Hay preguntas que parecen sencillas, casi ingenuas, pero que cuando se lanzan al aire tienen el poder de mover algo dentro de nosotros. Me pasó hace poco con una de esas preguntas que parecen de cajón y terminan siendo espejo. La cuestión fue simple: si tu perro fuera una persona en tu casa, ¿qué rol tendría?
Puede sonar a juego, a dinámica de psicología barata, o a excusa de conversación casual. Pero créeme que no lo es. La respuesta que cada miembro de una familia da puede revelar más de lo que diría en meses de terapia, discusiones o silencios acumulados. Porque no estamos hablando solo del perro, sino de lo que proyectamos en él, de cómo vivimos la convivencia, de lo que cargamos sin darnos cuenta.
Yo mismo me hice la pregunta. Tengo la suerte de haber crecido rodeado de vínculos fuertes, familiares y también espirituales. En mi casa, el perro fue siempre algo más que un animal: era cómplice, era guardián, era ese ser silencioso que parecía entender lo que nadie decía en voz alta. Si lo pienso desde ahí, en diferentes etapas de mi vida él fue cosas distintas: a veces el hermano menor que necesitaba protección, otras el mediador que calmaba los enojos, y muchas veces el rebelde que se escapaba justo cuando todos queríamos que obedeciera.
Lo impactante no es que el perro cambie de rol, sino que nosotros mismos lo hacemos. Y eso habla de lo que llevamos dentro. Cuando alguien dice que su perro es “el bebé de la familia”, lo que se refleja es quizá una sobreprotección que se extiende a todo lo demás: hijos que no se sueltan, padres que no confían, vínculos que asfixian. Cuando alguien lo ve como el “mediador”, puede ser porque realmente está absorbiendo tensiones, como un pequeño salvavidas emocional que paga el precio del estrés humano. Y si lo ven como el “rebelde incomprendido”, tal vez la incoherencia no está en el perro, sino en la falta de reglas claras entre las personas.
Lo pienso y me doy cuenta de que esta pregunta es, en realidad, un espejo de la vida. Como escribí en mi blog personal, lo que decimos sobre los demás —animales, amigos, familia— habla más de nosotros que de ellos. Y entonces el perro se convierte en excusa, en puente, en un traductor de dinámicas familiares profundas que normalmente nos cuesta aceptar.
Lo curioso es que la sociedad funciona parecido. A veces el perro de la familia es como el ciudadano en un país. Si se le ve como el bebé indefenso, el Estado lo sobreprotege y termina limitando su autonomía. Si se le carga como mediador, la gente termina resolviendo conflictos que deberían solucionar quienes gobiernan. Si se le etiqueta como rebelde, quizás lo que falta son reglas claras y justas para todos. He visto esa misma lógica en empresas, en colegios, en grupos de amigos. Cambian los escenarios, pero el fondo es el mismo: la forma en que tratamos al más vulnerable revela la salud real de los vínculos.
En un texto que encontré en Mensajes Sabatinos, se hablaba de cómo las relaciones nos ponen frente a nosotros mismos como un reflejo divino. Y pensé que esta pregunta del perro encaja ahí: porque no se trata del perro, sino de lo que somos incapaces de ver en nosotros mismos. Cuando alguien dice “él es el rebelde incomprendido”, tal vez está hablando de sí mismo, de lo que nunca se atrevió a expresar. Cuando otro dice “es el mediador”, quizá reconoce en el perro lo que él mismo hace: cargar la paz de la casa sobre sus hombros en silencio.
También me hizo recordar algo que escribí en un momento de crisis en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías. Hablaba de cómo a veces la espiritualidad se disfraza en formas inesperadas: una mirada, un abrazo, un silencio. Hoy pienso que también puede ser un perro que nos refleja, con su fidelidad o con su rebeldía, lo que nosotros no queremos admitir.
Y claro, este ejercicio no se queda en lo personal. Me pregunto cuántas veces nos atrevemos a hacer preguntas que cambian la perspectiva. Vivimos llenos de respuestas automáticas, de rutinas, de frases hechas, pero pocas veces nos detenemos a preguntarnos de verdad: ¿Qué papel estoy jugando yo en mi familia, en mi trabajo, en mi comunidad? Porque no basta con señalar al perro, al hijo, al jefe o al político. La pregunta que cambia todo es la que nos devuelve la mirada.
A mis 21 años, todavía me debato entre querer respuestas claras y aceptar que la vida no siempre las da. Pero lo que sí tengo claro es que las preguntas son brújulas. Una sola puede abrir grietas en certezas que parecían firmes, y esas grietas son oportunidades para entrar en contacto con una verdad más honesta. No siempre cómoda, pero sí más viva.
Tal vez por eso me gusta tanto escribir, porque las palabras son preguntas disfrazadas. Preguntas que me hago a mí mismo y que lanzo al aire para ver si alguien más las recoge. Y si no, al menos me ayudan a no olvidarme de que vivir con conciencia significa atreverse a mirar más allá de lo evidente.
Así que la próxima vez que alguien te pregunte qué papel juega tu perro en tu familia, no te rías ni lo respondas rápido. Respira. Escucha lo que sale. Y date cuenta de que quizá esa respuesta te está contando algo sobre ti, sobre los tuyos, sobre lo que callan o sobre lo que sueñan. Y, sobre todo, entiende que en lo simple también habita lo profundo.
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