martes, 30 de diciembre de 2025

Cuando las pastillas se vuelven parte de crecer



No sé en qué momento la palabra “antidepresivos” dejó de ser lejana, ajena, o incluso tabú, y pasó a ser un tema de conversación entre amigos, primos, compañeros de clase o colegas de universidad. Cuando tenía trece o catorce años, yo pensaba que eso era algo de adultos, de personas que habían vivido demasiado, de quienes cargaban con historias que parecían no caber en el pecho. Pero crecí, crecimos, y la realidad nos alcanzó más rápido de lo que imaginamos.

Hoy, es común escuchar a un adolescente decir que está medicado. Lo extraño es que lo dicen con la misma naturalidad con la que otro dice “estoy tomando vitaminas”. A veces lo dicen con alivio, a veces con vergüenza. A veces no lo dicen, pero uno lo intuye en el silencio, en la mirada que se apaga un segundo, en la respiración más corta. Y no sé si es porque soy de una generación que creció sobreviviendo a redes sociales, pandemias, noticias que parecen apocalípticas y exigencias que aplastan, pero siento que mi generación nació cansada.

Y lo digo sin reproche. Lo digo como quien mira a su alrededor intentando entender.

Yo no crecí solo. Crecí escuchando a mi papá escribir sobre disciplina, espiritualidad y resiliencia en Bienvenido a mi blog (https://juliocmd.blogspot.com). Crecí viendo cómo cada sábado aparecía una reflexión nueva en Mensajes Sabatinos (https://escritossabatinos.blogspot.com) que, aunque yo no entendiera completamente, me dejaba una pregunta rondando la cabeza. También crecí leyendo palabras que hablaban de un “Ser Supremo” en el blog Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com), y eso me enseñó algo que ninguna escuela me explicó: que todos estamos buscando algo que nos sostenga desde adentro, algo que no se nota, pero se siente.

Tal vez por eso, cuando escucho que más adolescentes toman antidepresivos, no lo juzgo. Lo entiendo. Lo abrazo. Lo veo como una señal de que algo en la sociedad se rompió, pero también de que hay una búsqueda de ayuda, una mano extendida, un “no puedo solo”.

Y aquí empieza la parte que más duele y más preocupa: muchos de ellos, aunque reciben ayuda médica, cargan con un miedo silencioso. Miedo a cómo esas medicinas podrían afectar sus emociones, sus vínculos, su forma de sentir, incluso su percepción de sí mismos y su cuerpo. No hablo de efectos clínicos ni sexuales —eso le corresponde a los profesionales de la salud— hablo del temor humano, del que no sale en los estudios, pero sí en las conversaciones de madrugada.

Ese miedo es real. Ese miedo se siente en la piel.

Porque la adolescencia es un terremoto emocional. Y si encima le sumas un medicamento que modifica cómo percibes el mundo… es normal preguntarse quién eres. Si lo que sientes es tuyo o del químico. Si tu forma de vincularte cambiará. Si podrás amar igual. Si tu identidad seguirá intacta.

Y aunque nadie nos lo dice, todos lo pensamos alguna vez.

A veces pienso en mis amigos, en mis conocidos, en mis seguidores del blog El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo (https://juanmamoreno03.blogspot.com), y siento un hilo invisible que nos conecta: todos, de alguna forma, estamos intentando descifrar la vida en medio de un ruido que no se detiene. Las redes nos comparan. La sociedad nos exige. El mundo nos acelera. Y la mente… la mente intenta sobrevivir como puede.

Y es ahí, justo ahí, donde el miedo aparece disfrazado de preguntas complicadas:
“¿Y si esto cambia cómo me relaciono con otros?”
“¿Y si nunca vuelvo a sentir igual?”
“¿Y si un día dependo de esto para siempre?”
“¿Y si afecta partes de mí que no sé cómo recuperar?”

No es miedo al medicamento.
Es miedo a perderse.

A veces siento que esa es la mayor angustia de mi generación: no saber si lo que sentimos es auténtico o consecuencia de todo lo que está afuera… o adentro.

He escuchado historias que no puedo olvidar.
Un chico de 17 que decía que al tomar antidepresivos sentía su cuerpo diferente, no malo, solo “extraño”.
Una amiga que me confesó que tenía miedo de enamorarse porque no sabía si lograría conectar igual que antes.
Otro que decía que se sentía “plano emocionalmente”, como si la vida estuviera en volumen bajo.

Ninguno hablaba de sexualidad explícita, pero sí de intimidad emocional, de conexión humana, de miedo al futuro.
Y eso es algo que pesa demasiado cuando apenas estás aprendiendo a vivir.

A veces quisiera que en Cumplimiento Habeas Data – Datos Personales (https://todoenunonet-habeasdata.blogspot.com) pudiéramos escribir sobre la otra privacidad: la emocional. Lo que cargamos sin contarlo. Lo que nos da miedo reconocer. Esa privacidad que pesa más que una contraseña y que ojalá supiéramos proteger mejor.

Vivimos en un mundo donde es más fácil contar cuántos pasos caminaste que contar cómo te sientes realmente. Y eso nos está pasando factura. Por eso no me sorprende que muchos adolescentes —y jóvenes como yo— terminen en tratamientos que buscan aliviar algo que no sabemos nombrar. Ansiedad. Pánico. Tristeza crónica. Rumores mentales que no nos dejan en paz.

Pero me preocupa que, mientras buscamos ayuda, carguemos con culpa o con miedo.
Me preocupa que pensemos que tomar un medicamento nos hace menos, o raros, o extraños.
Me preocupa que nos dé miedo hablar del impacto emocional que esto tiene en nuestra identidad.

Y creo que también me preocupa que la sociedad no se siente a escucharnos de verdad.

A veces, cuando escribo, pienso en lo que mi papá decía tantas veces: “la vida es una conversación constante con uno mismo”. Y creo que eso aplica más que nunca ahora. Porque el problema no es tomar antidepresivos. El problema es no saber cómo acompañar esa experiencia. No saber cómo hablar de ella sin miedo. No saber cómo decir “tengo dudas, tengo miedos, no sé qué pasará con mi vida emocional”.

Y es ahí donde entra la parte espiritual, esa que aprendí casi sin querer leyendo artículos de Amigo de ese Ser Supremo (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com). Esa parte que te recuerda que no eres solo química, ni solo cuerpo, ni solo emociones sueltas. Que hay una fuerza que te sostiene, una luz que se enciende incluso en los pensamientos más oscuros.

No importa si crees en Dios, en el universo, en la energía o en ti mismo.
Importa creer que no estás solo.
Importa creer que tu identidad no se pierde por una pastilla.
Importa creer que eres más grande que cualquier proceso mental.

Yo no sé cuál será la solución global a este fenómeno. No sé si la respuesta está en las familias, los colegios, los sistemas de salud, la sociedad o en todos al mismo tiempo. Lo único que sé es que somos una generación que está pidiendo ayuda a gritos silenciosos. Una generación que está aprendiendo a hablar de salud mental sin vergüenza, pero que aún tiene miedo de hablar de lo que esa salud mental afecta en sus vínculos, en sus sensaciones internas, en su capacidad de amar, conectar y sentirse vivo.

Y creo que el camino empieza con algo que suena simple, pero no lo es:
hablarnos con verdad.

Decir: “Esto es lo que siento”.
Decir: “Esto es lo que temo”.
Decir: “Esto es lo que no entiendo”.
Decir: “Necesito apoyo”.
Decir: “Estoy en proceso”.

Porque crecer no es tener todo claro.
Crecer es poder decirlo.

Si hoy estás leyendo esto y te identificas con algo —con el vacío, con la duda, con la pastilla que te acompaña, con el temor a que te cambie más de lo que quieres— quiero decirte algo desde el corazón:
no estás roto.
no estás dañado.
no estás menos.

Estás viviendo.
Estás aprendiendo.
Estás atravesando un camino que muchos no entienden, pero que tú sí puedes honrar.

Y aunque a veces parezca que la vida emocional y la identidad se pueden desacomodar, nunca pierdes tu esencia. Lo más importante de ti no lo toca una pastilla. Lo más importante de ti nace de un lugar que no se puede medicar: tu espíritu, tu capacidad de sentir, tu alma que insiste, tu luz que no se apaga.

Y tal vez este mundo se volvió demasiado ruidoso, demasiado pesado, demasiado exigente para quienes apenas estamos empezando a vivir. Pero eso no significa que no podamos encontrar nuestro ritmo, nuestra voz, nuestra verdad.

Todo lo contrario.
Quizás esta generación —mi generación— será la que aprenda a nombrar lo que nadie quería hablar. La que entienda que la salud mental no es debilidad. Que buscar ayuda no es vergüenza. Que tener dudas sobre el cuerpo, sobre la conexión emocional, sobre el futuro… es parte de crecer con conciencia.

Somos la generación que está aprendiendo a ser humana sin pedir perdón por sentir.

Ese es nuestro verdadero cambio.

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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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