado que nos arranca una sonrisa cuando más la necesitamos.
A veces pienso que ellos están más conectados con lo que importa porque no están tan contaminados por la mente. No se enredan en pensamientos sobre el futuro ni cargan con las culpas del pasado. Viven el presente como un regalo. Y si nos dejamos contagiar por su forma de estar, de ser y de sentir, podemos empezar a sanar un poco también nuestras propias heridas.
Sé que no siempre es fácil. Vivimos en un mundo que nos empuja a ir rápido, a llenar nuestros días de cosas y más cosas, a medirlo todo en resultados. Pero cada vez que me detengo a ver cómo mi gato se estira al sol o cómo mi perro cierra los ojos mientras lo acaricio, me acuerdo de que la vida real está en esos instantes que parecen no tener importancia. Y que, paradójicamente, son los más importantes de todos.
¿Y vos? ¿Has sentido esa conexión con tu perro, tu gato o ese animal que te acompaña? Estoy seguro de que sí. Porque no hace falta entenderlo con la mente para saber que lo que pasa entre ellos y nosotros es algo real. Algo que no siempre podemos explicar, pero que se siente en el corazón.
Para terminar, quiero compartirte la imagen que, para mí, representa esta conexión: un joven sentado en el pasto con su perro al lado, ambos con los ojos cerrados y el sol pintando la escena de un color cálido y sereno. No hay palabras, no hay prisas. Solo el pulso de la vida que late en los dos, al mismo ritmo. Una imagen simple, pero llena de la verdad que todos necesitamos recordar de vez en cuando.
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