Cuando era niño, creía que el amor era simple. Que bastaba con querer para que todo encajara, como cuando uno arma un rompecabezas y las piezas mágicamente se alinean. Pero crecer es darse cuenta de que el amor es mucho más complejo… y a veces, duele. Lo curioso es que esta lección no la aprendí de un libro de autoayuda, ni de una canción, ni de una ruptura adolescente. La entendí mejor cuando conocí la historia de un experimento con monos que, aunque suene raro, revela una verdad profunda sobre lo que necesitamos como seres humanos.
Hace décadas, un psicólogo estadounidense llamado Harry Harlow quiso entender el apego —esa fuerza invisible que nos hace buscar protección, cercanía y afecto—. Para muchos en su época, el amor era casi un trámite biológico: los bebés se apegaban a sus madres solo porque les daban comida. Pero Harlow, con la curiosidad casi ingenua de quien no se conforma con las explicaciones frías, decidió probar otra cosa.
Tomó a crías de monos Rhesus y las separó de sus madres biológicas. A unas les dio una “madre” hecha de alambre metálico con un biberón. A otras, una “madre” de felpa suave y cálida, pero sin comida. Lo que descubrió fue devastador: los monos preferían mil veces el calor y la suavidad de la madre de felpa a la comida de la madre de alambre. Pasaban horas abrazados a esa figura inerte, buscando consuelo. Y cuando algo los asustaba, no corrían a la fuente de alimento… corrían a la fuente de afecto.
A simple vista, parece solo un experimento curioso. Pero si uno se detiene, hay algo profundamente humano en esa escena. Porque no son solo monos. Somos nosotros. Somos los que muchas veces buscamos calor en lugares fríos, afecto en vínculos que no lo ofrecen, consuelo en relaciones que solo nos alimentan de lo básico pero no nos abrazan en lo emocional. Somos los que, por miedo a estar solos, abrazamos estufas encendidas creyendo que es calor de hogar.
He visto esto en mi entorno, en amigos que se quedan en relaciones donde hay presencia física pero no emocional; en familias que se juntan en la misma mesa pero no se miran realmente a los ojos; en personas que confunden atención con afecto, likes con amor, y rutina con vínculo real. Y me incluyo, porque en algún momento yo también busqué refugio en estructuras frías solo porque daban una sensación de “seguridad”.
Lo más crudo del experimento de Harlow es lo que vino después: los monos criados en aislamiento, sin contacto real, crecieron con enormes dificultades sociales. No sabían cómo relacionarse, cómo criar a sus crías, cómo interactuar. El aislamiento afectivo deja cicatrices invisibles que, con el tiempo, se convierten en patrones. Y si lo trasladamos a nuestra sociedad actual, no es difícil encontrar paralelos.
Vivimos en un mundo hiperconectado tecnológicamente, pero muchas veces emocionalmente desconectado. Podemos tener cientos de contactos en WhatsApp, pero no siempre alguien a quien llamar cuando algo duele de verdad. Podemos ver historias de todos, pero no saber cómo está realmente nadie. Y a veces, como esos monos, nos acostumbramos a sobrevivir sin calor emocional, como si eso fuera suficiente.
Pienso mucho en cómo esto influye en la forma en que construimos nuestros vínculos: de pareja, familiares, con amigos, incluso con nuestras mascotas. Hay quienes adoptan un animal para “tener compañía”, pero luego lo dejan solo todo el día, como si el alimento fuera suficiente. Pero ese perro, ese gato, ese ser vivo… busca contacto, cercanía, juego, mirada. Igual que nosotros.
Este tipo de reflexiones me han llevado a entender el amor no como una emoción romántica idealizada, sino como una necesidad profunda de presencia afectiva. A veces, las personas no necesitan soluciones, necesitan sentir que hay alguien que los abraza sin juicios. Y no hablo solo del abrazo físico —aunque ese también sana—, sino del abrazo que implica estar realmente ahí, con atención, con empatía, con escucha. Lo que muchos llamamos hoy “estar presentes”.
En uno de mis textos anteriores en Bienvenido a mi Blog, escribí sobre cómo el afecto sincero transforma la manera en que percibimos la vida cotidiana. Y en otro de Amigo de ese ser supremo, reflexioné sobre cómo ese calor emocional tiene también una dimensión espiritual: no solo se trata de quién te abraza, sino también de desde dónde te abrazan —desde el miedo, desde el ego, o desde el amor real—.
Ver esta historia con ojos de joven en 2025 me hace pensar en cuántas veces confundimos funcionalidad con afecto. Una red social “funciona” para mantenernos conectados, pero no necesariamente nos abraza. Un trabajo “funciona” para darnos ingresos, pero no siempre nos cuida emocionalmente. Una relación “funciona” para no estar solos, pero no necesariamente es hogar. Y así, como los monos de Harlow, terminamos abrazando estructuras de alambre, esperando que algún día se calienten.
No es que el alimento —lo básico, lo funcional— no importe. Claro que sí. Pero el afecto no se reemplaza. Y lo digo también como alguien que ha aprendido, a veces a las malas, que la soledad emocional en medio de la multitud duele más que la soledad física en silencio.
Creo que parte de crecer, al menos para mí, ha sido aprender a distinguir entre el calor real y el calor ilusorio. Entre la madre de felpa y la de alambre. Entre quienes están por costumbre y quienes están de verdad. Entre lo que solo sostiene y lo que también abraza.
Y esa pregunta me ha salvado de repetir muchos patrones.
También me ha hecho pensar en lo que yo doy. No basta con alimentar a alguien —emocional, material o espiritualmente—. También es necesario ser presencia cálida, ser abrazo, ser refugio. A veces, un mensaje sincero, una escucha atenta, un “aquí estoy” sin condiciones, vale más que cualquier cosa material. Y eso también lo he aprendido observando cómo mis vínculos más verdaderos no se miden en tiempo ni en cantidad, sino en calidad de presencia.
En una publicación de Mensajes Sabatinos, se habla de la importancia de “estar” más allá del deber. Y eso conecta directamente con esta reflexión: el amor no es una obligación, es una manifestación viva. Y cuando no está, el vacío se siente… aunque tengas todo lo demás.
Tal vez por eso me marcó tanto la historia de los monos. Porque me recordó que, en el fondo, todos —humanos y animales— buscamos un lugar donde podamos descansar sin miedo, donde el abrazo no queme, sino que sane. Y cuando no lo encontramos, podemos pasar años repitiendo el ciclo de abrazar estufas encendidas, solo porque dan luz.
No sé si existe una receta para el amor auténtico. Pero sí sé que comienza cuando somos capaces de reconocer qué tipo de vínculos estamos construyendo y aceptando. Y sobre todo, cuando aprendemos a ofrecer también el tipo de calor que otros necesitan.
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