jueves, 6 de noviembre de 2025

Deja de luchar contra la humanización



Durante años nos han enseñado a desconfiar de lo humano que hay en nosotros. A contener los impulsos de ternura, a controlar el cariño como si sentir fuera una debilidad. Nos repiten que no debemos “humanizar” a los animales, que no debemos llorar por quienes “solo eran una mascota”, que no podemos confiar tanto en las personas, que el corazón se usa con cautela. Pero entre más lo pienso, más claro tengo que el error no está en humanizar… sino en olvidar qué significa ser humano.

Una vez escuché a una educadora canina decir que las familias no deberían hablarle con dulzura a sus perros, que no debían tratarlos como hijos, que eso “desconfiguraba” la relación. Y me hizo pensar en algo más grande: ¿por qué sentimos vergüenza de conectar con lo que nos hace sentir? Tal vez el problema no sea la humanización, sino el modo en que la hemos reducido a un estereotipo: una emoción mal entendida, una proyección mal usada, una sensibilidad que el mundo moderno no sabe gestionar.

Humanizar no es convertir a otro ser en humano. Es reconocer en él lo que nos recuerda que lo somos.

Cuando una familia cree que su perro se “venga” por quedarse solo en casa, lo que hay detrás no es una confusión conductual, sino una forma de expresar su propia empatía. Están traduciendo lo que ven con las únicas herramientas emocionales que conocen: las suyas. En vez de corregirlos, podríamos canalizar esa emoción. Como decía la profesional en el texto original, no se trata de negar la humanización, sino de entender que sin ella no existiría la relación misma entre humanos y animales.

Esa frase me golpeó fuerte: “Sin humanización, no existirían las familias con perros”. Porque al final, lo que nos unió hace miles de años a los animales fue esa misma capacidad de proyectar afecto, de imaginar que el otro también siente, también espera, también teme. Lo que algunos llaman error cognitivo fue, en realidad, la base de nuestra convivencia.

Y si lo piensas, pasa lo mismo entre nosotros. Vivimos en una sociedad que pretende corregir las emociones como si fueran errores de fábrica. “No llores”, “no exageres”, “no te apegues tanto”, “no sientas tanto”. Pero cuando anestesiamos lo humano, también se apaga lo que nos permite conectar, sanar, y crear vínculos verdaderos.

A veces pienso que luchamos contra la humanización porque tememos a lo que revela de nosotros.

Nos da miedo admitir que sentimos más de lo que mostramos. Que hay días en los que necesitamos hablar con alguien, aunque sea un perro. Que nos duele ver sufrir a otro ser, incluso si no puede hablar. Nos da miedo porque eso rompe la coraza del autocontrol, la falsa idea de que sentir nos hace vulnerables.

Pero en realidad, sentir nos hace funcionales. Nos permite entender, anticipar y cuidar. Como decía en uno de los textos de Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías: “La empatía no se mide en palabras ni credos, sino en la capacidad de ver al otro como parte de ti.”
Y eso aplica igual para las personas, los animales, la naturaleza, o incluso para una máquina si algún día llegamos a diseñarla con conciencia.

Porque al final, humanizar es una forma de recordar que no somos superiores, sino interdependientes.

En mi generación, crecemos entre contradicciones. Por un lado, se nos pide ser más conscientes, más empáticos, más sensibles al medio ambiente, a los animales, a las emociones. Pero al mismo tiempo se nos castiga por sentir demasiado, por involucrarnos, por “dramatizar”. Se aplaude la inteligencia emocional mientras se ridiculiza la vulnerabilidad.

Yo lo he vivido. En momentos en los que he querido entender el dolor de alguien, me han dicho que no me meta, que no cargue con lo que no me corresponde. Y tal vez tengan razón: no se trata de cargar, sino de acompañar. Pero acompañar implica dejarse afectar, y eso es precisamente lo que la sociedad teme.

Nos enseñan a pensar, pero no a sentir. A razonar, pero no a comprender. A comunicarnos, pero no a escuchar de verdad.

Y así, terminamos educando a los niños —y a los adultos— para ocultar la emoción, para “no humanizar” ni siquiera su propio dolor.

Cuando hablo de humanización, no lo hago solo desde los animales. Hablo también de las relaciones. De la forma en que tratamos al otro cuando su forma de sentir nos incomoda. Del modo en que juzgamos a quienes aman diferente, o cuidan diferente, o sufren diferente. De la rapidez con la que diagnosticamos, corregimos y etiquetamos.

Como si todo lo que se sale del molde necesitara ser “reentrenado”.

En Bienvenido a mi blog, hay una frase que siempre me marcó: “El mundo no necesita menos emociones, sino más razones para sentir sin miedo.”
Esa frase me hace pensar que el verdadero reto de esta época no es dejar de humanizar, sino aprender a hacerlo bien. No desde la proyección o el ego, sino desde la comprensión profunda del otro. Desde un amor responsable, consciente y sin pretensiones.

Porque humanizar mal es imponer. Pero humanizar bien es acompañar.


Hoy creo que la verdadera educación emocional —para personas o animales— empieza cuando dejamos de negar la naturaleza del vínculo. Cuando en lugar de corregir el sentimiento, lo traducimos. Cuando aceptamos que detrás de cada acción hay una historia, una emoción, una necesidad no expresada.

Y esto vale para todo: para un perro que destroza la casa, para un amigo que se aleja, para un padre que grita, para un hijo que calla. Nadie actúa porque sí. Todos estamos intentando entendernos, con las herramientas que tenemos.

Eso también es humanización: reconocer en el otro un reflejo de nuestras propias carencias y esperanzas.

Y si somos sinceros, todos necesitamos ser comprendidos desde ese lugar.

Hay una parte espiritual en todo esto que me resuena profundamente. En Mensajes Sabatinos, se habla mucho del propósito de cada experiencia humana, incluso las que parecen simples. Y creo que humanizar, en el sentido más noble, es parte de ese propósito. Es el lenguaje del alma traducido a gestos cotidianos: cuidar, abrazar, mirar con ternura, sentir compasión.

Cuando alguien dice “no humanices”, tal vez lo que realmente teme es perder el control que le da la distancia. Pero la distancia también enfría el alma.

El mundo no necesita menos humanidad. Necesita más comprensión sobre lo que significa ser humano.

Si algo he aprendido en los últimos años es que el equilibrio no está en dejar de sentir, sino en aprender a dirigir lo que sentimos.

Podemos humanizar sin perder límites. Podemos empatizar sin perder claridad. Podemos amar sin anularnos. Podemos cuidar sin olvidar cuidarnos. No se trata de reprimir la emoción, sino de entenderla y usarla como motor de conexión.

Como decía mi abuelo —y todavía lo recuerdo con esa voz pausada que lo hacía parecer sabio hasta cuando hablaba del clima—:
“Uno no se hace menos racional por llorar. Se hace más humano por no tener miedo de hacerlo.”

Y creo que eso es lo que falta en muchos discursos actuales: valentía emocional. La capacidad de decir “sí, me importa”, “sí, me duele”, “sí, lo entiendo”. Esa es la base de cualquier cambio social o espiritual. Porque mientras no aprendamos a reconocer nuestra propia humanidad, seguiremos buscando control en lugar de conexión.

Así que deja de luchar contra la humanización.

No la veas como un error, sino como una oportunidad de evolución emocional.
No la corrijas, canalízala.
No la juzgues, obsérvala.

Porque cada vez que reconoces la emoción del otro, aunque sea un perro, una persona, o un recuerdo, estás haciendo el trabajo más noble que se puede hacer en esta vida: aprender a mirar con amor.

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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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