Hay días en los que mi gato me mira como si supiera más de mí que yo de él.
No lo digo en tono romántico, lo digo porque a veces los animales nos muestran lo que nosotros no queremos ver.
Por ejemplo, cuando deja de comer. O cuando se acerca al plato, lo huele, y se va como si estuviera ofendido.
Entonces, uno se preocupa: “¿ya no le gusta la comida?”, “¿estará enfermo?”. Pero a veces la respuesta no tiene nada que ver con el alimento, sino con algo que, sin saberlo, le está molestando: sus bigotes.
Descubrí hace poco que los gatos pueden rechazar el cuenco de comida porque sus bigotes —esas vibrisas finas que parecen simples pelos decorativos— son extremadamente sensibles. Son sensores que captan el espacio, el aire, la distancia y hasta la presencia de otro ser.
Cuando rozan las paredes de un plato profundo, se saturan. Lo que para nosotros sería un roce leve, para ellos es una sobrecarga. Y lo que nosotros interpretamos como “capricho”, para ellos es incomodidad. Lo llaman fatiga de bigotes.
Y ahí fue cuando entendí algo más grande.
A veces nosotros también dejamos de comer de nuestro propio plato emocional.
Seguimos yendo al mismo trabajo, hablando con las mismas personas, creyendo en los mismos hábitos, pero de repente algo empieza a molestarnos sin razón aparente.
Como si algo invisible nos rozara por dentro una y otra vez hasta que decimos: “ya no quiero”.
Y lo que nos pasa no es hambre, ni desgano, ni pereza. Es fatiga de alma.
Esa incomodidad silenciosa que te dice que el entorno dejó de adaptarse a ti, aunque tú sigas intentando adaptarte a él.
Mi gato no se queda esperando a que el plato cambie. Se aleja. Y busca otra forma de comer.
En cambio nosotros solemos insistir en seguir en el mismo lugar.
Nos cuesta aceptar que el malestar no siempre se arregla cambiando de “comida” —de persona, de ciudad, de proyecto—, sino revisando el cuenco.
Es decir, el espacio donde ponemos lo que somos.
Mientras lo observaba comer directamente del suelo, recordé una frase de mi abuelo que leí hace poco en su blog Bienvenido a mi Blog:
“El alma también necesita espacio para respirar; no puedes llenarla de todo lo que otros quieren darte.”
Y pensé en cuántas veces aceptamos cosas solo por no incomodar.
Por miedo a parecer desagradecidos.
Por no saber decir “esto me está haciendo ruido”.
Nos volvemos expertos en tolerar roces emocionales hasta que el cuerpo, como los bigotes del gato, se satura.
Lo invisible también cansa
Hay una belleza en aprender a escuchar lo invisible.
No solo lo que duele mucho, sino lo que apenas incomoda.
Porque esas pequeñas molestias, si no las reconoces, se convierten en vacíos.
Y cuando el alma tiene hambre, busca lo primero que encuentra: ruido, distracciones, gente que no suma, pantallas sin sentido.
La fatiga de bigotes en los gatos es un recordatorio perfecto de cómo las cosas pequeñas importan.
No es el gran trauma ni la gran pérdida lo que a veces nos desconecta.
Es ese “algo” constante que no vemos, que no se nota desde afuera, pero que sigue tocando el alma como una gota cayendo siempre en el mismo lugar.
Hasta que te desgasta.
Por eso, cuando mi gato se alejó del cuenco, no solo cambió su manera de comer: me enseñó a respetar mis propios límites sensoriales y emocionales.
A cambiar mis espacios cuando algo, sin razón lógica, deja de sentirse bien.
A entender que el cuerpo también habla cuando el alma calla.
Un espejo peludo
Dicen que los animales reflejan la energía de su hogar.
Yo no sé si sea una ley universal o una coincidencia espiritual, pero sí sé que desde que aprendí a observar a mi gato con más conciencia, empecé a entender mis propias rutinas.
A veces su ansiedad era la mía.
Su quietud, mi calma.
Su rechazo al plato, mi rechazo a la rutina.
Y en esos momentos pienso que todos tenemos algo de gato:
un instinto que nos protege de lo que nos lastima,
una sensibilidad que capta lo que otros no notan,
una forma sutil de decir “esto no me gusta” sin usar palabras.
El problema es que, a diferencia de ellos, nosotros aprendemos a ignorar las señales.
A callar.
A convencernos de que “no es para tanto”.
Hasta que el alma, cansada de fingir que todo está bien, deja de tener apetito por la vida.
En ese punto, la solución no es forzarte a “volver a comer”.
Es cambiar el cuenco.
Modificar el entorno.
Revisar qué te está rozando el alma.
Y sí, a veces ese cambio es tan simple como hablar, descansar, o respirar diferente.
O tan profundo como alejarte de lo que amabas, porque ya no te nutre.
Lo que nos enseñan los silencios
Hay algo hermoso en el silencio de los animales.
No juzgan, no explican, solo actúan.
Comen o no comen.
Duermen o se esconden.
Y en ese acto tan puro hay una sabiduría que olvidamos en la adultez:
la de escuchar sin justificar.
Me pregunto cuántas veces habré sentido ese roce interior y lo llamé ansiedad, aburrimiento o cansancio.
Cuántas veces, como mi gato, necesité solo un plato más amplio, más libre, más limpio de expectativas.
En la vida moderna vivimos en platos demasiado pequeños.
Cuencos donde todo está apretado: el tiempo, las emociones, los sueños.
Y cuando algo se sale de ese molde, lo llamamos “problema”.
Pero quizás solo es una señal de que crecimos.
De que necesitamos un espacio nuevo para ser lo que somos ahora.
La enseñanza final
Después de cambiarle el cuenco por un plato llano, mi gato volvió a comer tranquilo.
No hubo drama.
Solo paz.
Y mientras lo miraba, pensé que la vida debería sentirse así: simple, pero en armonía con uno mismo.
A veces no necesitamos cambiar de comida, sino de forma.
De ritmo.
De entorno.
De mirada.
Y esa es quizás una de las lecciones más honestas que he aprendido en este tiempo:
cuando algo deja de sentirse bien, no siempre es porque esté mal…
a veces simplemente ya no es tu medida.
Así como los bigotes del gato necesitan espacio para no tocar los bordes, nuestras emociones necesitan lugar para expandirse sin chocar con las paredes de la costumbre.
Tal vez crecer se trate de eso: de reconocer lo invisible, de dar un paso atrás, y elegir comer desde un plato más amplio llamado libertad.
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“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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