lunes, 29 de septiembre de 2025

Mi perro ladraba sin parar (hasta que entendí esto)



Hay momentos en los que uno se siente al borde del colapso. Yo lo viví con Kira, mi perro. Recuerdo la mirada de los vecinos cuando escuchaban sus ladridos en el pasillo, en el ascensor, en la portería. Recuerdo mi propia frustración tratando de entender qué hacía mal, por qué no podía calmarlo. Crecí en un hogar donde me enseñaron a leer entre líneas, a prestar atención a las señales pequeñas, a las pausas de la vida. Pero con Kira parecía que nada funcionaba. Y fue en ese punto, entre culpa y agotamiento, donde descubrí una verdad que cambió para siempre mi manera de vivir con un animal: los ladridos no eran el problema, eran el síntoma.

Lo comparto porque sé que no soy el único. Muchos de los que me leen en mi blog o en Mensajes Sabatinos han pasado por lo mismo: la sensación de que “el perro no aprende” o “es imposible cambiarlo”. Pero no es así. Y quiero contarte, desde mi experiencia y lo que he investigado después, cuáles son las razones más habituales de los ladridos excesivos y qué puedes hacer para acompañar de verdad a tu perro. No desde la queja ni desde el castigo, sino desde la escucha, la empatía y la comprensión. Es algo que también he aprendido leyendo a otros autores en blogs aliados como Bienvenido a mi Blog y reflexionando sobre la relación entre seres vivos en Amigo de ese Ser Supremo.

Me di cuenta primero del estrés. Kira ladraba porque algo lo desbordaba. No era capricho. No era un acto “contra mí”. Era su manera de liberar tensión. Igual que yo respiro hondo cuando algo me asusta. Igual que tú puedes llorar cuando estás agotada. Así que empecé a observar: ¿cuándo ladraba más?, ¿qué le incomodaba?, ¿qué detonaba esa reacción? Fui creando rutinas más predecibles, menos estímulos estresantes, espacios seguros donde él pudiera retirarse sin presión. Y, como decía un estudio de la Asociación Americana de Veterinarios, el simple hecho de reducir la ansiedad ambiental puede bajar drásticamente los ladridos. Yo lo vi. No fue de un día para otro, pero lo vi.

También descubrí el aburrimiento. Kira pasaba muchas horas solo cuando yo estaba en la universidad o trabajando. Un perro sin suficiente estimulación física y mental se aburre, y el aburrimiento se convierte en ladrido. Fue entonces cuando incorporé juegos de olfato, juguetes interactivos y paseos más largos y tranquilos. De repente, el ladrido dejó de ser su único canal de expresión. Y como confirma la Universidad de Bristol, los perros con rutinas de enriquecimiento ambiental ladran menos y viven más calmados. Esto cambió no solo a Kira, también a mí. Empecé a entender que cuidar no es solo dar alimento y techo; es dar tiempo, presencia y oportunidades para expresarse.

Otro hallazgo fue el refuerzo involuntario. Muchas veces, sin querer, le premiaba justo cuando ladraba. Lo regañaba, lo miraba, lo calmaba. Pero eso era atención, y la atención es un refuerzo poderoso. Aprendí a esperar a que estuviera en silencio para atenderlo. Aprendí a reconocer mis propias reacciones. Sophia Yin, veterinaria especialista en comportamiento, explica cómo evitar reforzar conductas no deseadas es la clave para que dejen de repetirse. Y es verdad. Cambié mis hábitos, y Kira empezó a cambiar los suyos.

Y finalmente, aprendí a no dar nada por sentado con la salud. A veces un cambio en el ladrido es un dolor escondido, un malestar físico. Los perros no te dicen “me duele aquí” con palabras. Te lo dicen con cambios en su comportamiento. Así que si tu perro empieza a ladrar de repente y no es su patrón habitual, lleva al veterinario. Descartar problemas físicos es tan importante como reforzar hábitos. La ASPCA lo menciona: ante cambios bruscos en el comportamiento, la revisión médica es esencial.

Mientras todo esto pasaba, yo también cambiaba por dentro. Empecé a ver a Kira no como un “problema que debía corregir” sino como un compañero que me estaba pidiendo ayuda a su manera. El ladrido dejó de ser ruido y se convirtió en un mensaje. Y cuando cambió mi mirada, cambió nuestra relación. Los ladridos bajaron, la calma volvió y hasta mis vecinos lo notaron. No fue un milagro. Fue empatía, información y constancia.

Esta experiencia me ha hecho pensar mucho en cómo nos relacionamos con los demás. Con los perros, con las personas, con nosotros mismos. Cuántas veces vemos un comportamiento y no nos preguntamos qué hay debajo. Cuántas veces castigamos síntomas en lugar de atender causas. Es algo que también he explorado en Organización Empresarial Todo en Uno.NET, donde hablamos de procesos, hábitos y acompañamiento; porque al final, se trata siempre de aprender a mirar más allá del síntoma.

Sé que este blog se lee desde lugares distintos. Algunos lo leerán como tutores de perros. Otros como padres, madres, o simplemente como personas curiosas por las relaciones entre especies. Mi invitación es la misma: escucha. Observa. No des por sentado. Las soluciones fáciles y los castigos rápidos rara vez funcionan. Lo que transforma es la paciencia, la coherencia y el respeto. Incluso —y sobre todo— cuando hay ladridos.

Cuando pienso en mi vida con Kira, veo cómo ese proceso también me enseñó sobre mí mismo. Me enseñó que no soy “malo” por frustrarme, ni “inútil” por no saberlo todo. Me enseñó que aprender requiere humildad y valentía. Y me enseñó que todos necesitamos un espacio seguro para expresar lo que nos duele. Si hoy tu perro ladra demasiado y sientes que “no puedes más”, te abrazo desde aquí. No es contra ti. Es un mensaje. Y si aprendes a leerlo, se abre una puerta enorme.

Hay un concepto que me gusta repetir: convivir es traducir. Traducir lo que no se dice con palabras. Traducir lo que se expresa en gestos, movimientos, silencios. Con Kira aprendí a traducir ladridos. Con mis amigos y familia aprendo a traducir miradas. Conmigo mismo aprendo a traducir mis emociones. Y esa es, quizá, la tarea más humana de todas.

Cuando me preguntan “¿qué hago con mi perro que ladra mucho?”, ya no doy recetas rápidas. Les cuento esta historia. Les hablo de empatía, de coherencia, de salud, de juego. Porque detrás de cada ladrido hay una historia. Y porque cada tutor tiene la capacidad de transformar esa historia con paciencia y acompañamiento.

No me gusta terminar estos textos como si fueran manuales. Prefiero dejarlos abiertos, como una conversación que sigue. Pero sí quiero decirte algo: si has llegado hasta aquí leyendo, ya estás haciendo algo distinto. Ya estás prestando atención. Ya estás dispuesta a entender, no solo a corregir. Y eso, créeme, es el primer paso hacia el cambio.

Así que la próxima vez que escuches a tu perro ladrar, respira. Pregúntate “¿qué necesita?”. Mira alrededor. Revisa tus rutinas. Consulta con profesionales si hace falta. No estás sola en esto. Todos estamos aprendiendo. Y ese aprendizaje, cuando se comparte, es más ligero.

Y tal vez, como me pasó a mí, descubras que el ladrido de tu perro es también un espejo de tu propia vida: tus ritmos, tus miedos, tus ausencias. Y que al ayudarlo a él, te ayudas a ti misma.

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domingo, 28 de septiembre de 2025

Todas las medias verdades sobre gat@s que te han contado


Hay historias que nos marcan sin darnos cuenta. Recuerdo cuando escuché por primera vez la fábula del león y el ratón. Me la contaron de niño para enseñarme que nadie es menos que nadie, que hasta el más pequeño puede ayudar al más grande. Y sí, es una bonita metáfora. Pero cuando crecí, empecé a convivir con felinos y a mirar el mundo de otro modo. Entendí que muchas veces esas historias son solo eso: historias.

Si has vivido con un gato, sabes que probablemente disfrutaría más jugando con el ratón que liberándolo para una oportunidad en el futuro. Y no por crueldad: porque su lenguaje es otro, su manera de relacionarse es distinta, sus códigos no son los nuestros.

Como en esta historia, hay muchísimas cosas que nos cuentan sobre los gatos —y sobre cómo “deberíamos” convivir con ellos— que en realidad son medias verdades. Y esas medias verdades terminan afectando a las familias multiespecie, haciéndoles tomar decisiones equivocadas.

Cuando empecé a leer Mensajes Sabatinos y otros blogs de reflexión espiritual, noté algo: muchas veces repetimos frases heredadas sin revisarlas. Con los gatos pasa igual. Y cada frase mal entendida puede convertirse en un mito que altera nuestra relación con ellos.

Me gustaría compartirte algunas de las medias verdades más comunes que he visto y cómo las he vivido yo, para que puedas mirarlas con otros ojos.

Una de las más grandes: “Los gatos son indiferentes”. Cuántas veces escuchamos eso. Pero la verdad es que los gatos no son indiferentes: tienen otra forma de demostrar su afecto. Su amor no grita, no salta, no se agita. Se tumba cerca. Te mira despacio. Parpadea lento. Se sienta justo donde tú vas a estar. Ese es el lenguaje de la presencia, no de la indiferencia.

Otra media verdad muy extendida: “Los gatos son traicioneros”. He oído esto desde pequeño. Pero la traición es un concepto humano. Los gatos pueden reaccionar de forma abrupta cuando están asustados o sobreestimulados, pero no planean nada en contra tuya. Sus límites son claros y, si los aprendes a leer, descubrirás que su comportamiento es predecible y honesto.

También está la frase: “Los gatos se encariñan con la casa, no con las personas.” Esto es solo parcialmente cierto. Sí, los gatos son sensibles a su territorio, pero también crean vínculos profundos con las personas. Estudios de la Universidad Estatal de Oregón (2019) muestran que muchos gatos establecen apego seguro con sus humanos, igual que los bebés.

En Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías se habla de cómo la presencia silenciosa también es vínculo, y creo que esa es la clave para entender a un gato. Su vínculo no se construye desde la exigencia ni desde la dependencia, sino desde la constancia y el respeto.

Otra media verdad es “Los gatos son fáciles de cuidar porque son independientes.” Es cierto que son más autosuficientes que un perro, pero no significa que no necesiten atención emocional, estimulación mental o visitas al veterinario. Esa idea de independencia absoluta lleva a muchos a descuidar su salud o su entorno.

Y por último, “Un gato feliz es un gato gordo.” Nada más lejos de la realidad. La obesidad felina es uno de los problemas más graves en hogares modernos. Un gato saludable es activo, curioso y tiene un peso adecuado para su complexión. La gordura no es sinónimo de bienestar, es un signo de alerta.

Todo esto me hace pensar que convivir con gatos es un acto de humildad. No puedes imponer tus reglas ni tus mitos. Tienes que aprender a observar, a escuchar lo invisible, a sostener un vínculo que no se parece al que nos enseñaron.

En Mi Blog Personal he escrito sobre cómo el amor verdadero no es posesión, es acompañamiento. Con los gatos es exactamente eso: acompañar su naturaleza sin intentar moldearla a nuestra conveniencia.

Yo también caí en esas medias verdades. Pensé que Kira (mi gata de la infancia) “sabía cuidarse sola”, que “no necesitaba tanto afecto”. Y con los años entendí que sí lo necesitaba, solo que no lo pedía con palabras. Cuando finalmente empecé a jugar más con ella, a observarla sin celular en la mano, a respetar sus ritmos, nuestra relación cambió.

Aprender a cuidar a un gato es aprender a leer un lenguaje nuevo. Un lenguaje hecho de pausas, silencios, gestos mínimos. Es aprender que, en la convivencia multiespecie, tú no eres el protagonista absoluto, eres un compañero.

Por eso este blog no es solo para cuestionar mitos. Es una invitación a desaprender. A que cada familia con gatos se pregunte: “¿Esto que creo es real o solo es costumbre?” A que busquen información actualizada y empática. A que se den permiso para mirar más allá de las frases heredadas.

En un mundo donde los estímulos son ruidosos y rápidos, un gato nos recuerda la importancia de la lentitud, del respeto, de los vínculos silenciosos. Nos recuerda que no todo se explica: algunas cosas se sienten.

Así que la próxima vez que escuches una “verdad absoluta” sobre los gatos, mírala con cariño y desconfianza. Porque, como con el león y el ratón, hay enseñanzas escondidas en los cuentos, pero también hay realidades que necesitan ser contadas de otra forma.

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sábado, 27 de septiembre de 2025

5 mitos que (muchos) creen sobre perros



Cuando adopté a Kira, me hice una promesa: que haría todo lo posible para entenderla y darle la vida más feliz que pudiera. Creí que sería fácil porque ya había tenido perros, porque había visto videos y leído artículos. Pero pronto descubrí algo: entender a un perro no es tan fácil como parece cuando creces rodeado de mitos.

Al principio yo también caí en ellos. Creía en esas frases que repetimos sin pensar: que hay que mostrarle quién manda, que algunas razas son “complicadas”, que si mueve la cola está contento… Confiaba ciegamente en esos mitos. Y cometí errores. Errores que afectaron a Kira, a nuestra relación y a cómo nos sentíamos juntos.

Lo bueno es que los errores también enseñan. Empecé a formarme, a leer estudios, a asistir a cursos y a escuchar a profesionales que hablaban con datos reales en lugar de prejuicios. Ahí descubrí algo más profundo: que amar a un perro es, ante todo, aprender a mirarlo sin filtros.

En “Mensajes Sabatinos” he leído reflexiones sobre cómo los vínculos se sostienen con verdad y no con hábitos heredados. Con los perros pasa igual: no basta con quererlos, hay que desaprender creencias dañinas y construir otras nuevas.

Quiero compartirte hoy los cinco mitos más extendidos sobre perros que yo mismo creí, junto con datos reales para que nunca más vuelvas a dudar.

El primero: “Tu perro quiere dominarte.” Esta idea, muy extendida hace años, está completamente desfasada. Los perros no ven el mundo en términos de dominio y sumisión con los humanos. Necesitan líderes claros, sí, pero líderes basados en calma, comunicación y coherencia, no en dominio. La teoría de la dominancia ha sido completamente desmentida por la ciencia moderna del comportamiento animal. La American Veterinary Society of Animal Behavior publicó en 2009 un comunicado oficial explicando que estos enfoques causan más estrés y problemas de comportamiento.

El segundo mito: “Hay razas agresivas por naturaleza.” Esto es falso y puede ser peligroso, porque genera prejuicios hacia ciertos perros. La agresividad es un comportamiento, no una característica genética exclusiva de una raza. El American Veterinary Medical Association (AVMA) afirma claramente que ningún estudio científico serio confirma que determinadas razas sean naturalmente agresivas. La agresividad depende del entorno, la educación, las experiencias y el bienestar emocional.

El tercero: “Si mueve la cola, está feliz.” Esto es una simplificación extrema que confunde a muchos tutores. Mover la cola indica excitación, no necesariamente felicidad. Un perro puede mover la cola también por estrés, incertidumbre o incluso miedo. Un estudio publicado en Current Biology (Artelle & Mills, 2011) indica que la posición y velocidad del movimiento de cola puede significar emociones tan diversas como miedo, ansiedad o alegría. Aprender a distinguirlas es clave para una convivencia segura.

En “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” he leído sobre cómo el lenguaje verdadero no siempre tiene palabras. Con los perros es igual: su lenguaje es corporal y emocional. Si no aprendemos a leerlo, interpretamos mal.

El cuarto mito: “El perro que muerde una vez, lo hará siempre.” Esto también es incorrecto. Los perros muerden por motivos específicos: miedo, dolor, incomodidad o sensación de amenaza. Si solucionamos la causa que desencadenó ese comportamiento, es probable que no vuelva a pasar. Según la American Society for the Prevention of Cruelty to Animals (ASPCA, 2015), la mayoría de mordidas podrían evitarse comprendiendo las señales previas de incomodidad y gestionando mejor las situaciones de riesgo.

El quinto mito: “Los perros saben cuándo han hecho algo mal y sienten culpa.” Esto es un mito humano muy común. En realidad, lo que interpretamos como “culpa” (mirada baja, esconderse, agachar las orejas) es solo una respuesta a nuestro lenguaje corporal y tono de voz, que anticipa una reprimenda, pero no significa que el perro entienda que hizo algo “malo”. Un estudio publicado en Behavioural Processes (Horowitz, 2009) demostró que la famosa “mirada culpable” de los perros ocurre por la reacción del dueño, no por el conocimiento del perro de haber hecho algo incorrecto.

Conocer estos mitos y entender por qué son erróneos me ayudó a construir una relación más sana, real y feliz con Kira. Y espero que ahora también pueda ayudarte a ti. Porque nuestros perros merecen tutores que no solo les quieran mucho, sino que también sepan cuidarles bien.

En “El blog Juan Manuel Moreno Ocampo” he escrito sobre cómo, en la vida, el primer paso para cuidar bien es informarse. No basta con el amor intuitivo, necesitamos amor informado. Y eso aplica tanto a nuestras relaciones con las personas como con los animales.

Cuando miro atrás, pienso en todo lo que Kira me enseñó. Que ningún vínculo se construye sobre el miedo. Que ninguna convivencia florece en la incoherencia. Y que la ternura se aprende tanto como se siente.

Así que, si estás leyendo esto y tienes un perro en casa, te invito a cuestionar los mitos que heredaste. Observa. Escucha. Aprende. No para ser el “dueño perfecto”, sino para ser un compañero más consciente y justo.

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viernes, 26 de septiembre de 2025

Por qué mi perro no me hace caso? Lee esto

 



Recuerdo perfectamente el día que me rendí por primera vez. Había intentado que mi perro, Milo, dejara de tirar de la correa. Una vez. Otra vez. Y otra más. Pero no había manera. Miraba vídeos, leía libros y preguntaba a profesionales, pero parecía que Milo simplemente no quería aprender.

—Es cabezota —pensaba.
—O quizás yo no sé hacerlo.

La frustración era tan real que dolía. Seguro que tú también la has sentido alguna vez. Lo que no sabía entonces era esto: no era culpa de Milo. Y probablemente, tampoco era culpa mía. Simplemente, no conocía la forma correcta de enseñarle.

Hoy quiero compartir contigo algo que cambió por completo mi relación con los perros: la verdadera razón por la que algunos perros “parecen no aprender nunca”. Y no tiene nada que ver con inteligencia ni terquedad. Tiene que ver con cómo enseñamos.

Cuando descubrí esto, no fue en un manual, fue en la vida real, en el parque, en esos paseos largos donde no hay filtros ni trucos. Fue también leyendo reflexiones en “Mensajes Sabatinos” sobre cómo la paciencia es una forma de amor invisible. Ahí entendí que educar a un perro —igual que acompañar a una persona— es un acto de coherencia, constancia y respeto.

Hay tres errores que veo repetirse mucho y que yo mismo cometí. Y quiero contártelos aquí, no como recetas milagrosas, sino como aprendizajes de alguien que se equivocó mil veces y aún así sigue intentando hacerlo mejor.

El primero: incoherencia en las señales. A veces decimos “quieto”, a veces “espera”, a veces “para”. No importa qué palabra uses, pero usa siempre la misma para pedir el mismo comportamiento. Escoge una única palabra para cada comportamiento que enseñes y asegúrate de usarla siempre igual. Según Karen Pryor (2002), esta coherencia multiplica el éxito en el aprendizaje. Lo aprendí a la mala: Milo no entendía nada porque yo cambiaba las órdenes sin darme cuenta.

El segundo: falta de constancia. Un día me parecía bien que subiera al sofá y otro día no. Esto confunde mucho a tu perro, porque no entiende qué esperas de él. Define reglas claras y constantes desde el principio, sin cambiarlas según tu humor o tus circunstancias. La constancia acelera el aprendizaje y reduce enormemente la frustración (Rooney & Cowan, 2011). En “Bienvenido a mi Blog” hablo mucho de esto aplicado a la vida: no puedes pedir resultados distintos si tu señal es ambigua.

El tercero: reforzar comportamientos no deseados sin darte cuenta. Tu perro ladra y le prestas atención (aunque sea negativa), o tira de la correa y le dejas avanzar más rápido hacia el parque. Sin querer, estás premiando justo lo que quieres evitar. Fíjate muy bien en cómo reaccionas ante las conductas no deseadas y asegúrate de no premiarlas accidentalmente. Ignorar o redirigir correctamente estas conductas es clave para que dejen de repetirse (Yin, 2011).

Cuando entendí estos tres puntos, algo increíble pasó: Milo empezó a aprender más rápido, sin estrés y con mucha más alegría. Porque aprender nunca debería ser frustrante ni para ti ni para tu perro. La convivencia dejó de ser una batalla y se volvió una conversación silenciosa donde ambos aprendíamos juntos.

En “El blog Juan Manuel Moreno Ocampo” he escrito sobre cómo la espiritualidad y la tecnología me han enseñado a no esperar resultados inmediatos. Con los perros es igual: no se trata de “programarlos” para que obedezcan, sino de construir un vínculo donde ambos entienden las reglas del juego.

Si hoy tienes la sensación de que “no hay manera” con tu compañero canino, prueba esto que te he contado. Verás cómo todo empieza a cambiar. No necesitas convertirte en adiestrador profesional, solo necesitas coherencia, constancia y atención a lo que refuerzas.

La próxima vez que te sientas frustrada, recuerda: tu perro sí quiere aprender, solo necesita que le enseñes bien. Y tú también puedes aprender a enseñarle distinto. Es un camino, no una meta.

A veces pienso que educar a un perro es como educar nuestra propia mente. Si somos incoherentes, si cambiamos de idea cada día, si premiamos nuestros hábitos dañinos sin darnos cuenta, terminamos confundidos y frustrados. Pero si somos claros, constantes y atentos, creamos un entorno donde el aprendizaje es natural y hasta placentero.

En “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” se habla de cómo el amor verdadero no es solo emoción, sino también estructura y cuidado. Con los perros pasa igual: amar no es solo acariciar, es también guiar, sostener, marcar límites claros y consistentes.

Quizá la enseñanza más grande que me dejó Milo es esta: ningún vínculo florece en la incoherencia. Si quieres que tu perro confíe en ti, dale motivos para confiar. Señales claras. Reglas estables. Recompensas justas. Y paciencia, mucha paciencia.

Así, poco a poco, la pregunta “¿por qué mi perro no me hace caso?” se transforma en “¿cómo puedo yo comunicarme mejor?”. Y ahí es cuando todo cambia. Porque la comunicación no es un lujo, es el puente que sostiene el vínculo.

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jueves, 25 de septiembre de 2025

¿Tu perro es feliz? 5 preguntas clave



Hace unos años, alguien me preguntó, casi sin previo aviso:

—¿Cómo sabes que tu perro es feliz contigo?

Me quedé en silencio. No porque no creyera que fuera feliz, sino porque nunca me lo había planteado así, tan directamente. Esa pregunta se me quedó pegada varios días. Y creo que, desde entonces, no se me ha terminado de despegar.

La realidad es que no siempre es fácil estar seguro de que estamos haciendo las cosas bien. Los perros no hablan con palabras. No te dicen: “Sí, estoy perfecto, gracias por todo”. Y ahí está nuestro desafío: tenemos que aprender a escucharlos de otra manera, con sus gestos, con sus movimientos, con pequeñas señales que a veces se nos escapan.

Por suerte, hoy sabemos cómo hacerlo. Existen señales claras, validadas científicamente, que muestran si tu perro se siente a gusto, cómodo y feliz contigo. Y no tienen que ver con comprarle juguetes caros o darle premios cada hora, sino con construir un vínculo real y cotidiano.

Cuando leo textos en “Mensajes Sabatinos” sobre el cuidado invisible que sostiene los vínculos, pienso justo en esto. La felicidad de un perro no es una casualidad, es un resultado de presencia, de atención, de coherencia.

Una de las señales más claras es el juego espontáneo y frecuente. Un perro feliz juega. No solo contigo, sino también por su cuenta. Salta, corre, persigue pelotas invisibles, mueve juguetes por la casa sin miedo ni inhibición. El juego es una señal clara de bienestar emocional (Boissy et al., 2007). Si tu perro juega, está diciendo que su mundo es seguro.

Otra señal es el descanso profundo y regular. Un perro tranquilo emocionalmente es capaz de descansar profundamente. Se tumba cerca de ti con confianza, duerme en posturas relajadas (patas estiradas, cuerpo extendido, respiración lenta) y logra entrar en sueño profundo fácilmente. Según el estudio de Kis et al. (2017), el sueño tranquilo y profundo es clave en el bienestar canino. En otras palabras, un perro que duerme bien es un perro que confía en su entorno.

También está la curiosidad. La curiosidad es otra señal fundamental de bienestar. Un perro feliz explora nuevos lugares con calma, olfatea objetos y entornos nuevos sin ansiedad ni temor constante. Esto demuestra seguridad y ausencia de estrés excesivo (Ley et al., 2007). Cuando paseas con él y ves que se atreve a investigar, que no camina encogido ni con la cola metida, ahí hay un indicador potente.

En “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” he leído varias veces sobre aprender a leer los signos de la vida con calma. Esto aplica también aquí: leer al perro sin exigir, sin proyectar. Solo observar y reconocer lo que ya está ahí.

Y por supuesto, está la cercanía relajada. Se acerca a ti con confianza, busca tu contacto de forma tranquila. Se apoya en ti, se tumba a tu lado, te mira despacio con parpadeos lentos. La cercanía relajada indica apego seguro y felicidad emocional (Rehn & Keeling, 2016). Ese momento en que tu perro se tumba a tus pies sin pedir nada más es un mensaje enorme: está cómodo, está seguro, está contigo.

Si mientras lees esto has reconocido a tu perro en alguna de estas señales, tranquila: lo estás haciendo bien. Y si te has dado cuenta de que falta algo, ahora ya sabes en qué fijarte. La felicidad de tu perro no depende de grandes cosas. Depende de que lo entiendas, lo escuches y lo cuides bien. Nada más (y nada menos).

Cuando escribo en “Bienvenido a mi Blog” sobre cómo aprender a vivir con más conciencia, me doy cuenta de que el mismo principio aplica para la relación con los animales: no es un checklist que se cumple, es una sensibilidad que se cultiva.

Yo también tuve momentos de duda. Hubo días en que mi perro estaba distante y yo pensaba que algo estaba mal conmigo. Hasta que aprendí a leerlo. Entendí que los perros, igual que nosotros, tienen días buenos y días raros. Que su lenguaje no es lineal. Que la felicidad se construye a diario, no en un solo gesto.

Por eso, si te preguntas “¿Mi perro es feliz conmigo?”, no te angusties. Hazte estas preguntas:
—¿Juega de forma espontánea?
—¿Descansa profundo y sin miedo?
—¿Explora con curiosidad?
—¿Se acerca a ti con confianza?

No hay receta mágica, pero estas señales son brújula. Si están presentes, es muy probable que estés haciendo las cosas bien. Si no, no es un fracaso, es una invitación a ajustar, a aprender, a acompañar distinto.

En “El blog Juan Manuel Moreno Ocampo” he escrito sobre la importancia de no esperar al último momento para cuidar los vínculos. Esto también aplica a tu perro. No esperes a que aparezca un problema para revisar su bienestar. No esperes a que te “lo diga” con conductas extremas. Aprende a leer los signos tempranos.

Quizá la enseñanza más grande es que cuidar de un perro no es solo alimentarlo. Es acompañarlo también en lo invisible. Es estar atento a lo que no dice, a lo que expresa con su cuerpo. Es sostener su mundo con la misma delicadeza con la que sostendrías el de un niño.

Así, la pregunta “¿Mi perro es feliz conmigo?” deja de doler y se convierte en guía. Porque no importa tanto la respuesta absoluta, importa tu disposición a mirar, a escuchar y a mejorar. Importa que te lo preguntes. Porque quien se pregunta ya está cuidando distinto.

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miércoles, 24 de septiembre de 2025

En qué se parece un café a un gato?



Quizá suene raro. Pero quédate conmigo.

Hay algo en común entre un café recién hecho y un gato que se te acerca. Ambos aparecen en el momento exacto en que más los necesitas. Ambos te invitan a parar, a respirar, a hacer una pausa. Lo descubrí un día cualquiera, sentado frente al computador, con una taza de café caliente al lado y mi gato enrollado en el sofá, mirándome. Fue ahí cuando entendí que la vida, como un buen café y como un gato, no espera eternamente.

Muchas veces nos preparamos un café con cariño, lo servimos, lo olemos… y lo dejamos sobre la mesa mientras hacemos “una cosa más”. Cuando por fin volvemos a él, está frío. Ya no es lo mismo. A veces pasa igual con los sueños. Con ese pensamiento que vuelve una y otra vez: “Ojalá pudiera dedicarme a cuidar gatos”. “Ojalá pudiera trabajar con lo que me emociona”. “Ojalá me atreviera a intentarlo”. Lo sientes con fuerza, te lo preparas mentalmente… y justo cuando estás a punto te dices: “No ahora”. “Después”. “Cuando tenga más tiempo”.

Pero después no siempre llega. Y cuando llega, lo que una vez te ilusionó ya no calienta igual. No porque no lo desees, sino porque llevas demasiado tiempo dejándolo para después. En “Mensajes Sabatinos” leí una vez que “el alma se enfría cuando pospones lo que amas”. Esa frase me acompañó mucho cuando sentí que mis ganas de escribir se apagaban.

Mi gato me enseñó algo parecido. Él no espera que yo lo acaricie “después”. Él llega y se sube a mis piernas ahora. Su ronroneo no se guarda para más tarde. Su presencia es un recordatorio vivo de que hay cosas que se disfrutan cuando suceden, no cuando “por fin tengas tiempo”. Y si no lo haces, se enfrían. Se apagan. Se van.

A veces me preguntan cómo hago para mantener tantos proyectos, blogs y estudios al mismo tiempo. Y la respuesta es esta: aprendí a no dejar que se enfríen. En “Bienvenido a mi blog” hablo de cómo convertir pequeñas ideas en acciones inmediatas. No tienes que hacerlo todo ya, pero sí dar un paso ahora. Un email, un boceto, un mensaje, una prueba. Algo que le diga a tu deseo “te estoy escuchando” antes de que se enfríe.

Cuando me siento frente a mi gato con una taza caliente en las manos, pienso en todas las veces que pospuse mis sueños. Las veces que me dije “cuando acabe la universidad” o “cuando tenga más dinero” o “cuando esté listo”. Y me doy cuenta de que nunca estás del todo listo. Que la vida no es un manual que se sigue página a página. Que a veces tienes que dar el salto cuando todavía no estás seguro, porque es ahí cuando está caliente.

En “El blog Juan Manuel Moreno Ocampo” compartí hace poco una reflexión sobre el tiempo: “no existe el momento perfecto; existe el momento presente”. Esta frase no es solo filosofía barata. Es práctica. Es mi forma de vivir. Porque si esperas demasiado, el café se enfría. El gato se va. El sueño se apaga.

La metáfora del café y del gato también me ayuda a entender las relaciones. ¿Cuántas veces dejamos para después la llamada, el abrazo, el mensaje? ¿Cuántas veces creemos que la gente va a estar ahí eternamente esperando? Y no. Como el café, como el gato, como los sueños, las personas también necesitan calor presente. Necesitan saber que son prioridad ahora, no “después”.

Yo no escribo esto para presionar a nadie. Lo escribo porque sé lo que se siente ver cómo algo que te emocionaba se vuelve rutina, cómo un deseo vivo se convierte en idea lejana. Sé lo que es arrepentirse de no haber empezado antes. Por eso te lo recuerdo: el deseo de dedicarte a algo que amas no es una tontería. Es una parte tuya que quiere hacerse realidad. Y merece ser escuchada a tiempo.

Hace poco, en “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías”, leí una frase que decía “lo que honras ahora se convierte en tu futuro”. Me pareció tan cierto que lo anoté en mi libreta. Porque es eso: cada acción pequeña es una forma de honrar lo que quieres. Cada sorbo de café caliente, cada caricia al gato, cada paso hacia tu sueño es un hilo que construye tu vida.

Si hoy estás leyendo esto y tienes un sueño en pausa, piensa en tu café y en tu gato. ¿Qué puedes hacer hoy —no mañana— para acercarte a eso? No tiene que ser grande. Solo tiene que ser caliente. Un mail, una investigación, un boceto, un primer cliente, una conversación honesta. Algo que le diga a la vida que estás listo para recibir.

En mi caso, fue escribir. Escribí cuando tenía miedo, escribí cuando no sabía si alguien leería, escribí sin permiso. Y eso fue mi sorbo caliente. Gracias a eso hoy puedo decir que vivo de lo que amo, que escribo desde mi experiencia, que comparto con ustedes.

Al final, el café y el gato son metáforas, pero también son maestros. Uno te invita a pausar, el otro a estar presente. Ambos te muestran que el momento es ahora, que la vida sucede aquí y no en el “después”.

Así que antes de que tu café se enfríe, antes de que tu gato se levante, antes de que tu sueño se apague, empieza. No importa si tiemblas, si dudas, si no sabes. Empieza. Porque la vida, como un buen café y como un gato que te busca, se disfruta más cuando todavía está caliente.

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martes, 23 de septiembre de 2025

7 de cada 10 conflictos con perros se deben a malentendidos (y puedes evitarlo)



Desde pequeño crecí viendo a perros y humanos convivir como si fuera lo más natural del mundo. En mi familia siempre hubo algún canino rondando la casa y, como la mayoría de la gente, yo creía que “entender” a un perro era casi automático. Bastaba con quererlo, alimentarlo y jugar con él. Con los años descubrí que no era así de simple.

Por primera vez, Hugo Fernández (@enclavedecan), referente europeo en bienestar y comunicación canina, llega a Latinoamérica. Y lo hará en Chile, Argentina y Perú. Más allá del viaje, lo que trae consigo es mucho más importante: una forma distinta de mirar a los perros, de escucharlos incluso cuando no emiten sonido alguno.

¿Por qué esto es urgente? Porque 7 de cada 10 conflictos entre humanos y perros se deben a malentendidos en la comunicación (University of Lincoln, 2016). Porque el 60 % de los perros que viven en ciudades muestran signos de estrés crónico: ansiedad, reactividad, frustración (Universidad de Helsinki, 2020). Y porque aunque convivimos con ellos cada día, la mayoría no sabe interpretar sus señales básicas de incomodidad.

Las consecuencias las soportamos a diario: vínculos que se tensan, perros que no consiguen adaptarse, familias que desconocen cómo ayudarlos. En “Mensajes Sabatinos” leí una vez: “Las grietas de la convivencia no aparecen de golpe; son silencios no escuchados”. Esta frase me viene a la cabeza cada vez que veo a un perro gruñir sin que nadie entienda por qué.

Hugo propone un enfoque distinto. No se trata solo de entrenar, se trata de observar, empatizar y respetar. Y esa forma de entender al perro puede transformar hogares, paseos y relaciones. A mí me habría ahorrado más de una situación incómoda en mi adolescencia, cuando me encargaba de pasear al perro de la familia y no entendía por qué se tensaba con ciertos estímulos en la calle.

Hay tres claves por las que yo iría sí o sí a uno de sus seminarios si estuviera en alguna de estas ciudades. La primera: las claves del bienestar del perro en ciudad. Para familias que quieren saber qué necesita realmente un perro para sentirse seguro en entornos urbanos. Qué condiciones mínimas hacen posible la tranquilidad, la calma y el vínculo.

La segunda: observación y comunicación canina. Aprender a ver lo que antes pasaba desapercibido. Estrategias de afrontamiento, señales sutiles, intentos de regularse. Después de este seminario te costará no mirar con otros ojos. Y la tercera: el juego humano-perro. ¿Sabías que muchas conductas ansiosas empeoran por un mal juego? Conocerás qué es realmente el juego, por qué importa tanto y cómo convertirlo en un canal de bienestar. No todo lo que parece diversión lo es.

En “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” leí sobre la importancia de los vínculos silenciosos y el respeto a los ritmos del otro. Eso también aplica aquí. El 80 % de los casos que no progresan tienen un mal enfoque desde el inicio. No es falta de amor, es falta de comprensión.

Cuando escribo en “Bienvenido a mi Blog” sobre convivencia humana, suelo insistir en algo que aprendí con los años: no improvises en lo esencial. No improvisamos con la salud, no improvisamos con un viaje importante, no improvisamos con la crianza de un hijo. ¿Por qué improvisaríamos con la seguridad emocional de un perro y de un niño en la misma casa?

Yo crecí creyendo que un perro “educado” era suficiente. Hoy sé que un perro entendido es mucho más importante. Entender significa leer sus señales, respetar sus tiempos, crear espacios seguros, no forzar interacciones. Significa también saber cuándo pedir ayuda profesional. Porque no hay vergüenza en decir “no sé qué hacer”. Vergüenza es mirar a otro lado hasta que algo grave ocurra.

Los estudios de la Universidad de Helsinki sobre estrés canino urbano son claros: los perros sufren con nuestros ritmos acelerados, con los estímulos constantes, con la falta de espacios tranquilos. Y nosotros sufrimos con sus reacciones cuando no entendemos su lenguaje. Romper ese ciclo es posible, pero requiere consciencia.

Mientras escribo esto, pienso en cuántas veces he malinterpretado una señal no verbal en humanos: una mirada, un silencio, un gesto. Somos una sociedad que habla mucho y escucha poco. Quizá aprender a leer a los perros sea también un entrenamiento para aprender a leernos entre nosotros.

En “El blog Juan Manuel Moreno Ocampo” he compartido cómo la espiritualidad y la tecnología pueden convivir si hay sensibilidad. Creo que esta llegada de Hugo Fernández a Latinoamérica es también un acto espiritual en cierto modo: venir a recordarnos que la convivencia es un arte, no un protocolo.

Si tienes perro y estás en alguna de estas ciudades, te invito a que no dejes pasar esta oportunidad. No es publicidad vacía: es un recordatorio de que podemos vivir distinto, criar distinto, vincularnos distinto. Y de que en cada paseo hay un lenguaje secreto esperándonos a ser descubierto.

Quizá ahí está la enseñanza final: los perros —igual que los gatos, igual que nosotros— no se explican del todo. Se leen. Y leerlos con empatía puede cambiarlo todo.

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