A veces me pasa que veo a un niño llorando con toda la fuerza de sus pulmones en el supermercado, gritando por un dulce o porque no quiere moverse. Lo que mucha gente ve es una “rabieta”, un mal comportamiento. Pero yo ya no lo veo así. Lo miro y pienso: ¿será que ese niño está pidiendo ayuda y nadie se está dando cuenta?
Es increíble cómo cambia nuestra forma de ver las cosas cuando entendemos que detrás del caos de una reacción hay una historia, una emoción, o simplemente un cuerpo pequeño que no sabe aún cómo traducir lo que siente en palabras. Y me atrevo a escribir esto no como experto en psicología clínica, sino como hermano, como primo mayor, como alguien que fue niño sensible y que ha sentido muchas veces que nadie entendía lo que le pasaba por dentro.
Vivimos en una sociedad que espera que los niños se comporten como adultos en miniatura. Que controlen sus emociones sin haberles enseñado qué hacer con ellas. Se nos olvida que el autocontrol se aprende, no se impone. Que para que un niño pueda calmarse, primero necesita sentirse seguro. Necesita un adulto que no lo grite más fuerte, sino que lo escuche más profundo.
Y no hablo solo de niños pequeños. Hay adolescentes que están explotando en casa y en el colegio porque nadie les dio un espacio donde poder desahogarse sin miedo al juicio. ¿Cuántos gritos, cuántos portazos, cuántas malas caras son, en el fondo, una súplica mal expresada de “¿me ves? ¿me entiendes? ¿te importo de verdad?”?
Hay una diferencia grande entre una rabieta y una crisis emocional. La rabieta muchas veces busca lograr algo externo —el dulce, la tablet, salir al parque—, pero una crisis viene de adentro: de un sistema nervioso que se desborda, de una mente que no logra poner freno a tanta emoción acumulada. Y esto lo explica bien el artículo base de Psyciencia, pero quiero sumarle algo más: lo que pasa dentro del corazón de ese niño no es un asunto solo de psicología, también es de humanidad.
Yo recuerdo conversaciones con mi mamá en las que me decía: “Los niños gritan porque no saben qué otra cosa hacer. Tú, cuando eras chiquito, te encerrabas en el clóset cuando te sentías muy triste. Y no era un capricho. Era tu forma de protegerte”. Y claro, yo ahora con 21 años ya no me escondo, pero a veces mi mente todavía se quiere encerrar. Y me hace pensar cuántas personas adultas seguimos haciendo berrinches emocionales, solo que disfrazados de indiferencia, de sarcasmo o de aislamiento.
La salud mental empieza en casa, y no solo la de los hijos. También la de los padres. No podemos pedir que los niños regulen sus emociones si los adultos a su alrededor están desbordados. Y lo digo con todo respeto, porque sé que criar no es fácil. Pero también sé que un adulto que se conoce a sí mismo tiene más herramientas para guiar con ternura, sin caer en el grito fácil o en el castigo vacío.
A veces solo se necesita respirar juntos. Sentarse en el piso con el niño, bajar al nivel de sus ojos y decirle: “Estoy aquí, aunque no sepa qué hacer ahora”. Esa frase vale más que mil regaños. Porque no se trata de controlar, sino de acompañar. Y eso lo aprendí viendo cómo mis tíos trataban a mis primos cuando se desbordaban, o cómo mi papá me acompañó en momentos en que ni yo entendía lo que sentía.
En el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, alguna vez escribí sobre lo que significa escuchar con el alma. Y creo que este tema va por ahí también. No se trata solo de callar el grito, sino de entender de dónde viene. Tal vez ese niño está diciendo: “Tengo miedo”, “Me siento solo”, “Estoy cansado de que no me entiendan”. Pero como aún no sabe decirlo así, lo dice llorando o golpeando la pared. No lo justifica, pero sí lo explica.
Y sí, hay que poner límites. Claro que sí. Pero los límites con amor construyen, mientras que los límites con violencia solo generan más caos. La diferencia está en la intención con la que se ponen. Un “no puedes hacer eso porque te hace daño y te amo” no se siente igual que un “¡cállate ya!”. El primero educa. El segundo, solo reprime.
Este blog no pretende dar recetas. Solo abrir una conversación. Una donde los jóvenes podamos también expresar lo que sentimos, y donde las familias entiendan que todos, desde el más pequeño hasta el más grande, necesitamos ser escuchados con paciencia. Con empatía. Con ese amor que no siempre entiende, pero que siempre permanece.
Porque tal vez lo que más necesita un niño que pierde el control no es un castigo… sino un abrazo.
Agendamiento: Whatsapp +57 310 450
7737
Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros
grupos
Grupo de WhatsApp: Unete a nuestro
Grupo
Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal
Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo
👉 “¿Quieres más tips como
este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario