lunes, 3 de noviembre de 2025

No trabajas con perros. Trabajas con familias.



Nunca pensé que una frase tan simple pudiera tener tanto peso. La escuché hace poco en un video sobre adiestramiento canino, pero en realidad no hablaba de perros, sino de relaciones. De cómo, sin darnos cuenta, tratamos los problemas como si existieran aislados, cuando en verdad forman parte de algo más grande: un sistema. Una familia. Un entorno. Una historia compartida.

Y me quedó sonando.
Porque si lo piensas, no se trata solo de un perro que ladra o se asusta. Se trata de las emociones que giran alrededor, de cómo cada miembro de una familia interpreta y reacciona frente a una misma situación. La madre que lo consuela, el padre que se frustra, el hijo que se ríe, la abuela que le da dulces para calmarlo… y así, sin querer, todos alimentan un mismo problema desde lugares distintos.

Eso me hizo pensar en la vida. En cómo muchas veces creemos que nuestros propios “problemas” son individuales, cuando en realidad nacen de un tejido de relaciones y emociones que compartimos.

He visto familias enteras intentando cambiar algo —un hábito, una conducta, un estilo de vida— y fallando una y otra vez, no porque no tengan la voluntad, sino porque intentan hacerlo solos. Sin mirar el conjunto. Como si el entorno no influyera. Pero lo hace. Siempre lo hace.

Piénsalo: ¿cuántas veces tratamos de mejorar algo en nosotros, sin notar que nuestro entorno sigue enviando las mismas señales?
El ruido del celular, los juicios familiares, los silencios que pesan, las rutinas que nos arrastran.
Queremos cambiar, pero seguimos rodeados de los mismos “estímulos” que nos formaron.

Eso pasa también con los vínculos. Con los amigos, con la pareja, con los compañeros de trabajo. Nadie cambia solo.
Y cuando alguien lo intenta, inevitablemente empieza a mover todo lo que lo rodea.

Hace unos meses, escribí en mi blog JuanMaMoreno03 sobre cómo muchas veces confundimos la independencia con la desconexión. Queremos “ser nosotros mismos”, pero olvidamos que ser nosotros implica también reconocer lo que somos en relación con los demás. No es dependencia, es conciencia.

Lo mismo sucede en los equipos de trabajo, en la universidad o en los proyectos personales. Nadie “entrena” a una persona sin entender su contexto, su historia, su círculo. Si alguien reacciona con ansiedad, miedo o desconfianza, probablemente no sea solo por lo que vive hoy, sino por lo que ha aprendido a vivir desde siempre.

Y en ese sentido, “no trabajas con perros, trabajas con familias” se convierte en una metáfora universal.
Porque no trabajas con individuos aislados. Trabajas con sistemas de experiencias, emociones y patrones que se retroalimentan.

Cuando comencé a ver la vida desde esa perspectiva, todo empezó a tener más sentido.
Comprendí por qué algunos amigos siempre volvían a relaciones que los dañaban.
Por qué ciertas personas no podían “soltar” un trabajo, aunque los consumiera.
Por qué algunos padres repetían inconscientemente las heridas que juraron no repetir.

No es que no quieran cambiar. Es que están dentro de un círculo emocional que se sostiene mutuamente. Y si no se transforma el círculo completo, el cambio individual es frágil, temporal, casi ilusorio.

Eso me hizo recordar algo que leí en el blog Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías:

“A veces creemos que curar es convencer. Pero curar, de verdad, es comprender.”

Y qué cierto es.
No se trata de imponer ni de corregir. Se trata de mirar con empatía lo que está pasando en conjunto.

En lo personal, me he dado cuenta de que cada vez que intento mejorar algo en mí —mi paciencia, mi disciplina, mi capacidad de escuchar— inevitablemente tengo que mirar cómo esas cosas se ven reflejadas en mis relaciones.
No puedo ser más paciente conmigo si sigo siendo impaciente con los demás.
No puedo crecer emocionalmente si no observo cómo mis emociones afectan a quienes amo.

Somos espejos. No perfectos, pero reales.
Y cuando uno empieza a verse en los ojos de los otros, descubre partes de sí mismo que jamás había notado.

Pienso también en los vínculos entre generaciones.
En cómo muchas veces los más jóvenes cargamos con la ansiedad de ser distintos, de romper moldes, mientras los mayores solo intentan protegernos desde lo que conocen.
Y en ese choque de visiones se pierden tantas oportunidades de entendimiento…
Pero, si hay algo que he aprendido observando mi propia familia, es que detrás de cada consejo, de cada silencio y de cada error, hay una intención de amor.
A veces torpe, a veces confusa, pero amor al fin.

Por eso, cuando hablamos de trabajar “con familias”, no se trata solo del lazo sanguíneo. Se trata de todos esos espacios donde compartimos humanidad: nuestros amigos, nuestros equipos, nuestras comunidades. Todos son familias emocionales.

Hace poco, en una conversación con mi papá —que escribe en Bienvenido a mi blog— me dijo algo que me marcó:

“A veces creemos que el cambio empieza afuera, pero siempre comienza dentro… aunque duela.”

Y eso me volvió a conectar con la idea central de este texto: ningún cambio es sostenible si no se comprende el entorno que lo sostiene.

En terapia familiar, en educación, en liderazgo o incluso en espiritualidad, esto se repite como una verdad universal:
no transformas la conducta, transformas el contexto.
No corriges al individuo, sanas la relación.
No “adiestras” al otro, te entiendes con él.

Tal vez por eso, cuando alguien dice “mi perro no me obedece”, lo que realmente debería preguntarse es:
¿cómo estoy comunicándome yo con él?
¿qué energía transmito?
¿qué incoherencias percibe?
Y eso mismo aplica en la vida:
¿qué incoherencias mostramos cuando decimos amar, pero gritamos?
¿cuando decimos confiar, pero controlamos?
¿cuando pedimos sinceridad, pero no sabemos escucharla?

Entender las dinámicas familiares —o humanas, en general— es entender que la armonía no viene de imponer reglas, sino de sincronizar intenciones.

He aprendido que la empatía no es solo ponerse en el lugar del otro, sino mirar cómo llegamos ambos a ese punto.
Y eso requiere humildad.
Requiere admitir que a veces somos parte del problema que queremos resolver.
Que nuestro miedo, nuestro orgullo o nuestra prisa también moldean las respuestas del otro.

Así que sí, quizá no trabajas con perros.
Trabajas con familias.
Y, si lo piensas bien, todos los días trabajas con familias, incluso si crees que estás solo: tu grupo de amigos, tus compañeros, tus clientes, tus seguidores en redes, tu comunidad.
Cada uno aporta una parte de ti que solo existe en ese vínculo.

No sé si esto te haga reflexionar como me hizo a mí, pero desde que entendí esta frase, veo el mundo con más paciencia.
Ya no me frustro tanto cuando las cosas no cambian al ritmo que quiero.
Porque entiendo que detrás de cada comportamiento, hay una historia.
Y detrás de cada historia, hay una red de vínculos intentando encontrar equilibrio.

Y en ese equilibrio imperfecto, en ese intento de comprendernos sin juzgar, tal vez esté la verdadera esencia de crecer.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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