A veces creo que los seres humanos nos pasamos la vida tratando de traducir lenguajes que no entendemos. El de la gente que amamos. El del silencio. El de Dios. El de nuestra propia mente… y, claro, el de los animales que conviven con nosotros. Pero hay un lenguaje que, para mí, sigue siendo uno de los más misteriosos y sinceros: el de los gatos.
Yo crecí pensando que los gatos eran distantes, fríos, impredecibles. Algo así como esos amigos que te escriben un día sí y dos no. Pero, con el tiempo, entendí que ellos no están hechos para encajar en nuestras expectativas humanas de afecto. Ellos aman distinto. Sienten distinto. Procesan distinto. Y tal vez, lo que más me ha enseñado un gato —sin decirme una palabra— es que nadie está obligado a mostrarnos cariño en el formato que nosotros esperamos.
Hace poco leí un fragmento del libro Amor de Gato, y fue como si alguien por fin hubiese encendido la luz en un cuarto que llevaba años a oscuras:
“La mayoría de las personas creen que cuando un gato se va de la habitación es porque no quiere estar con ellas. Pero la ciencia nos muestra algo completamente diferente. Cuando tu gato se va, en realidad está buscando un espacio donde sentirse seguro para poder amarte desde ese lugar. Los gatos necesitan lugares elevados, rincones tranquilos, espacios que controlen. No porque no te amen, sino porque amarte desde un lugar de vulnerabilidad total es demasiado para ellos.”
Lo leí dos veces. Luego tres. Porque había algo profundo ahí, algo que no era solo sobre gatos. Era sobre nosotros. Sobre cómo amamos. Sobre cómo nos protegemos. Sobre por qué a veces, incluso frente a quienes más queremos, nos alejamos sin querer alejarnos.
Y eso, al final, es lo que hacemos todos.
Recuerdo que hace años escribí en mi blog (https://juanmamoreno03.blogspot.com/) una reflexión sobre las relaciones humanas y cómo muchas veces asumimos que la distancia es un rechazo, cuando en realidad es una forma de cuidado propio. Esa misma idea aparece también en algunos escritos de Mensajes Sabatinos (https://escritossabatinos.blogspot.com/), donde se habla de la necesidad de encontrar un lugar interno que nos permita estar con otros sin perdernos a nosotros mismos. Y cuando leí este fragmento del libro, sentí que un gato habría firmado ese texto con la cola en alto.
Porque mira lo que dice después:
“Cuando les damos eso, cuando entendemos que su amor funciona así, todo cambia. Porque entonces no ves a un gato frío que te ignora. Ves a un ser valiente que eligió estar cerca tuyo a pesar del riesgo.”
Hay familias —y esto lo cuento porque lo he visto una y otra vez— que llevan años sintiendo que su gato no los quiere. Que se sienten ignoradas porque él no se queda en la sala cuando todos están viendo televisión, o porque se esconde cuando llegan visitas, o porque se sube a lugares altos y parece observar desde lejos como si fuera un guardián silencioso. Pero un día, casi siempre un día simple, pasa algo. Algo pequeño. Un ronroneo inesperado. Un roce suave contra la pierna. El gato durmiendo en un rincón donde puede verlos a todos.
Lo que más me sorprende es que este tipo de enseñanza, que llega desde un animal que muchos creen que “no expresa emociones”, nos muestra exactamente cómo funciona la vulnerabilidad humana. No sé si en Bienvenido a mi blog (https://juliocmd.blogspot.com/) o en Amigo de ese Ser Supremo (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com/) lo he dicho alguna vez así, tal cual, pero quiero repetirlo con fuerza:
Y eso, si lo miras con atención, también lo hacemos nosotros.
Hay algo más que muchos no saben: los gatos observan absolutamente todo. No desde la distancia emocional, sino desde la estrategia de supervivencia. Siempre han tenido que leer el mundo en silencio, sin hacer ruido, sin mostrarse vulnerables. Son animales que, incluso dentro de un hogar seguro, conservan ese instinto antiguo que les recuerda que la vida no siempre fue cómoda. Y eso me hace pensar en todas las veces que las personas también actuamos desde heridas que nadie ve.
Y en ese comportamiento, tan criticado por quienes no entienden a los gatos, hay una forma de respeto profundo:
Esa es otra cosa que la mayoría ignora: los gatos no eligen casas; eligen energías. Eligen lugares donde perciben calma o posibilidad de construirla. Y esa idea me lleva a otra reflexión, una que aprendí observando a los animales, pero también la vida misma:
A veces no buscamos un hogar. Buscamos un lugar donde podamos ser vulnerables sin ser rotos.
Quiero contarte algo personal. Una vez tuve la oportunidad de ver cómo un gato, que durante meses parecía distante, se acercó por primera vez a su dueña mientras ella lloraba. No se subió a sus piernas. No la lamió. No hizo nada de lo que un perro probablemente habría hecho. Solo se sentó frente a ella, en silencio. Sin tocarla. Pero sin apartarse.
Estuvo ahí.
Y ese “estar ahí” —tan sutil, tan mínimo— fue más poderoso que cualquier abrazo humano. Porque no invadió. No presionó. No exigió. Solo acompañó desde su lenguaje, desde su forma, desde su esencia.
Y los gatos, sin pretenderlo, son maestros de esa forma de amar.
Y cuando por fin comprendes ese lenguaje distinto, algo dentro de ti se reordena. Sientes, como dice el libro, que no estás rechazado… sino elegido. Que no estás ignorado… sino observado. Que no estás solo… sino acompañado desde la forma que el otro puede darte, no desde la que tú esperas recibir.
Y sí. Todo cambia cuando comprendes.
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