viernes, 14 de noviembre de 2025

Tu gato no está vago, le duele el cuerpo



Nunca había pensado que los animales pudieran enseñarnos tanto sobre el silencio… hasta que un día noté que mi gato, ese pequeño compañero que antes saltaba con elegancia por toda la casa, empezó a mirar los muebles como si fueran montañas imposibles. Ya no corría detrás de los hilos que colgaban, ni se escondía debajo del sofá como cuando era un cachorro. Solo lo observaba todo, en quietud.

Al principio creí que era flojera. O que se había vuelto “viejo”. Porque eso es lo que uno escucha: “los gatos mayores duermen más”, “ya no tienen energía”, “se vuelven tranquilos”. Pero detrás de esa aparente calma se escondía algo más profundo. Era dolor.

No el dolor que se grita o se muestra, sino ese que se calla por instinto. Los gatos, como muchas personas, aprenden desde su naturaleza a no mostrar debilidad. En la selva o en la calle, mostrarse vulnerable puede significar no sobrevivir. Y tal vez por eso, incluso en el entorno más seguro, siguen ocultando su malestar.

Con el tiempo me di cuenta de que no era solo mi gato. Muchos animales callan lo que sienten. Pero lo que más me golpeó fue darme cuenta de cuánto se parece eso a nosotros mismos.

Hay personas que, como los gatos, dejan de saltar a sus lugares favoritos de la vida. Ya no se ríen igual, ya no buscan lo que antes los llenaba, ya no comparten con la misma energía. Y el mundo, que está tan lleno de juicios, suele decirles que están “cambiados”, “apagados” o “desmotivados”. Pero tal vez no es eso. Tal vez les duele el cuerpo… o el alma.

Cuando entendí eso, comencé a mirar distinto. No solo a mi gato, sino a la gente que amo. A veces, el silencio no es flojera. Es cansancio. Es un cuerpo que pide pausa. Es un corazón que está intentando sanar en silencio, igual que un animal que busca su rincón para lamer sus heridas sin molestar a nadie.

Mi gato me enseñó algo que no leí en ningún libro: el dolor no siempre se muestra con lágrimas, sino con ausencia. Con pequeñas renuncias cotidianas. Con ese “ya no hago esto” que uno normaliza porque cree que “ya pasó la etapa”.

Los veterinarios dicen que más del 80 % de los gatos mayores de doce años sufre de artrosis. Pero si uno no observa, pasa desapercibido. No cojean, no maúllan, no se quejan. Solo cambian sus hábitos. Dejan de saltar, dejan de acicalarse, dejan de jugar.

Y entonces pensé: ¿cuántas veces nosotros también disfrazamos el dolor de rutina?
¿Cuántas veces decimos “no tengo ganas” cuando en realidad queremos decir “me cuesta intentarlo”?
¿Cuántas veces dejamos de buscar lo que nos hacía felices solo porque duele enfrentarlo?

Cuidar de mi gato se convirtió en un espejo. Lo llevé al veterinario, le recetaron suplementos, cambiamos su rutina. Puse una pequeña rampa para que pudiera subir al sofá, elevé sus platos para que no tuviera que agacharse tanto, recorté el borde de su arenero para que entrara con facilidad.

Y mientras hacía todo eso, sentí que también estaba aprendiendo a cuidarme a mí mismo. Porque cada cambio que hacía para él era una metáfora: poner rampas donde antes había saltos, facilitar el camino, aceptar que hay etapas en las que el cuerpo —y el alma— ya no responden igual.

Cuidar es un acto silencioso. No tiene que ver con grandes gestos, sino con pequeñas atenciones. Con mirar más allá de lo evidente.
Mi gato me enseñó que amar también significa observar sin exigir.

Hoy lo veo dormir más, pero ya no con ese gesto de rigidez que antes me preocupaba. Lo veo acomodarse despacio, ronronear suave, agradecer con la mirada. No necesita palabras para decirme que se siente mejor.

Y cada vez que lo acaricio, recuerdo algo que leí una vez en el blog Amigo de ese Ser Supremo: que toda forma de vida es una expresión del mismo amor universal.
Esa frase cambió mi forma de relacionarme con los animales. Entendí que lo espiritual no siempre se manifiesta en templos o meditaciones, sino también en la forma en que tratamos a quienes dependen de nosotros.

También pienso que este tipo de conciencia debería ser parte de cómo entendemos la vida cotidiana, incluso en otros ámbitos. En el trabajo, por ejemplo, he visto cómo algunos compañeros que solían estar llenos de energía ahora se quedan quietos, callados, ausentes. Y no, no es que se “acomodaron”. Es que están cargando con un tipo de dolor invisible.

Así que cuando alguien deje de hacer algo que antes amaba, no lo juzgues enseguida. Tal vez no es desinterés, sino una herida que todavía no sabe cómo mostrar.

En mi caso, el cuidado de mi gato se volvió una metáfora de cómo acompañar al otro sin invadirlo, cómo ofrecer ayuda sin hacerlo sentir débil, y cómo aceptar que la vejez —en animales y en personas— no es decadencia, sino otra forma de sabiduría.

El dolor, cuando se acepta, deja de ser enemigo. Se vuelve maestro.
Y eso aplica también a los gatos. Ellos no quieren lástima. Solo comprensión.

Por eso, si notas que tu gato ya no salta al sofá, no lo llames “vago”. Si ya no juega, no pienses que perdió el interés. Si duerme más, no digas que “se volvió perezoso”. Observa, acompaña, adapta.

A veces, los seres más sabios de la casa no hablan. Solo esperan que aprendamos a escuchar con el corazón.

No sé cuánto tiempo más estará conmigo, pero sí sé que cada día intento hacerlo un poco más fácil para él. Y en ese proceso, curiosamente, también la vida se ha vuelto más fácil para mí. Porque cuidar de otro ser te recuerda lo esencial: que todos, en algún momento, necesitamos que alguien nos ponga una pequeña rampa en medio del camino.


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✒️ Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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