Hay imágenes que se quedan conmigo por días, como si hubieran tocado una fibra que no sabía que existía. Una de esas imágenes es la de unas manos pequeñas, casi infinitas en su delicadeza, manos de niños japoneses sosteniendo, moldeando, escribiendo, doblando papel, sembrando semillas invisibles en la memoria del mundo. No es una fotografía exacta lo que me acompaña, es una sensación: la idea de que hay historias completas contenidas en manos diminutas, en gestos sencillos, en rutinas que parecen pequeñas, pero que en realidad son enormes si se miran con el corazón abierto.
Pienso en mi propia infancia, en mis manos también pequeñas tocando la tierra, los cuadernos de la escuela, los teclados que poco a poco se volvían herramientas de creación y no solo de juego. Recuerdo a mi familia, sus manos, su manera de enseñarme sin dar largas explicaciones. A veces bastaba con ver, con observar cómo trabajaban, cómo cuidaban las cosas, cómo respetaban el tiempo y el silencio. Me doy cuenta ahora de que esas manos también escribieron historias sobre mí, sin que yo lo supiera, como si cada arruga futura estuviera siendo dibujada desde entonces.
Las pequeñas manos japonesas de las que tanto se habla en algunas culturas no son solo un símbolo de disciplina o de perfección. Son una metáfora hermosa de la paciencia, de la repetición consciente, del detalle que construye algo que va más allá de lo visible. Un niño, una niña, que aprende a doblar una grulla de papel, que aprende a barrer un suelo con respeto, que aprende a servir el té como si alabara la vida en cada movimiento, está aprendiendo también a mirarse por dentro. Está aprendiendo que la grandeza no siempre grita, que a veces susurra, y que ese susurro se vuelve legado.
Vivimos en una época donde todo corre demasiado rápido. Donde los dedos en las pantallas sustituyen el contacto con la materia, con la textura de un objeto real, con el peso de una historia. Lo paradójico es que la misma tecnología que nos aleja de lo simple, también nos permite acercarnos a otras culturas, a otros pensamientos, a otras formas de entender la vida. Desde una pantalla en Colombia, yo puedo imaginar esas manos en Japón, su calidez, su disciplina, su ternura silenciosa. Puedo aprender de ellas, aunque nunca venga a verlas físicamente. Ahí es donde la conciencia entra en juego: no se trata de consumir imágenes, sino de permitir que nos transformen.
Pienso también en lo que escribo en mi propio espacio, en el Blog de Juan Manuel Moreno Ocampo, en donde he hablado muchas veces de la importancia de observar el mundo con otros ojos y no darlo todo por sentado: https://juanmamoreno03.blogspot.com. Cada entrada que genero es, de alguna manera, un intento de dejar algo en las manos del lector. No en sus manos físicas, sino en esa parte interna que sostiene dudas, preguntas, heridas, sueños. Escribir, al final, es también una forma de tocar sin tocar, de ser mano a distancia.
Y no puedo dejar de conectar esto con lo que se comparte en espacios como Mensajes Sabatinos, donde la reflexión profunda, casi espiritual, se convierte en una caricia para el alma: https://escritossabatinos.blogspot.com. Allí, las palabras son como manos invisibles que sostienen a personas que tal vez jamás conoceré, pero que sienten, que sufren, que buscan, igual que yo. Es extraño, pero hermoso, entender que hay una red invisible de historias tocándose, como si todas esas manos pequeñas se unieran en algo más grande que ellas mismas.
En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, también hay una conexión muy especial con lo invisible, con lo que no se toca pero se siente: https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com. Las manos, en muchas tradiciones, son símbolos de creación, de bendición, de guía. Tal vez esas manos pequeñas japonesas no solo crean objetos físicos; quizás están en sintonía con algo más alto, algo que no necesita nombre pero que se percibe cuando uno se detiene a escuchar la vida de verdad.
Me cuestiono mucho sobre qué estamos dejando nosotros, los jóvenes de esta generación, en nuestras propias manos. ¿Estamos creando con conciencia o solo repitiendo movimientos sin alma? ¿Toqueo una pantalla buscando algo real o me atrevo a tocar la realidad sin filtros? A veces siento que olvidamos lo poderoso que es un gesto simple: escribir una carta, abrazar sin prisa, cocinar para alguien, sembrar una planta, mirar a los ojos sin distracción. Esos gestos son los nuevos actos revolucionarios en una época que idolatra lo inmediato.
Las pequeñas manos japonesas me enseñan, desde la distancia, a ser más humilde con lo que hago, con lo que creo, con lo que quiero construir. Me recuerdan que no todo tiene que ser perfecto, pero sí sincero. Que el proceso importa tanto como el resultado. Que en cada pequeño acto cotidiano se esconde una enseñanza profunda, casi sagrada. Y que tal vez la verdadera evolución del ser humano no depende de cuánta tecnología domine, sino de cuánta conciencia ponga en cada movimiento de sus manos.
También pienso en el ámbito organizacional, en las empresas, en el trabajo. En cómo un pequeño gesto de respeto, de cuidado, de orden, puede transformar entornos enteros. Esto lo he visto reflejado en ideas compartidas por la Organización Empresarial TodoEnUno.NET, donde la disciplina, la visión y la conciencia cobran sentido en la práctica diaria: https://organizaciontodoenuno.blogspot.com. Allí se entiende que incluso en el mundo de los negocios, hay manos humanas, historias personales, procesos que merecen respeto y atención. Nada nace de máquinas frías; todo nace de manos con intención.
Y es que incluso cuando hablamos de datos, de información, de privacidad, de lo que protegemos y cuidamos en el mundo digital, seguimos usando las manos. Manos que escriben códigos, que crean normas, que diseñan límites para que la humanidad no se pierda en su propio avance. El blog de Cumplimiento Habeas Data – Datos Personales lo recuerda con claridad: https://todoenunonet-habeasdata.blogspot.com. La ética también se escribe con manos conscientes, aunque luego se traduzca en leyes o en sistemas.
A veces me pregunto si esas manos pequeñas japonesas saben lo que enseñan al mundo sin hablar. Tal vez no. Tal vez solo viven, aprenden, juegan, se equivocan, vuelven a intentar. Pero en ese simple acto de existir con intención, están dejando una herencia más poderosa que cualquier discurso. Me gustaría que algún día mis manos también cuenten una historia digna de ser recordada. No una historia de fama, sino de verdad. Una historia que alguien pueda sentir, como yo siento ahora la de ellos.
Me quedo con una imagen imaginaria: un niño japonés doblando una grulla, un joven colombiano escribiendo palabras en silencio, una persona en otro lugar del mundo leyendo con el corazón abierto. Tres realidades distintas, unidas por algo invisible, pero real. Tal vez ahí está el sentido de todo esto: entender que cada mano, sin importar su tamaño o su lugar en el mundo, puede ser un puente hacia la conciencia colectiva.
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