Hay noches en las que el silencio de la casa se rompe con un “miau” insistente. No es cualquier sonido; es casi como si tuviera un mensaje cifrado que solo tú puedes descifrar. Llego cansado, me quito los zapatos y ahí está mi gato, siguiéndome con la mirada y lanzando uno tras otro esos maullidos que parecen preguntas sin respuesta. A veces me río, otras me frustro un poco, y otras simplemente me quedo quieto, observándolo, tratando de entender qué me está diciendo en su idioma felino.
Con el tiempo, he comprendido que cada maullido es una forma de comunicación diseñada exclusivamente para los humanos. Los gatos entre ellos no se maúllan de esa manera; han desarrollado ese recurso para “hablarnos”. Y lo más curioso es que muchas veces, cuando no los entendemos, no es porque ellos no sepan comunicarse… es porque nosotros no sabemos escuchar.
Recuerdo una tarde en la que, por estar tan concentrado en mis cosas, olvidé servirle la cena a tiempo. No fue un olvido intencionado, simplemente mi rutina cambió. Él empezó con un maullido corto, luego uno más largo, después me siguió por toda la casa. Cuando finalmente me detuve y lo miré, tenía una mezcla entre reclamo y ternura. Fue ahí cuando entendí algo que aplica no solo a los gatos, sino a las relaciones humanas: cuando no somos conscientes de los pequeños cambios que hacemos, otros —humanos o animales— sí lo notan profundamente.
Los gatos son extremadamente sensibles a sus rutinas. Un cambio en la hora de la comida, una mudanza, una visita inesperada, incluso mover los muebles de lugar, puede alterarles el ánimo. Es su manera de decirnos: “Algo cambió y no sé cómo sentirme al respecto”. A mí me ha pasado también. Cuando era niño y mis papás cambiaban repentinamente algo en casa —una decisión, un horario—, sentía esa misma ansiedad silenciosa que ahora veo reflejada en él. Los gatos no tienen WhatsApp para decirnos “oye, esto me incomoda”, así que maúllan.
También está el maullido del aburrimiento. Ese que suena como si dijera “hazme caso”. Aunque muchas personas piensan que los gatos son distantes, en realidad necesitan conexión, juego, exploración. En mi caso, me he dado cuenta de que cuando paso varios días sin dedicarle al menos 10 minutos de juego activo —con una caña, una pelota, o simplemente correteándolo por la sala—, sus maullidos aumentan. No porque esté “portándose mal”, sino porque está pidiendo compañía. Lo mismo nos pasa a nosotros cuando sentimos que la gente que queremos se ha distanciado: levantamos la voz, aunque sea de maneras sutiles.
Una noche, mientras escribía en mi blog (juanmamoreno03.blogspot.com), él se subió al escritorio, caminó entre mis manos y maulló directamente frente a mi cara. No pude ignorarlo. Cerré el computador, le lancé una pelota y terminamos corriendo por el pasillo como dos niños. Esa noche dormimos tranquilos los dos. Y entendí que su maullido no era molestia: era un recordatorio de que también merecía presencia.
Por otro lado, están los maullidos que no podemos pasar por alto: los de dolor o enfermedad. Un gato que empieza a maullar más de lo normal, especialmente si ya es mayor, puede estar experimentando molestias físicas. Dolor articular, problemas auditivos o incluso deterioro cognitivo felino son más comunes de lo que imaginamos. Así como un amigo que deja de comportarse como siempre puede estar pasando por un mal momento emocional, un gato que cambia repentinamente su forma de comunicarse nos está diciendo algo importante. Por eso, consultar con el veterinario a tiempo puede marcar la diferencia entre un susto y una situación grave.
Hay algo profundamente humano en esta relación silenciosa con un gato. Ellos no hablan, pero sienten. No razonan como nosotros, pero perciben con una precisión casi espiritual. Me gusta pensar que cuando maúlla, en el fondo me está preguntando: “¿Estás aquí conmigo de verdad, o solo estás pasando?”. Es la misma pregunta que a veces me hago cuando hablo con personas distraídas, con amigos que están físicamente pero no presentes.
En uno de los textos de Mensajes Sabatinos, encontré una frase que me resonó mucho: “Escuchar no siempre implica palabras; a veces es un acto de alma a alma.” Creo que eso resume lo que significa convivir con un gato. Escuchar su maullido no es solo identificar si tiene hambre, juego o estrés… es conectar con otro ser desde la atención plena.
La tecnología ha hecho que muchos vivamos en piloto automático. Llegamos a casa con la mente aún en el trabajo, respondemos mensajes mientras cocinamos, miramos notificaciones mientras saludamos. Y en medio de ese ruido, un simple “miau” puede ser la llamada más honesta del día. A veces, nuestros gatos no necesitan que resolvamos todo; solo que estemos ahí, realmente presentes.
También está el lado espiritual, aunque muchos no lo vean así. Para mí, convivir con un animal es un recordatorio constante de lo simple que puede ser la conexión. Ellos no se complican con máscaras sociales, no pretenden. Si maúllan, es porque necesitan algo. Si ronronean, es porque están felices. No hay dobles intenciones, no hay agendas ocultas. En cierta forma, nos enseñan a volver a lo esencial. Y cuando estoy muy desconectado, su maullido es como un pequeño “despertador emocional”.
Por eso, si tu gato no deja de maullar, míralo más allá del ruido. Observa sus rutinas, su salud, su entorno, pero sobre todo, obsérvate a ti mismo. Pregúntate si le estás dando tiempo, atención, conexión real. No se trata de humanizarlo en exceso, sino de reconocer que vive, siente y se comunica contigo a su manera.
Cada maullido es una historia, un estado emocional, una conversación abierta esperando respuesta. Y cuando respondemos con presencia, paciencia y empatía, la relación se transforma. No solo dejas de escuchar maullidos insistentes… empiezas a sentir una sincronía única, como si finalmente ambos hablaran el mismo idioma.
Así que la próxima vez que llegues a casa agotado y tu gato te reciba con su coro de “miau”, no lo veas como un problema. Es una oportunidad de conexión. Y quién sabe, tal vez en ese pequeño acto de atención descubras algo sobre ti que habías olvidado.
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