lo que descubrí cuando aprendí a escuchar lo que no sabía interpretar
Hay momentos en los que la vida te despierta a las tres de la madrugada, y no siempre es un pensamiento, una preocupación o una revelación espiritual. A veces… es tu gato. Ese maullido que atraviesa la noche como si fuera una alarma emocional que solo él entiende. Y ahí estás tú, medio dormido, caminando como quien sigue una señal que todavía no conoce.
Te levantas porque sí, porque toca, porque eres responsable de un ser que depende de ti de una forma misteriosa. Vas a la cocina, revisas su comida, su agua, su arenero. Todo está perfecto. Y él… sigue ahí. Mirándote. Como si tú fueras el que está lento en este diálogo.
Ese fue mi inicio real con la convivencia profunda con mi gato: un diálogo en el que yo era el único que no hablaba el idioma.
Durante mucho tiempo pensé que convivir con un gato era básicamente cuidar: darle comida, agua, espacio, juguetes y amor. Que con eso bastaba. Pero no. Porque cuando uno quiere convivir de verdad —no sobrevivir juntos, sino coexistir— toca entender que los gatos no viven desde lo evidente sino desde lo sutil. Y eso, curiosamente, me conectó con muchas cosas de la vida, de la espiritualidad cotidiana y de lo que he leído en blogs como Bienvenido a mi Blog (https://juliocmd.blogspot.com) donde a veces se habla de esa sensibilidad que se entrena, que se afina, que se despierta.
En mi caso, el despertar vino a punta de maullidos nocturnos.
Y, aunque suene extraño, mi gato terminó enseñándome algo que también había comprendido en reflexiones espirituales de Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com): que la vida siempre habla, pero no siempre en tu idioma. Y que uno, si quiere crecer, si quiere amar mejor, si quiere convivir más bonito, debe aprender lenguajes que no esperaba.
El idioma secreto que nunca nos enseñaron
Mucho más claros que nosotros, los humanos, que decimos “estoy bien” cuando estamos rotos, o “no pasa nada” cuando tenemos un huracán por dentro. Ellos no se complican: hablan con el cuerpo entero.
Yo lo entendí el día que mi gato arañó el sofá justo después de ignorar su rascador como si fuera un adorno innecesario. Me miró con ese aire de “¿y tú crees que no estoy tratando de explicarte algo?”. Y sí, era eso: estaba hablando.
Y yo no sabía escuchar.
Ahí empezó mi búsqueda, que no fue solo de Google —que está lleno de consejos que se contradicen entre sí y muchas veces desconectan más de lo que aclaran— sino de observar. De aprender a leer, no desde la razón sino desde la presencia. Esa presencia que también aprendí a valorar en textos de Mensajes Sabatinos (https://escritossabatinos.blogspot.com), donde se habla de la vida desde un punto más calmado, más contemplativo.
Esa presencia fue clave para entender:
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que un maullido a las tres de la mañana no siempre es comida, a veces es ansiedad
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que un bufido no es rechazo, es aviso
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que esconderse no es desamor, es sobrecarga
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que arañar no es rebeldía, es necesidad fisiológica y emocional
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que ignorarte no es indiferencia, es confianza en que no te tiene que demostrar nada
Y entonces empecé a notar el lenguaje completo:
Y entendí algo que me hizo cambiarlo todo: mi gato no estaba pidiendo que yo lo corrigiera, sino que yo lo entendiera.
El día que comprendí que convivir con un gato es convivir con uno mismo
No sé si a todos les pasa, pero convivir con un gato, cuando uno lo hace desde la consciencia y no desde la costumbre, es como mirarse en un espejo que te responde sin palabras.
Fue raro aceptarlo, porque uno quiere creer que entiende la vida, que hace las cosas bien, que tiene control. Pero un gato —como la vida misma— viene a recordarte que no.
Y no desde el juicio, sino desde la invitación a estar más presente.
Es curioso, porque mientras más analizaba su comportamiento, más entendía el mío. Mi ritmo. Mis emociones. Mi forma de relacionarme con el mundo. Y eso me llevó incluso a escribir algunas reflexiones en mi propio blog (https://juanmamoreno03.blogspot.com), intentando procesar cómo un animal tan pequeño puede ser un maestro tan profundo.
Porque eso es: un maestro silencioso.
El momento en que todo mejoró
Las cosas empezaron a cambiar cuando dejé de querer que mi gato “funcionara” como yo esperaba… y empecé a construir un ambiente donde él pudiera ser como es.
Aprendí a anticipar su estrés, a reconocer cuando necesitaba juego, cuando quería espacio, cuando su maullido era soledad o cuando era rutina. Aprendí que un gato necesita zonas altas, rutas seguras, un lugar propio, y sobre todo: respeto por su ritmo interno.
Pero no porque lo hubiera “corregido”, sino porque lo había escuchado.
Un aprendizaje que va más allá de los animales
En el fondo entendí que entender a un gato es una metáfora gigante de entender la vida. La vida siempre te está hablando. A veces a las tres de la mañana. A veces desde una incomodidad. A veces desde algo que te fastidia. A veces desde algo que no entiendes.
Y tú puedes frustrarte… o puedes aprender a leer.
Los gatos enseñan eso: que lo importante no es tener todas las respuestas, sino estar dispuesto a aprender un idioma nuevo. No solo con ellos, sino con las personas, con los vínculos, con uno mismo.
Y, sin querer queriendo, convivir con mi gato me enseñó también algo que leí una vez en Organización Todo En Uno (https://organizaciontodoenuno.blogspot.com): que incluso en lo cotidiano hay sistemas, señales y conexiones que podemos descifrar si entrenamos la mirada correcta.
Y eso, a los 21 años, no es un aprendizaje menor.
Hoy convivimos mejor porque yo cambié, no él
Mi gato no tuvo que “comportarse mejor”. Yo tuve que comprenderlo mejor.
Y ese simple cambio de enfoque transformó nuestras noches, nuestros días y esa sensación bonita que tengo cada vez que lo veo dormir tranquilo en la ventana, como si supiera que este hogar ahora sí está alineado para los dos.
Y si logras eso con un gato… créeme, empiezas a lograrlo contigo mismo y con quienes te rodean.
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