Hay temas que uno cree que pertenecen al pasado, como si la infancia fuera una especie de caja cerrada que dejamos tirada en un rincón del cuarto cuando salimos de casa rumbo a la vida adulta. Pero la verdad es más extraña —y más honesta— de lo que imaginamos: esa caja sigue ahí, aunque no la miremos. Y lo que guardamos adentro, lo que evitamos o lo que nunca entendimos, se refleja sin pedir permiso en la forma en que trabajamos, amamos, estudiamos, reaccionamos o nos frustramos hoy.
En estos días he estado pensando en cómo los problemas de atención y comportamiento en la infancia no son solo “cosas de niños”. Nadie lo dice con claridad cuando eres pequeño, pero la incapacidad de concentrarte, esa inquietud que te movía las piernas como si guardaran un trueno, el desorden mental que te hacía perder las tareas, o ese impulso que te llevaba a hablar antes de tiempo… todo eso también estaba moldeando silenciosamente el adulto en el que te ibas a convertir. Y no lo hacía desde el juicio —como muchos creen— sino desde el dolor no atendido, desde la falta de comprensión, desde un sistema educativo que casi siempre espera que todos aprendamos igual, reaccionemos igual, funcionemos igual.
Lo bonito de crecer es que empiezas a entender que nadie era malo, que simplemente no sabían. Ni tus profes, ni tus papás, ni tú mismo. A veces pienso en esto cuando releo algunas entradas de Bienvenido a mi Blog (https://juliocmd.blogspot.com), donde se habla de cómo la mente no sigue caminos rectos y de cómo la vida te obliga a repensarte todo el tiempo. Y me pregunto cuántos niños que “se portaban mal” en realidad estaban pidiendo ayuda, pero en un idioma emocional que nadie dominaba.
La ciencia ha avanzado una barbaridad. Hoy sabemos, con estudios recientes hasta 2024 y 2025, que los niños con problemas de atención o comportamiento —como TDAH, impulsividad, disfunción ejecutiva, dificultades emocionales tempranas— tienen mayores probabilidades de crecer con desafíos en sus ingresos, en su estabilidad educativa y hasta en su salud física y mental. No por destino, sino por contexto. Por falta de intervención temprana. Por un mundo que no supo leerlos a tiempo.
Y ahí, cuando uno conecta estas cosas, la vida deja de parecer una línea recta y se convierte en una especie de mapa de puntos que siempre estuvieron unidos aunque no los vieras. Ese es el tipo de reflexiones que me nacen cuando escribo también en Mi Contabilidad (https://micontabilidadcom.blogspot.com), donde aprendí que los números cuentan historias de vida más profundas de lo que creemos. Porque sí: también se nota en los ingresos, en la estabilidad laboral, en la forma en que administras lo que ganas. Muchísima gente que hoy lucha por mantenerse profesionalmente tiene heridas escolares que nunca tuvieron oportunidad de sanar.
Hay una verdad que me confrontó hace poco: crecer no borra nada; solo te da nuevas formas de interpretarlo. Por ejemplo, cuando miro hacia atrás y recuerdo que a veces me costaba quedarme quieto, que me aburrían las clases demasiado rígidas, o que a veces sentía una ansiedad que no sabía nombrar. Hoy entiendo que detrás de esas sensaciones había algo mucho más grande: una mente buscando libertad, estructura, calma, propósito… todo al mismo tiempo. Y eso, en un niño, no se sabe leer. En un adulto, tampoco siempre.
Muchos adultos actuales crecieron escuchando frases como “ponga atención”, “no sea desordenado”, “siempre con lo mismo”, “usted puede más pero no quiere”, “deje la bobada”. Y lo que esas frases sembraban no era disciplina, sino silencio. Un silencio que luego aparece disfrazado de baja autoestima, procrastinación, miedo al fracaso, inestabilidad laboral o relaciones turbulentas. Yo lo he visto en mí, lo he visto en amigos, lo he visto en lectores de El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo (https://juanmamoreno03.blogspot.com) que me escriben contándome que sienten que algo “se dañó” en algún punto de su infancia y nunca supieron qué hacer con eso.
Pero también he visto algo más: la posibilidad de reescribir. De hacerse cargo. De entenderte desde un lugar menos cruel y más humano.
Cuando pienso en la educación colombiana actual, todavía veo muchos vacíos. Pero también veo una generación —la mía, la nuestra— que se está cansando del silencio emocional heredado. Niños diagnosticados tarde, adultos autodiagnosticándose en TikTok, jóvenes que están descubriendo que no están rotos, solo crecieron sin un lenguaje emocional suficiente. Y eso, aunque suene extraño, es esperanza.
Porque entender el origen no te salva automáticamente, pero te orienta. Te da herramientas. Te devuelve la posibilidad de reconstruirte. Incluso te ayuda a cuidar la salud física: hoy se sabe que adultos que crecieron con impulsividad o dificultades atencionales sin apoyo tienen mayor riesgo de ansiedad, depresión, consumo problemático, problemas cardiovasculares e incluso menor expectativa de estabilidad financiera. Pero cuando reciben acompañamiento —psicológico, farmacológico o educativo— esas probabilidades bajan drásticamente. El destino no está escrito; solo estaba esperando a que lo leyeras con otros ojos.
Y entonces viene la pregunta que más me duele pero también más me mueve: ¿qué hacemos con el niño que fuimos?
Yo he aprendido —a veces a las malas— que el adulto que soy le debe explicaciones al niño que fui. Que si algo no funcionó en mi vida, no es porque “no sirva para eso”, sino porque sigo aprendiendo a escucharme. A prestar atención desde otro lugar. A gestionar mis impulsos sin despreciarlos. A abrazar la mente inquieta que siempre he tenido porque, al final, esa mente también me ha traído hasta aquí. Me ha permitido escribir, explorar, cuestionar, conectar con gente de formas que no esperaba.
Y cuando pienso en esto, recuerdo mucho lo que se escribe en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com), porque ahí siempre se habla de la vida como un viaje interno más que externo. Un viaje donde lo espiritual no es una religión, sino un espejo. Y ese espejo siempre te devuelve al niño con el que aún tienes cuentas pendientes.
Lo más transformador de todo esto es entender que el comportamiento no es una condena, y la atención no es un defecto. Son pistas. Son señales del cuerpo y de la mente que nos obligan a pensar el futuro desde una perspectiva más comprensiva. Y cuando lo ves con claridad, entiendes también que apoyar a los niños hoy —emocional, educativa y socialmente— es un acto de justicia hacia los adultos que serán mañana.
Por eso este tema no es teórico. Es profundamente personal. Es la historia de cualquiera que haya crecido sintiéndose “demasiado inquieto”, “demasiado distraído”, “demasiado intenso”, “demasiado sensible”. Es la historia de quienes sobrevivieron a un sistema que nunca los entendió del todo. Y también es la historia de quienes hoy están dispuestos a romper ese patrón.
A veces cierro los ojos y me imagino qué habría pasado si los niños de mi generación hubieran tenido más contención emocional, más acompañamiento, más validación. Quizá hoy habría menos adultos luchando por concentrarse, por sostener un empleo, por creer que merecen algo. Pero también pienso que nada está perdido. Que todavía podemos hacer algo por nosotros mismos. Que entender el origen no es una excusa, sino una brújula.
Y esa brújula es lo que te permite caminar distinto.
Porque sí, la infancia importa. Pero la decisión de sanar, esa sí te pertenece a ti.
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