lunes, 8 de septiembre de 2025

Para qué adoptar un gato que no te quiere ver?



Hay decisiones en la vida que parecen ilógicas cuando se miran desde afuera. Adoptar un gato que no te quiere ver es una de ellas. La mayoría de personas esperan amor inmediato, fotos tiernas para Instagram, una compañía disponible en todo momento. Pero, ¿qué pasa cuando el gato no responde a esas expectativas? ¿Qué pasa cuando, en lugar de correr hacia ti, se esconde debajo de un mueble y apenas se atreve a existir en tu presencia?

He pensado mucho en esto, porque la historia de Laia y su gata Nina se parece, en realidad, a muchas de nuestras propias historias humanas. Adoptar a Nina fue un acto de amor que parecía fracasar desde el inicio: ella huía, se escondía, evitaba cualquier contacto. Laia llegó a preguntarse si no le había cambiado simplemente una jaula por otra. Y esa pregunta, que parece tan doméstica, en realidad refleja algo más grande: ¿qué significa convivir con lo distinto, con lo frágil, con lo que no está listo para abrirse?

Yo mismo he sentido esa contradicción en la vida. He conocido personas que, como Nina, viven escondidas en su propio dolor, en sus propios silencios, y uno se pregunta si realmente se puede llegar a ellas. Pero el tiempo me ha mostrado que la ternura no siempre es inmediata; a veces es resistencia, paciencia, un acto de quedarse, como hizo Laia. Ella decidió no rendirse. No exigir. Simplemente estar. Ese gesto de presencia silenciosa cambió todo. Y un día, sin previo aviso, Nina salió de la sombra y se acurrucó a su lado. No porque le hubieran insistido, sino porque sintió que, por fin, era seguro hacerlo.

En una sociedad obsesionada con la rapidez, los resultados y la gratificación instantánea, esta historia me recuerda que lo más valioso de los vínculos no siempre es visible al inicio. Queremos que los afectos sean claros, las respuestas inmediatas y las recompensas palpables. Pero lo humano (y lo animal, al final somos parte de la misma vida) se teje de procesos lentos, de confianzas que nacen en silencio. Como escribí alguna vez en mi propio blog, la vida no es un espectáculo para los demás: es un proceso íntimo donde a veces las respuestas llegan tarde, pero llegan con una fuerza transformadora.

Quizás por eso me conmueve tanto la decisión de Laia de quedarse. De no juzgar a Nina por no ser “el gato de Instagram”, sino de aceptar que el vínculo tendría otro ritmo, otra forma. Es lo mismo que pasa en las relaciones humanas cuando dejamos de comparar a las personas con lo que deberían ser y las acompañamos en lo que realmente son. ¿No es acaso lo mismo en nuestras familias, en nuestras amistades, incluso en nuestros espacios de trabajo? Muchas veces exigimos amor, productividad o cercanía en tiempos que no son los del otro. Y terminamos generando más distancia que encuentro.

Recuerdo que en Mensajes Sabatinos encontré una frase que me marcó: “El amor no siempre es ruidoso; a veces es simplemente la capacidad de permanecer en silencio sin huir”. Ese pensamiento me llevó a reflexionar sobre cuántas veces me he sentido como Nina: encerrado en mis propias sombras, con miedo a salir. Y cuántas veces alguien se quedó ahí, sin presionarme, hasta que me sentí listo para volver a confiar.

Adoptar un gato que no te quiere ver no es una contradicción: es un recordatorio de que no todo amor se construye de inmediato. Que a veces lo más grande se gesta en lo pequeño, en la paciencia de sentarse al lado de un armario a leer en voz baja, esperando a que el otro sienta que puede acercarse. En ese acto, hay más amor del que creemos: es un amor sin condiciones, que no pide ser visto para existir.

Laia entendió que acompañar no era forzar, sino abrir espacio. Y yo creo que eso mismo necesitamos en nuestra vida social: abrir espacios de confianza para quienes han aprendido a esconderse. No todos los vínculos son instantáneos, pero todos tienen la posibilidad de florecer si existe respeto.

En un mundo que corre demasiado, tal vez lo más revolucionario sea aprender a esperar. A no rendirse. A no dar por fracasado lo que simplemente aún no está listo para mostrarse. Porque, como en el caso de Nina, un día cualquiera, sin avisar, la vida nos sorprende y nos muestra que sí valía la pena quedarse.

Al final, ¿para qué adoptar un gato que no te quiere ver?
Tal vez para recordarte que el amor no siempre llega cuando tú quieres, sino cuando el otro puede.

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domingo, 7 de septiembre de 2025

Y si un gato callejero te salvara de la depresión?


Hay historias que parecen pequeñas, insignificantes, casi invisibles a los ojos del mundo, pero que en realidad son capaces de cambiar una vida entera. No hablamos de viajes espectaculares, de conquistas épicas ni de esas metas que todos celebran en redes sociales, sino de algo más silencioso, más íntimo y, quizá, más verdadero: un encuentro inesperado con un ser que no habla tu idioma, pero que logra tocar tu alma.

Clara estaba perdida. No en el sentido literal de no saber dónde estaba, sino en el otro, el más duro: no reconocerse a sí misma. Tras su separación, los días se habían vuelto grises, como si cada amanecer no trajera luz sino más peso. Se levantaba tarde, apenas comía, y pasaba horas mirando el celular sin retener nada. El mundo giraba, pero ella estaba quieta. Y lo más doloroso no era la soledad, sino esa sensación de apagarse poco a poco, como una vela que se consume sin hacer ruido.

Y entonces ocurrió. Una noche cualquiera, de regreso del supermercado, vio al borde de un portal a un gato callejero. Temblaba, cojeaba, y tenía una costra en el ojo. Sus miradas se cruzaron: dos seres heridos, dos soledades enfrentadas. Clara pudo seguir de largo, como todos hacemos tantas veces cuando sentimos que no tenemos fuerzas ni para cargar con nosotros mismos. Pero no lo hizo.

Lo recogió, le preparó un espacio con lo que tenía, y al día siguiente lo llevó al veterinario. Esa misma noche durmió profundamente, algo que no lograba hacía semanas. Y lo entendió: al cuidar a ese gato, estaba recordando la parte de sí misma que sabía cuidar, sostener y dar calor. Ese gesto pequeño fue su punto de inflexión.

Yo leo esta historia y pienso en la cantidad de veces que creemos que la salvación tiene que llegar con trompetas, con terapia cara o con un viaje al otro lado del mundo. Y sí, todo eso puede ayudar. Pero, ¿qué pasa cuando la vida nos rescata a través de algo tan cotidiano como un gato en la calle? ¿Cuántas veces habremos pasado de largo frente a lo que pudo ser nuestro propio “Duende”?

Hay algo muy humano en ese cruce de caminos. En mi vida, más de una vez he sentido que me sostenían cosas simples: un abrazo inesperado, un café con alguien que me escuchó sin juzgar, o incluso una palabra escrita en los blogs que hacen parte de mi historia familiar. En Bienvenido a mi blog, por ejemplo, he leído reflexiones que me recuerdan que las crisis, aunque parecen finales, a menudo son comienzos disfrazados. Y en Mensajes Sabatinos, he encontrado frases que parecen pequeñas oraciones sembradas en la rutina, pero que hacen eco en el alma.

Clara no resucitó por un milagro ruidoso, sino porque recordó algo vital: somos seres de cuidado. Nos construimos en el acto de dar y recibir. Ese gato, al exigirle atención y ternura, le devolvió la capacidad de sentir que su vida aún tenía valor.

Me pongo a pensar en cómo esto conecta con lo que vivimos en sociedad. Nos hemos acostumbrado a encerrarnos en pantallas, a decir “no puedo” o “no tengo tiempo”, mientras la depresión crece como una sombra silenciosa en muchos jóvenes. Lo irónico es que, muchas veces, la respuesta está en algo tan concreto como hacernos responsables de otro ser vivo, sea un gato, una planta o un amigo que necesita hablar.

Lo pienso también desde lo espiritual. En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, siempre se recuerda que las señales de lo divino no llegan envueltas en espectáculos, sino en lo sencillo. ¿Y qué más sencillo que un gato callejero? A veces la vida —o Dios, o el universo, como quieras llamarlo— se manifiesta así: en lo vulnerable, en lo que te obliga a salir de ti mismo para volver a sentirte humano.

Pero no es solo espiritualidad. También es un recordatorio de cómo funciona la mente. En psicología se habla de cómo el vínculo y la responsabilidad hacia otro ser despiertan neurotransmisores que sacan al cerebro del bucle de tristeza. No es magia, es biología: el simple hecho de cuidar activa la oxitocina y la dopamina, devolviéndonos la motivación. Esa conexión entre ciencia y vida cotidiana es algo que también exploro en mi propio espacio: mi blog personal, donde me gusta mezclar la reflexión con lo que vivimos día a día como jóvenes en este tiempo de incertidumbre y sobreinformación.

Lo que me queda de la historia de Clara y su gato es que nadie se salva solo, pero tampoco siempre necesitamos a alguien “grande” que nos rescate. A veces basta un maullido, un gesto, una oportunidad de salir del ensimismamiento. No hay que romantizar el dolor ni decir que las mascotas reemplazan la terapia, pero sí reconocer que pueden ser puertas hacia la sanación.

Yo mismo he sentido que los momentos de oscuridad se alivian cuando algo me obliga a ver hacia afuera: un proyecto compartido, un texto escrito para alguien más, o incluso la disciplina de darle continuidad a lo que uno ama, como se hace en Organización Todo En Uno, donde se reflexiona sobre cómo la constancia construye futuro.

Hoy pienso en Clara y en su Duende como una metáfora para cualquiera de nosotros. Tal vez la pregunta no es si un gato puede salvarte de la depresión, sino si estás dispuesto a abrirte cuando la vida te pone enfrente algo —o alguien— que te recuerda que aún eres capaz de cuidar, y que todavía hay algo dentro de ti que vale la pena despertar.

Y si la próxima vez que la vida te deje un Duende en el camino, decides no seguir de largo, quizá descubras que no estabas tan perdido como pensabas.


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sábado, 6 de septiembre de 2025

Cuidar a un gato es cuidar una parte de ti que el mundo no ve



Hay cosas en la vida que parecen simples hasta que decides detenerte y mirarlas de cerca. A mí me pasó con los gatos. Podría decir que me gustan porque son tiernos, porque acompañan en el silencio o porque tienen esa independencia que a veces envidio, pero en realidad descubrí que cada vez que cuido a un gato estoy cuidando una parte mía que rara vez muestro. Esa que se toma en serio los silencios, que se emociona con un parpadeo lento, que entiende que no todo lo que vale la pena se puede explicar con palabras.

No exagero cuando digo que un ronroneo me ha devuelto la paz en momentos donde parecía que todo estaba perdido. Hay días en los que uno siente que el mundo va demasiado rápido, que lo que esperan de ti es que seas productivo, fuerte, “suficientemente adulto” para cargar responsabilidades que pesan más de lo que parece. En esos días, un gato que se tumba a tu lado sin pedir nada se vuelve un recordatorio brutal: puedes detenerte, puedes respirar distinto, puedes simplemente existir sin rendir cuentas.

Doris Lessing escribió: “Vivir con un gato es convivir con otra conciencia.” Y esa frase me persigue porque siento que es verdad. Los gatos no están ahí para cumplir nuestras expectativas, no son “mascotas decorativas”, son conciencias paralelas que caminan junto a la tuya. Te enseñan a mirar con detalle, a valorar lo sutil, a amar sin exigir que el otro sea distinto. Y en una sociedad donde pareciera que todo el tiempo hay que demostrar algo, ese tipo de amor libre de condiciones se siente como un oasis.

Cuando alguien me pregunta por qué los cuido con tanto respeto, yo siempre pienso que no es solo por ellos, sino por lo que representan. Porque si soy capaz de atender las necesidades de un ser que no me habla en mi idioma, pero que sí me comunica emociones, entonces también soy capaz de atender la parte mía que tampoco grita, pero que necesita ternura y calma. Y ahí es cuando entiendo que cuidar a un gato es, de verdad, cuidarme a mí mismo.

Lo curioso es que esta sensibilidad no siempre es bien vista. Crecí escuchando que ser “demasiado sensible” era una debilidad, que había que endurecerse para sobrevivir, que el mundo no perdona. Pero cuando miro a un gato confiadamente durmiendo a mi lado, siento que esa sensibilidad que tanto escondemos es lo mejor que tenemos. Es la que nos conecta, la que nos hace humanos, la que nos devuelve la capacidad de amar sin miedo.

Hace poco escribí en mi propio blog sobre lo fácil que es perder de vista lo esencial cuando nos dejamos arrastrar por las exigencias externas. Y creo que los gatos nos salvan de eso. Ellos no esperan que seas perfecto, solo que seas real. Tal vez por eso muchas veces pienso que cuidarlos es un entrenamiento para la vida: escuchar más, juzgar menos, dar espacio, respetar el ritmo del otro.

También es cierto que cuidar no es solo acariciar y dar comida. Es hacerlo bien. Con conocimiento, con criterio, con respeto. Entender sus necesidades, reconocer que no son “juguetes” sino seres con personalidad propia. Cuando alguien me pide cuidar a su gato, siento la responsabilidad de entrar en un hogar ajeno no solo para atender a un animal, sino para proteger ese pedazo invisible del dueño que confió en mí. Porque sí, cuando compartes tu vida con un gato, una parte de ti también está en juego: tu vulnerabilidad, tu capacidad de confiar, tu manera de amar.

Y quizás lo más transformador es reconocer que ese cuidado funciona en doble vía. Ellos también nos cuidan. Nos cuidan de la prisa, de la dureza, de la desconexión con lo simple. Nos recuerdan que el silencio no es vacío, que mirar despacio no es perder el tiempo, que la ternura es un poder que no necesita explicación.

Por eso, cuando hablo de cuidar gatos, en realidad hablo de cuidar a esa parte nuestra que no siempre mostramos, la que el mundo no ve pero que sostiene lo que somos. Porque al final, lo invisible también necesita cuidado. Y a veces un ronroneo puede sanar más que mil palabras.

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viernes, 5 de septiembre de 2025

Mi opinión después de 20 años de trabajo con familias y perros



Hay aprendizajes que no se encuentran en los libros ni en las teorías, sino en la vida misma. Yo no tengo veinte años de experiencia profesional entrenando perros, pero sí tengo veinte años de vida viendo cómo las familias —incluyendo la mía y las de mis amigos— se relacionan con sus mascotas. Y cuando uno observa con atención, se da cuenta de que lo que pasa con un perro no es tan distinto a lo que pasa en la vida familiar: lo que transmitimos, consciente o inconscientemente, termina moldeando el comportamiento de quienes conviven con nosotros.

Me pasó hace poco con un vecino. Contrató a un entrenador de perros reconocido, con rutinas claras y un plan estructurado. Todo parecía funcionar en teoría, pero a las dos semanas el perro seguía con los mismos hábitos: ladrar en exceso, subirse al sofá, no obedecer. La familia estaba frustrada, convencida de que el problema era el perro. Pero lo que no veían era que ellos mismos reforzaban las conductas: la mamá lo acariciaba cuando rompía las reglas, el papá le hablaba con tonos contradictorios y el hijo lo excitaba antes de dormir. Me impactó darme cuenta de que no es el perro quien falla, sino la incoherencia humana que lo rodea.

Eso mismo ocurre con tantas cosas de la vida. No basta con tener un manual, ni con seguir un plan. Si no hay coherencia entre lo que pensamos, decimos y hacemos, los resultados no llegan. Es como en los negocios: puedes tener la mejor estrategia de marketing digital, pero si en la práctica la empresa no cree en el servicio que ofrece, los clientes lo perciben. Lo mismo lo he visto reflejado en artículos de la Organización Todo En Uno donde se habla de liderazgo empresarial, y también en reflexiones más personales que aparecen en Bienvenido a mi blog donde se conecta la vida diaria con lecciones que parecen pequeñas, pero son profundas.

El punto es que la verdadera transformación no depende solo de la técnica. Depende de las personas. Y eso es lo más difícil, porque cambiar un hábito en una familia —o en una sociedad— exige compromiso, paciencia y, sobre todo, consciencia. En mi generación se habla mucho de la inmediatez, de resultados rápidos, de apps que solucionan todo. Pero la vida no funciona así. Si quieres que tu perro cambie, tienes que cambiar tú también. Si quieres que tu familia mejore la comunicación, tienes que escuchar de verdad y no solo hablar. Si quieres que la sociedad sea más justa, tienes que empezar por tu metro cuadrado de coherencia.

A veces siento que los perros son espejos más sinceros que las personas. Ellos reflejan lo que somos. Si estamos tensos, se tensan. Si estamos tranquilos, se relajan. Si no hay claridad, se confunden. Esa lección me golpea fuerte, porque me recuerda que en cada relación humana —sea con un perro, un amigo, un padre o una pareja— transmitimos mucho más con nuestras acciones que con nuestras palabras. Es lo mismo que reflexiono a menudo en mi propio espacio, El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo donde escribo para dejar constancia de esas preguntas que me acompañan día a día.

Y aquí aparece la contradicción más humana de todas: todos sabemos qué deberíamos hacer, pero no siempre lo hacemos. Es como la familia del perro. Tenían las pautas, las herramientas, la teoría. Pero en el fondo, seguían siendo los mismos. ¿Y cómo no va a repetirse la historia, si el cambio nunca se encarna?

Creo que esa es una invitación para todos: dejar de buscar culpables afuera y asumir la parte que nos corresponde. No se trata de entrenar perros ni de aplicar fórmulas mágicas, sino de reconocer que cada vínculo exige coherencia. La espiritualidad me ha enseñado lo mismo: en el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías muchas veces se recuerda que lo esencial no es la promesa, sino la acción diaria que le da sentido.

Cuando lo pienso, no puedo evitar sonreír: los perros no mienten. No fingen estar entrenados si no lo están. No hacen teatro para aparentar. Nos muestran con su conducta lo que en realidad hemos sembrado. Y en esa transparencia radica su mayor enseñanza.

Por eso, después de veinte años de vida conviviendo con familias y perros, tengo la certeza de que la pregunta no es “¿cómo cambio a mi perro?”, sino “¿cómo nos cambiamos como familia?”. Y tal vez esa sea la misma pregunta que deberíamos hacernos como sociedad: ¿cómo dejamos de pedir soluciones externas para empezar a vivir con más coherencia interna?

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jueves, 4 de septiembre de 2025

El secreto no contado en la relación humano - perro

 


Desde niño me enseñaron que los vínculos verdaderos no se construyen con órdenes, sino con la capacidad de escuchar, incluso cuando no hay palabras de por medio. Crecí viendo cómo mi familia encontraba en los animales algo más que compañía: una forma de espejo, un recordatorio de lo que somos cuando dejamos de pretender. A veces pienso que los perros entienden mejor que nadie esas cosas que ni siquiera nosotros logramos nombrar.

Recuerdo cuando llegaba cansado de la universidad, con la cabeza llena de pensamientos sobre lo que quería ser, sobre lo que debía cumplir y lo que sentía que me faltaba. Bastaba con que mi perro se acercara, me mirara y simplemente se quedara ahí, respirando conmigo, para que el mundo se reacomodara. Era como si me dijera: “no necesitas tener todas las respuestas, basta con estar aquí, ahora”. Y esa certeza, silenciosa pero real, valía más que mil discursos de motivación.

Lo curioso es que al principio yo pensaba que mi perro me ignoraba. Que no respondía como debía cuando lo llamaba, que se alejaba sin razón. Hasta que entendí que no se trataba de desobediencia, sino de una desconexión entre su forma de sentir y la mía. Ahí comprendí que el vínculo humano-animal no nace de dar comida ni de aprender trucos: nace de un espacio invisible donde la confianza se respira y la comunicación va más allá de cualquier palabra.

He visto cómo algunos tutores se frustran porque sus perros no “aprenden” lo que intentan enseñarles. Creen que es cuestión de repetir la orden cien veces, de comprar juguetes, camas, premios. Pero lo que en verdad marca la diferencia es la coherencia emocional. Un perro percibe la incoherencia humana como si fuera un espejo que no puede engañarse. Si le sonríes mientras por dentro estás lleno de rabia, él no te creerá. Si lo acaricias desde la obligación y no desde el cariño, él lo sentirá. Lo mismo pasa con los gatos: ese vaivén entre pedirte caricias y morderte de repente no siempre es un capricho, muchas veces es un recordatorio de que la relación necesita más autenticidad.

Ahí fue cuando recordé lo que había leído en un texto de Mensajes Sabatinos (escritossabatinos.blogspot.com: la verdadera comunicación nace cuando nos quitamos las máscaras. Y, de alguna manera, mi perro me enseñaba lo mismo. Si yo no lograba mirarme sin mentiras, ¿cómo podía esperar que él me siguiera sin dudas?

A medida que fui investigando, descubrí algo que parecía tan obvio que sorprende que no se hable más: los perros, y en general los animales con los que convivimos, no buscan dueños… buscan vínculos. Su lealtad no es automática, se gana con presencia, con coherencia, con esa forma de atención que no se interrumpe con notificaciones del celular. En un mundo que nos empuja a vivir rápido, un perro viene y te dice: “camina conmigo al ritmo de tus pasos, no al del reloj”.

Lo entendí en carne propia cuando dejé de ver a mi perro como alguien que debía obedecerme y empecé a verlo como un compañero de vida. Dejé de imponer tiempos y empecé a escuchar su respiración, sus silencios, incluso sus formas de decir que algo no estaba bien. Y de repente, todo cambió. Ya no era un animal “caprichoso” que a veces me ignoraba, sino un ser vivo que confiaba en mí porque yo había decidido confiar en él primero.

Pienso que algo parecido nos pasa entre humanos. En el blog Bienvenido a mi blog (juliocmd.blogspot.com leí una vez que muchas de nuestras relaciones fracasan porque confundimos compañía con conexión. Y quizás por eso tantos tutores sienten que hacen todo por sus perros y gatos, pero que estos no responden como esperan. No se trata de hacer mucho, se trata de hacerlo de verdad, con alma.

Lo más impresionante es que cuando logras esa sintonía, el “entrenamiento” deja de ser una lucha. Tu perro ya no necesita premios todo el tiempo para seguirte: lo hace porque hay un lazo invisible que lo sostiene. Tu gato deja de morderte sin razón: lo hace porque entiende que su espacio es respetado. Es como si la convivencia dejara de ser un manual de instrucciones y se convirtiera en una danza natural.

Hoy me doy cuenta de que este vínculo humano-animal es, en realidad, una metáfora de lo que necesitamos como sociedad. Porque así como un perro no confía en alguien incoherente, tampoco un ser humano puede confiar en instituciones, líderes o relaciones que dicen una cosa y hacen otra. Y así como un gato necesita respeto a su espacio para poder acercarse, nosotros también necesitamos que nos respeten nuestros silencios y diferencias para poder convivir en paz.

Al final, creo que mis perros y gatos me han enseñado más de humanidad que muchos libros de teoría. Ellos me han recordado que la confianza no se compra, que el amor no se impone, que la lealtad no se exige: se cultiva. Y que, al igual que con ellos, con los seres humanos también necesitamos construir relaciones que no se basen solo en lo que damos o recibimos, sino en la manera en que habitamos ese espacio invisible donde nos reconocemos de verdad.

Cuando miro a mi perro dormir tranquilo junto a mí, entiendo que no es casualidad. Que detrás de ese gesto cotidiano hay un pacto invisible: él confía en que lo cuidaré, y yo confío en que, a su manera, también me cuida. Y ese pacto, silencioso y simple, es uno de los secretos más poderosos que he descubierto en esta vida.

Quizás, si aprendiéramos a aplicar ese mismo principio en nuestras familias, en nuestras amistades, incluso en nuestros trabajos, viviríamos de una forma más fluida y natural. Porque la clave no está en dominar al otro, sino en aprender a vincularnos desde la verdad.

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miércoles, 3 de septiembre de 2025

La doble vida de un amante de los gatos



Nunca le conté a nadie lo que estaba haciendo. Para mi familia, mis amigos y mis compañeros de trabajo yo seguía en lo mismo de siempre: despertarme, cumplir con la rutina, hacer como que todo estaba bajo control. Pero, en secreto, algo había cambiado.

Todo empezó una noche cualquiera, cuando un gato callejero se sentó en mi ventana. No sé cómo explicarlo, pero su mirada me atravesó. No era un simple animal buscando refugio; había en sus ojos una mezcla de cansancio y misterio que me hizo sentir que me estaba pidiendo algo más. Desde ese día, no volví a mirar a los gatos de la misma manera.

Empecé a notarlos en todos lados: los tímidos que se esconden bajo los carros, los ansiosos que no paran de maullar, los agresivos que parecen llevar el mundo entero en sus uñas. Y detrás de ellos, siempre, humanos que no sabían leer sus señales, que confundían cariño con indiferencia o juego con estrés. Descubrí un dato que me marcó: uno de cada tres humanos no sabe detectar signos de estrés en su gato, y más de la mitad de los gatos domésticos tienen sobrepeso por culpa de la mala alimentación o la falta de estímulo.

Eso me explotó en la cabeza. ¿Cómo podía ser que convivamos con estos seres y, aun así, no los entendamos? Era casi un espejo de lo que pasa en la sociedad: la gente se frustra con lo que no comprende y termina dañando lo que más ama. En Mensajes Sabatinosleí una vez que "el verdadero amor empieza en la paciencia", y entendí que el vínculo con un gato también era un ejercicio de paciencia y respeto.

Así que me puse a investigar. A leer. A ver videos. A seguir expertos. Y, sin darme cuenta, pasé de ser "ese joven que ama los gatos" a alguien que podía explicar por qué un felino se escondía o dejaba de comer. Al principio lo hacía solo por curiosidad, como un escape de la rutina, pero pronto se volvió algo más serio.

El giro llegó cuando una persona me hizo una pregunta que nunca imaginé:
—¿Me cuidarías el gato? ¿Cuánto me cobras?

Me quedé en shock. ¿Pagarme por algo que ya hacía gratis? No fue solo ella. Poco a poco, más personas empezaron a buscarme. Querían a alguien que no solo alimentara a sus gatos, sino que entendiera su lenguaje, sus silencios, sus miedos. En ese momento comprendí que estaba viviendo una doble vida: trabajador común de día, intérprete felino de noche.

Y no es casualidad. En los últimos diez años, el número de gatos en hogares ha crecido un 30%. Cada vez hay más familias multiespecie que ya no buscan a cualquiera que les cuide el gato: quieren profesionales, gente con sensibilidad y conocimiento. Algo parecido leí en Organización Todo En Uno sobre cómo las profesiones del futuro no siempre serán las que enseñan en las universidades, sino aquellas que nazcan de necesidades reales y humanas. Cuidar gatos, aunque suene simple, es también parte de ese futuro.

Pero ser “cat sitter” va más allá de la tarea de alimentar o limpiar la arena. Es un acto de confianza. Alguien abre las puertas de su casa y te deja a cargo de un miembro de su familia. Es, literalmente, cuidar un pedazo de su corazón. Y eso me enseñó algo que también aplica a la vida: no se trata de hacer las cosas rápido ni de aparentar que sabemos, sino de detenernos, observar y acompañar en silencio cuando hace falta.

Lo curioso es que esta pasión felina empezó a conectarse con mis otras búsquedas. En Amigo de ese ser supremo muchas veces he leído reflexiones sobre cómo la espiritualidad se refleja en lo cotidiano. Yo lo sentí cuando entendí que los gatos también son maestros: te obligan a respetar su tiempo, a aceptar que no puedes controlarlo todo, a valorar la presencia silenciosa como una forma de amor.

Al final, mi doble vida me hizo preguntarme algo más grande: ¿qué pasaría si todos pudiéramos ganar dinero haciendo lo que amamos? Si alguien puede convertir el cuidado de gatos en un camino, entonces cada quien tiene dentro de sí un espacio que puede transformarse en vocación. Pero para eso hay que estar dispuesto a escuchar las señales, a confiar en la intuición, a salir del guion que la sociedad nos dicta.

Hoy ya no escondo tanto esa otra parte de mí. Algunos amigos saben que me dedico a cuidar gatos y se ríen, otros me dicen que soy raro, y yo les respondo que prefiero ser raro antes que vivir con la sensación de que me perdí de lo que realmente me conecta. La vida es demasiado corta para ignorar lo que nos apasiona, demasiado frágil para dejarla pasar en silencio.

Quizá mañana decida llevar esta pasión aún más lejos. Quizá termine abriendo un espacio físico donde humanos y gatos aprendan a convivir mejor, un punto de encuentro donde el amor y el respeto por los animales sea el centro. No lo sé todavía. Pero sí sé que esta doble vida me devolvió algo que creía perdido: la sensación de estar construyendo algo mío, algo auténtico, algo que late.

Y ahora te lo pregunto a ti, que llegaste hasta aquí: si pudieras ganar dinero haciendo lo que amas, ¿qué harías? No lo pienses como un sueño lejano. Míralo como ese gato en la ventana: inesperado, misterioso, pero lleno de señales que te invitan a mover un pie hacia adelante.

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martes, 2 de septiembre de 2025

Mi perro y yo no hablamos el mismo idioma



A veces me pasa que, después de un día largo y lleno de pensamientos, me siento frente a mi perro y comienzo a hablarle como si fuera la única criatura capaz de escucharme sin interrupciones. Lo miro y me devuelve esa mirada que no juzga, que no se distrae, que parece decir: “Estoy aquí contigo, nada más importa”. Y aunque sé que no entiende mis palabras como yo entiendo las suyas, siento que en ese instante estamos conectados de una manera que va más allá de cualquier idioma.

El asunto es que, al mismo tiempo, también me frustro. Porque cuando lo llamo, no siempre viene. Cuando le pido calma, suele ponerse más inquieto. Cuando le ordeno entrar a casa, decide correr como si el patio fuera su último campo de libertad. Y entonces surge la duda inevitable: ¿realmente me entiende, o solo reacciona a lo que su instinto interpreta de mis gestos y mi tono?

Es fácil caer en la idea romántica de que los perros comprenden todo lo que les decimos, como si fueran cómplices secretos de nuestras historias. Pero la verdad es que no compartimos el mismo idioma. Ellos viven en un mundo de olores, gestos, vibraciones y energías que a veces olvidamos percibir. Nosotros vivimos en un mundo saturado de palabras, explicaciones y racionalidad. Esa diferencia, lejos de ser un obstáculo, puede enseñarnos algo vital: que la conexión auténtica no siempre se construye en la lógica del lenguaje, sino en la coherencia de la energía y la presencia.

Me pregunto si no será este uno de los grandes aprendizajes que los animales vienen a recordarnos. Porque si lo pienso bien, no es solo mi perro el que a veces parece no entenderme. También pasa con las personas: hablamos el mismo idioma, usamos las mismas palabras, y aun así nos malinterpretamos, nos enredamos en discusiones que nacen de un tono equivocado o de un silencio mal leído. En cambio, un perro no necesita palabras para saber si lo amas o si lo temes. Lo siente en tu energía. Lo percibe en tu respiración, en tu manera de acercarte, en la coherencia (o incoherencia) entre lo que dices y lo que haces.

Ahí está la clave: la confianza. Un perro no confía en ti porque le repitas “confía en mí”. Confía porque, una y otra vez, le demuestras que estás ahí para cuidarlo, que tu tono no contradice tu gesto, que tu presencia no amenaza su tranquilidad. Quizá en eso hay una lección para nuestras relaciones humanas: ¿cuántas veces exigimos obediencia, atención o amor sin darnos cuenta de que lo que ofrecemos no genera seguridad, sino confusión?

Mientras reflexiono en esto recuerdo algo que escribí en mi propio blog hace un tiempo sobre cómo buscamos que los demás nos comprendan cuando ni siquiera nosotros sabemos expresarnos con claridad (El blog Juan Manuel Moreno Ocampo. Tal vez con los perros ocurre algo similar, pero con la ventaja de que ellos no necesitan una narrativa coherente. Basta con tu coherencia emocional. Y pienso también en esas reflexiones que mi papá comparte en Bienvenido a mi blog (juliocmd.blogspot.com, donde siempre rescata la importancia de la verdad simple en los vínculos. Porque, al final, entender no siempre significa descifrar palabras, sino sentir desde el corazón.

Si lo trasladamos a un nivel más amplio, incluso social, la metáfora se expande. Vivimos en un mundo donde todos hablan, donde los discursos se multiplican en redes, en medios, en debates interminables. Pero, ¿cuántas veces nos detenemos a escuchar con la atención con la que un perro te mira? Esa atención radical, que no juzga, que no interrumpe, que no está esperando su turno para responder. Tal vez sea lo que más necesitamos hoy: menos palabras vacías y más escucha real.

Mi perro me recuerda que no importa tanto si entiende mis historias, lo que importa es que yo me atreva a compartirlas con alguien que no me interrumpe ni me exige justificación. Y que, al mismo tiempo, debo aprender a hablar su idioma: ese que se transmite en el ritmo de mis pasos, en la calma de mi respiración, en la paciencia con la que lo espero cuando no quiere obedecer. Porque tal vez no es desobediencia, sino un recordatorio de que no todo debe girar en torno a mis tiempos y mis órdenes. Que también hay espacio para su libertad, para su manera de interpretar el mundo.

Al final, creo que sí existe un idioma común entre mi perro y yo, pero no es el español ni ningún idioma humano. Es un lenguaje invisible hecho de gestos, de confianza, de energía compartida. Y en ese lenguaje, cuando logro estar presente de verdad, es cuando siento que nos entendemos. Quizá ahí está la verdadera conexión: en la humildad de aceptar que no necesito que piense como yo, sino que lo que me da, en su simpleza, ya es suficiente.

Tal vez, si aplicáramos esa misma lógica a nuestras relaciones humanas, habría menos frustraciones. Porque, ¿cuántas veces exigimos a los demás que respondan exactamente como esperamos? ¿Cuántas veces olvidamos que cada uno tiene su propio idioma, su manera distinta de comprender y de amar? Si aprendiéramos a leer esas diferencias sin forzarlas a entrar en el molde de nuestras palabras, habría más armonía.

Por eso, cada vez que mi perro no viene cuando lo llamo, respiro hondo y me repito: no es que no me entienda, es que me está recordando que la comunicación real no se mide en obediencia, sino en confianza. Y entonces lo espero. Porque en esa espera también estoy aprendiendo a hablar su idioma.

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✒️ — Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”