jueves, 21 de agosto de 2025

Después del golpe: lo que crece en nosotros cuando todo se rompe



No sé si tú también lo has sentido. Esa sensación de que el suelo se abre, de que algo cambia para siempre y ya no puedes volver atrás. A veces es una pérdida. Otras, un diagnóstico. A veces ni siquiera es algo grande: es un silencio largo, una traición leve, una decepción que se te clava en el pecho sin pedir permiso. El trauma no siempre tiene nombre rimbombante. A veces es cotidiano. Invisible. Y, sin embargo, nos marca.

Pero lo que más me ha sorprendido en mi propia vida —y en las historias que me han compartido— es que muchas veces, después del dolor, no viene el fin. Viene algo nuevo. Algo más honesto. Más fuerte. Más verdadero. De eso quiero hablar hoy.

Hace unos días leí un artículo de Psyciencia sobre los predictores del crecimiento postraumático (fuente original). Me dejó pensando. Decía que no todas las personas que atraviesan un trauma terminan rotas. Algunas, por el contrario, emergen con más claridad. Con más amor. Con más propósito. No porque el dolor fuera necesario, sino porque supieron transformarlo.

Eso me voló la cabeza. Porque muchas veces pensamos que sufrir es simplemente “mala suerte”, y que lo único que queda es sobrevivir. Pero ¿qué pasa si ese dolor nos está pidiendo algo más? ¿Qué pasa si la herida es también semilla?

He tenido que tocar fondo más de una vez. A mis 21 años no es que tenga una vida tan larga, pero sí una historia cargada. He perdido personas que amaba. He sentido ansiedad sin poder dormir. He dudado de mi valor. Y lo que más me dolía no era lo que pasaba afuera, sino cómo me hablaba a mí mismo por dentro. Me culpaba. Me exigía. Me apagaba.

Y sin embargo, aquí estoy. No porque haya sanado del todo, sino porque aprendí a caminar con las cicatrices a la vista. Como quien dice: “esto también soy yo”.

En un momento en el que ya no quería seguir escribiendo, alguien me compartió un texto de Mensajes Sabatinos que hablaba del dolor como un maestro. No uno amable, pero sí uno sabio. Me hizo pensar en cómo los traumas pueden convertirse en puertas si decidimos cruzarlas con conciencia.

El artículo de Psyciencia explica que el crecimiento postraumático no ocurre por arte de magia. Hay ciertos factores que lo facilitan. Por ejemplo, la capacidad de reflexionar profundamente, la apertura a nuevas formas de pensar, y el apoyo emocional. Y, aunque suene obvio, no siempre lo tenemos claro: necesitamos red. Necesitamos espacio para procesar. Necesitamos libertad para cambiar.

Me resonó mucho lo que decía sobre las diferencias entre hombres y mujeres. A veces, por los roles que nos imponen, a los hombres nos cuesta más expresar el dolor. Nos enseñaron a “aguantar”, a “no llorar”, a seguir como si nada. Pero eso nos deja aislados. Y cuando uno se aísla, el trauma se pudre por dentro.

Por eso escribo. Por eso hablo. Porque no quiero ser un hombre que traga silencios y luego explota. Quiero ser alguien que se mira, que se rompe si toca, y que después se reconstruye con más conciencia.

En mi blog personal, escribí una vez que el crecimiento no siempre se ve bonito. A veces se parece más a un caos interno que a una escalera. Pero es real. Y, si lo transitamos con autenticidad, nos regala algo que nadie puede quitarnos: la certeza de que somos capaces.

También aprendí que el trauma nos cambia la manera de mirar. Después de un golpe fuerte, dejamos de dar por sentado muchas cosas. El amor. El tiempo. La salud. La risa. Todo se vuelve más sagrado. Incluso la rutina. Incluso los lunes. Incluso el silencio.

No digo que todo trauma sea una bendición disfrazada. No voy a romantizar el dolor. Hay cosas que duelen y punto. Y a veces no sanan del todo. Pero sí creo, desde lo más profundo de mi experiencia, que podemos elegir qué hacer con lo que nos pasa. Podemos elegir si nos encerramos o si creamos algo nuevo. Podemos elegir si dejamos que el miedo nos paralice o si lo usamos como impulso.

Recuerdo una charla de Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías donde se hablaba del “dolor redentor”. No en el sentido religioso clásico, sino como una energía que, si se encausa, puede convertirse en compasión. En servicio. En arte. En algo que no solo nos salva a nosotros, sino que también toca a otros.

Quizá por eso algunos se vuelven psicólogos, otros escriben canciones, otros empiezan fundaciones, y otros simplemente aprenden a abrazar con más ternura. Porque algo se rompió. Pero también, algo nació.

Lo que más me ha servido a mí es escribir. Y hablar con personas que también han pasado por lo suyo. A veces no necesitamos respuestas. Solo compañía. Solo un “yo también”. Solo un espacio donde no tengamos que fingir fortaleza.

Si tú estás pasando por algo duro ahora mismo, no tengo fórmulas mágicas. Pero sí puedo decirte algo que aprendí desde el fondo: no estás solo. No eres débil por sentir. No eres raro por no poder más. Y no estás condenado a quedarte ahí. Porque así como hay heridas, también hay caminos. Y no estás aquí leyendo esto por casualidad. Algo dentro de ti quiere levantarse. Escúchalo.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

miércoles, 20 de agosto de 2025

Quién está escribiendo realmente? Reflexiones de un joven sobre la ética y la inteligencia artificial en la academia



Hace un tiempo, mientras ayudaba a una amiga a redactar un ensayo universitario, ella me dijo: “¿Por qué no lo haces con ChatGPT? Así nos ahorramos tiempo.” Me quedé en silencio. No porque no supiera cómo usarlo, sino porque dentro de mí se abrió una puerta que no había querido mirar: ¿hasta qué punto estamos delegando lo que deberíamos construir con esfuerzo? ¿Qué dice de nosotros que dejemos de escribir para simplemente “generar”?

No lo tomé como una crítica hacia ella. De hecho, la entendí. Estamos viviendo un ritmo que nos exige resultados constantes, velocidad mental, y entregas impecables. Pero también estamos perdiendo algo en el camino. Estamos perdiendo la pausa. El proceso. El pensar. Y si algo he aprendido escribiendo mi blog personal (El blog Juan Manuel Moreno Ocampo), es que las palabras no son solo palabras. Son una extensión de lo que somos. De lo que sentimos. De lo que estamos procesando.

Por eso, cuando leí el artículo publicado por Psyciencia sobre el uso ético de la inteligencia artificial en la escritura académica, sentí que por fin alguien estaba poniendo en palabras ese dilema interno que muchos jóvenes vivimos. Porque no es solo una cuestión tecnológica, es una cuestión humana, ética y profundamente espiritual.

El artículo habla de los principios fundamentales que deberían regir el uso de la IA en la escritura académica: transparencia, honestidad, integridad y responsabilidad. Y aunque parecen valores sencillos, llevarlos a la práctica requiere mucho más que buenas intenciones. Requiere conciencia. Porque ¿cuántos de nosotros hemos usado herramientas de IA sin pensar realmente en lo que eso implica?

Desde que la inteligencia artificial comenzó a formar parte de nuestras vidas de forma masiva, ha habido una especie de fascinación mezclada con miedo. En lo personal, me apasiona lo que puede hacer. Pero también me preocupa lo que puede deshacer. Porque cuando dejamos que una máquina piense por nosotros, ¿no estamos perdiendo la oportunidad de conocernos mejor?

Hace poco escribí en Mensajes Sabatinos sobre lo que significa “ser autor de tu propia vida”. Y en ese texto hablaba de cómo escribir —ya sea una carta, un ensayo o un diario— es un acto íntimo. Un ritual donde te confrontas, te conoces, te contradices y te abrazas. Y aunque una IA puede ayudarte con estructura, ortografía o ideas, no puede vivir por ti. No puede doler por ti. No puede descubrir lo que tú estás destinado a descubrir.

La educación, desde que tengo memoria, me ha parecido más un entrenamiento que una exploración. Nos enseñan a repetir, a rendir, a memorizar. Pocas veces nos invitan a reflexionar. Y tal vez por eso, cuando llega una herramienta que puede “facilitar” el proceso, la aceptamos sin cuestionarla. Pero creo que, más allá de prohibir o permitir el uso de IA, deberíamos estar hablando de intencionalidad. ¿Para qué la usas? ¿Qué estás buscando con ella? ¿Qué estás dejando de vivir por dejar que ella lo haga?

Yo he usado inteligencia artificial para mis escritos. Y no me avergüenza decirlo. Pero siempre que lo hago, me detengo. Me pregunto si esa línea realmente refleja lo que pienso. Si esa frase, aunque esté bien escrita, tiene mi voz. Y si no la tiene, la reescribo.

Hay una parte del artículo que me marcó: la idea de que debemos reconocer las limitaciones de la IA. No porque sea “mala” o peligrosa, sino porque simplemente no es humana. Y eso es una bendición. Porque hay cosas que solo se entienden cuando se viven. Cuando duelen. Cuando rompen. Cuando sanan.

En Bienvenido a mi blog, donde recojo aprendizajes familiares y preguntas profundas, he reflexionado mucho sobre la tecnología y el alma. Parece raro unir esas dos palabras, pero no lo es. Porque lo que hagamos con la tecnología, finalmente, también habla de nuestra alma.

¿Queremos formar estudiantes que escriban por cumplir? ¿O queremos formar personas que piensen, sientan y se arriesguen a equivocarse? La respuesta no está en bloquear la IA. Está en enseñarnos a usarla con propósito. A no reemplazar lo que nos hace humanos.

También me gustó que el artículo plantea la necesidad de crear políticas claras sobre el uso de IA en el ámbito académico. Pero insisto: antes de políticas, necesitamos conversaciones. Necesitamos que en las aulas se hable de lo que sentimos frente a este cambio. Que los profes no solo nos pidan trabajos “originales”, sino que se interesen por lo que hay detrás de lo que escribimos. Porque si algo aprendí de uno de los textos de Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, es que lo verdaderamente auténtico no necesita ser perfecto. Solo necesita ser honesto.

Y eso aplica para todo. Incluso para un ensayo académico.

Quizá el mayor desafío no sea la inteligencia artificial. Somos nosotros. Nuestra prisa. Nuestro miedo a fracasar. Nuestra necesidad de aprobación. Nuestra costumbre de medir todo en calificaciones y no en aprendizajes reales. Si logramos cambiar eso, la IA será solo una herramienta más. Útil, poderosa, pero no decisiva.

Lo que sí puede ser decisivo es que dejemos de escribir con el alma. Que dejemos de pensar. Que dejemos de preguntarnos quiénes somos, qué creemos, qué soñamos.

Hoy, cuando alguien me dice “usa la IA para que sea más fácil”, yo respiro y agradezco. Porque puedo hacerlo. Pero también sé que no siempre más fácil significa mejor. Que a veces lo que más vale es lo que más nos cuesta. Que escribir sigue siendo un acto de libertad.

Y que si tengo una voz, prefiero usarla. Aunque tiemble. Aunque dude. Aunque se equivoque.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

martes, 19 de agosto de 2025

Cuando alguien acaricia a todos los perros: lo que dice sin decirlo

 


Hay gestos que parecen pequeños, casi automáticos, como si no dijeran nada. Pero dicen. Y dicen mucho. Uno de ellos es ese reflejo casi inconsciente de acariciar a los perros que nos cruzamos por la calle, en el parque, en casa de un amigo o incluso cuando vamos camino a alguna parte y no tenemos tiempo. No importa. Vemos un perro, bajamos la mano, lo saludamos. Hay quienes lo hacen con naturalidad, como quien respira. Y sí, puede parecer un simple acto de ternura, pero detrás de ese gesto hay una historia. Una herida, una búsqueda, un mensaje.

La psicología ha empezado a ponerle nombre a este tipo de conductas. Según lo publicado recientemente en El Tiempo (fuente original), acariciar a los perros con frecuencia podría estar relacionado con nuestra necesidad de afecto, conexión emocional y empatía. Pero más allá de la ciencia, para mí —y para muchas personas que sentimos más de lo que mostramos— este gesto es una forma de hablarle al mundo sin usar palabras.

Yo soy de los que acaricia a todos los perros. No importa si es grande, viejo, mestizo o de raza, callejero o con collar. Me acerco, lo miro a los ojos, dejo que me huela y si puedo, le doy una caricia. A veces lo hago por instinto. Pero otras, lo hago porque lo necesito. Porque en esa caricia, soy yo quien también está buscando algo.

No siempre lo supe. Pero en algún momento me di cuenta de que muchas veces esos perros que acariciaba me ayudaban a contener emociones que ni yo entendía del todo. Era como si ellos pudieran sostener mis silencios sin pedirme explicaciones. Y ahí entendí algo clave: los perros no cargan con nuestras culpas. Nos reciben sin juicio, sin condiciones. Y esa es una de las cosas más raras de encontrar entre humanos.

Desde pequeño he convivido con perros. No como mascotas, sino como parte de la familia. Recuerdo que en mi casa, incluso cuando no alcanzaba el dinero para lujos, nunca faltó un plato de comida para los animales. Y no por lástima, sino por amor. Un amor que mis abuelos y mis padres me enseñaron con hechos, no con discursos.

En esos tiempos, cuando aún no entendía mucho de psicología ni de emociones reprimidas, yo ya sabía que los perros eran más que compañía. Eran sanadores. Me abrazaban con la mirada, me despertaban cuando tenía pesadillas y, a veces, me escuchaban mejor que algunos adultos.

Hoy, con 21 años, lo sigo sintiendo igual. Pero también me pregunto: ¿qué hay detrás de esa conexión tan directa que tenemos con los animales, especialmente con los perros?

La respuesta, creo, está en el reconocimiento. Cuando acariciamos a un perro, reconocemos su existencia. Lo validamos. Le decimos: “te veo, estás aquí”. Y en un mundo donde cada vez nos cuesta más mirarnos a los ojos entre humanos, donde los mensajes se reducen a emojis y donde la ansiedad nos hace correr sin pausa, ese acto de detenernos para acariciar a un ser vivo que no nos pide nada… es un acto de resistencia. De humanidad.

Lo curioso es que muchas personas que acarician a los perros no siempre son igual de cercanas con otras personas. Puede sonar paradójico, pero tiene sentido. A veces, quienes más necesidad tienen de amar y ser amados, son quienes más se han quemado con vínculos humanos. Y entonces, encuentran refugio en los animales. Porque ellos no traicionan. No cuestionan. No te rechazan por ser sensible, llorón, o “raro”.

Me pasa. Y he hablado con más personas que sienten lo mismo. En una conversación reciente que compartí en Bienvenido a mi blog, se abordaba la ternura como una forma de sabiduría silenciosa. Acariciar a un perro es un acto tierno. Pero también es una forma de sanar.

En otro de mis espacios favoritos, Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, se habla del amor incondicional desde la fe. Y ¿saben qué? Hay algo profundamente espiritual en la forma como los perros nos aman. Porque, aunque no entiendan nuestras palabras, comprenden nuestras emociones. Y si Dios habita en lo simple, quizás un perro es una de sus formas más puras de recordarnos que no estamos solos.

He visto personas endurecidas por la vida que solo sonríen cuando ven un perro. He visto niños tímidos acercarse sin miedo a un animal que les dobla el tamaño. He visto adultos que acarician a un perro sin saber que, al hacerlo, están acariciando partes rotas de su propia infancia.

Y por eso me dan tristeza quienes desprecian a los animales. Porque no entienden lo que se están perdiendo. No es solo un perro. Es un vínculo, una historia, una posibilidad de volver a sentir.

Este blog no es solo una defensa de los perros. Es una invitación a observarnos. A darnos cuenta de cómo actuamos, de qué hacemos sin pensar, y qué revela eso de lo que llevamos por dentro. Si eres de los que siempre acaricia a los perros, no es casualidad. Quizás llevas una ternura dentro que aún no has terminado de aceptar. Y eso está bien. Acéptala. Es tu fuerza.

Y si no lo haces, no importa. Pero detente a mirar. A lo mejor un día descubres que ese peludo desconocido que se te acerca no es solo un animal… es un espejo.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

lunes, 18 de agosto de 2025

Tu gato confía en ti? Cuando un maullido dice más que mil palabras



A veces, cuando llego a casa y lo veo ahí, esperándome sin moverse mucho, sin saltar encima, sin mover la cola como lo haría un perro emocionado… simplemente siendo, no puedo evitar preguntarme: “¿Mi gato confía en mí? ¿Me quiere o solo le sirvo para la comida?”

Y no lo digo con tristeza. Lo digo desde esa curiosidad que me brota cada vez que me detengo a mirar los vínculos que tejemos en silencio. Porque sí, los gatos tienen su forma particular de querer, de estar, de necesitar. Y a veces no es como quisiéramos, pero es real.

En estos días me encontré con un artículo sobre los diferentes estilos de apego felino. Me sorprendió darme cuenta de que, al igual que nosotros los humanos, los gatos también pueden tener una forma segura, ambivalente o incluso evitativa de relacionarse. La fuente lo explica con claridad, pero quiero llevarlo un paso más allá. Porque detrás de cada maullido, cada arañazo inesperado o cada ronroneo que parece eterno, hay un universo que vale la pena entender.

Lo primero que entendí es que los gatos no nacieron para obedecer. Nacieron para ser. Y eso, a veces, les da fama de fríos o indiferentes. Pero quienes hemos convivido con ellos sabemos que no es así. Que hay miradas que no se pueden fingir. Que cuando un gato se te sube encima mientras estás triste y no hace nada más que estar ahí, ese es un lenguaje más profundo que cualquier palabra.

Hay estilos de apego felino, claro. Algunos gatos desarrollan apego seguro, y son esos que buscan tu compañía, se sienten a gusto a tu lado, pero no dependen de ti emocionalmente. Están, sin invadir. Son el equilibrio que a veces desearíamos tener en nuestras relaciones humanas.

Otros, en cambio, tienen un apego ambivalente: no sabes si quieren mimos o si te van a clavar las garras. Se acercan, se alejan, y parece que tu presencia les genera tanto placer como incomodidad. ¿Te suena? Es como esa amistad que no se termina de definir, ese “casi algo” que nunca fue nada pero te dejó pensando. Y está el apego evitativo, el del gato que mantiene la distancia, que se esconde, que parece que está en su mundo y tú en el tuyo. Pero aun así, algo dentro de ti te dice que te ve.

Me pasa que, al observar a los gatos, empiezo a ver también mis propios reflejos. Mis formas de vincularme. Mis miedos. Mis silencios. Mis apegos rotos. Porque la forma en que un gato se relaciona con su humano muchas veces no depende solo del gato, sino también de cómo fue criado, de sus traumas, de su historia. Y lo mismo va con nosotros.

Recuerdo una vez que escribí en mi blog personal: “No siempre se trata de curar al otro. A veces, solo basta con estar, sin pretensión de cambiar nada.” Y eso es exactamente lo que me enseñó mi gato. Que su forma de amar es sutil, pero profunda. Que su confianza no se exige, se gana. Y que cuando decide dormir contigo, acurrucarse cerca de tu pecho, te está dando algo más que compañía: te está diciendo que ahí, contigo, puede bajar la guardia.

Esto me hizo pensar también en cómo educamos el amor. En cómo los humanos esperamos de otros una forma de afecto que entendamos, que nos guste, que nos dé seguridad. Pero no siempre es así. A veces, como en los gatos, el amor se da en fragmentos pequeños: una mirada, un roce, una presencia que no pide nada.

He leído en algunos textos de Mensajes Sabatinos y de Amigo de ese Ser Supremo que incluso Dios (o esa energía suprema en la que cada uno cree) a veces se comunica en silencio. En la brisa, en el amanecer, en una lágrima. Pues bien, creo que los gatos hacen algo similar. Son pequeños mensajeros de lo no dicho. Y si uno se detiene a observar, a dejar de imponer lo que “deberían” ser, empieza a descubrir que detrás de cada acto, por mínimo que parezca, hay una historia de confianza en construcción.

Claro, no todos los gatos fueron criados igual. Algunos fueron abandonados, otros golpeados, otros simplemente no recibieron afecto desde pequeños. Y su estilo de apego tiene cicatrices. Como nosotros.

En muchos hogares, el gato no es visto como alguien que necesita acompañamiento emocional. Pero sí lo necesita. Y a su forma, lo busca. En mi caso, cuando lo vi escondido por primera vez bajo la cama por tres días seguidos después de adoptarlo, entendí que su miedo era real. Que la confianza no se construye en un día. Que las heridas pasadas a veces no se borran con comida ni con juguetes. Se sanan con constancia.

También me hizo pensar en cómo nos tratamos entre humanos. ¿Cuántas veces exigimos que alguien nos quiera “a nuestra manera”? ¿Cuántas veces no entendemos que el otro está dando todo lo que puede, desde su forma de sentir, desde su propio dolor?

Este tipo de preguntas no tienen respuestas absolutas, pero sí me han hecho mirar distinto a mi gato… y también a la gente que amo. Porque así como él ha aprendido a confiar, yo también he aprendido a soltar.

Quizás lo más valioso que me ha enseñado es que no se trata solo de si él confía en mí… sino de si yo confío en que, a su manera, él está presente. Y eso, para mí, ya es amor.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

domingo, 17 de agosto de 2025

Qué pasa cuando los jóvenes ya no son “ninis”?



Una reflexión sobre lo que sí estamos construyendo, aunque no se vea.

Hace poco leí una noticia que decía que el número de “ninis” en Colombia (jóvenes que no estudian ni trabajan) bajó a 2,51 millones en abril. Al principio, lo tomé como una estadística más, de esas que pasan de largo en la pantalla del celular. Pero algo en esa cifra me hizo detenerme. No por lo que significa numéricamente, sino por lo que implica humanamente.

Porque hablar de “ninis” siempre ha sido una forma de etiquetar desde la falta: lo que no hacemos, lo que no producimos, lo que no aportamos. Como si toda nuestra existencia pudiera resumirse en una casilla vacía del sistema. Como si dejar de estudiar por un tiempo o no tener trabajo fijo fuera sinónimo de fracaso. Como si la pausa fuera sinónimo de pereza.

Pero… ¿y si no es así? ¿Y si este descenso de 3,7% en el número de “ninis” —como lo reportó La República— nos invita a ver algo más profundo que las cifras del DANE? ¿Y si, detrás de eso, hay una generación que empieza a pararse diferente frente a su vida?

Pienso en amigos míos que no estudian “formalmente”, pero aprenden todos los días en YouTube, en cursos gratuitos, en grupos de Telegram donde se comparten ideas sobre criptomonedas, edición, política o espiritualidad. Pienso en chicas que dejaron la universidad porque no las llenaba, pero hoy lideran emprendimientos que transforman su barrio. O en ese compañero que no ha conseguido un contrato laboral, pero dedica su tiempo a cuidar a su abuela, mientras arma un portafolio de diseño que probablemente lo saque del país.

A ellos —a nosotros— nadie nos está preguntando qué sí estamos haciendo. Solo miden lo que falta.

Pero yo quiero escribir desde el otro lado. Desde lo que sí existe. Porque aunque no esté en el Excel del DANE, hay un movimiento interno, silencioso, que no para de crecer.

Hay jóvenes sanando heridas familiares.
Hay jóvenes descubriendo que su espiritualidad no es herencia sino decisión.
Hay jóvenes que decidieron dejar el alcohol, volver a su cuerpo, probar la agricultura, abrir un canal de YouTube para hablar de salud mental.

Y sí, también hay jóvenes que están rotos, tristes, adictos, solos. Pero eso no los convierte en “nada”. Lo que pasa es que esta sociedad confunde “ser útil” con “estar ocupado”.

Yo no quiero que nos glorifiquen por trabajar 14 horas o tener cinco diplomas. Yo quiero que nos pregunten si estamos felices. Si nos sentimos acompañados. Si nos estamos escuchando. Porque es muy distinto sobrevivir a vivir. Y lo segundo no siempre se ve en las cifras.

Hace unos días, escribí en mi blog El blog de Juan Manuel Moreno Ocampo algo que ahora vuelve a tener sentido:
"No es que no tengamos sueños. Es que no nos los permiten soñar con calma."
Y a veces, para construir un sueño, uno necesita parar. Respirar. Replantearse. Salirse del molde. Irse a vivir al campo, o volver a casa. Abrazar a la mamá que uno no entendía. Enfrentarse al espejo. Y eso no se mide con una tasa de ocupación.

También es cierto que muchas veces sí hay abandono, desmotivación, falta de oportunidades reales. La deserción no siempre es voluntaria. Pero cuando bajan las cifras de “ninis”, ¿estamos hablando de que hay más empleos de verdad o solo más informalidad? ¿Más oportunidades o más necesidad?

El reto no es solo que haya menos jóvenes sin estudiar ni trabajar. Es que esos que sí estudian y sí trabajan lo hagan en condiciones humanas, con propósito, con respeto, sin explotación.

Desde este rincón del internet también quiero decir que la respuesta a esto no es solo técnica ni económica. Es profundamente relacional y espiritual. Porque si el sistema no nos ve como personas, ¿cómo vamos a vernos entre nosotros con dignidad?

A mí me han salvado los abrazos, los libros, las conversaciones profundas, las caminatas en silencio, la oración en mi cuarto cuando el mundo me queda grande. Me han salvado las palabras de mi papá en Bienvenido a mi blog, las reflexiones de los sábados en Mensajes Sabatinos, y la certeza de que hay un ser superior que no me mide por mi productividad sino por mi corazón.

Me han salvado personas reales. No cifras.

Y también me han salvado los proyectos. Como Todo en Uno.NET, donde se habla de tecnología con propósito, y Organización Todo en Uno, que busca empoderar a las empresas con herramientas humanas. Porque no todo joven está perdido. Muchos estamos intentando reinventar las reglas del juego.

Así que la próxima vez que alguien diga “ese es un nini”, respira. Tal vez no sea que no hace nada. Tal vez está haciendo algo muy importante… pero invisible.

Porque no estudiar ni trabajar no significa no vivir. Y vivir, de verdad, no siempre se hace desde un escritorio.


¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

— Juan Manuel Moreno Ocampo
"A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad."

sábado, 16 de agosto de 2025

Sanar no debería ser un lujo: el trauma infantil y el derecho a una vida con sentido


Desde hace un tiempo me viene rondando una pregunta que no se va fácilmente: ¿qué tanto silencio puede cargar una persona antes de romperse por dentro?

En mi generación se habla más de salud mental que nunca, pero a veces siento que se habla más que se escucha. Se crean hashtags, campañas, frases tipo “no estás solo”, pero muy pocas veces nos atrevemos a mirar de frente lo que en verdad duele. Lo que no solo incomoda, sino que confronta. Y de todas las heridas que arrastramos como sociedad, hay una especialmente silenciada: el abuso sexual infantil.

Sé que no es un tema cómodo. Y sé también que no es algo que uno suela tratar en una conversación entre amigos o en redes, al menos no sin incomodar. Pero por eso mismo hay que hablarlo. Porque cuando callamos lo que duele, permitimos que siga ocurriendo.

Hace poco leí un artículo en Psyciencia sobre los avances en la terapia cognitivo conductual centrada en el trauma (TCC-CT) para niños víctimas de abuso sexual. Y aunque el artículo era técnico, sentí que había algo más profundo detrás de lo que explicaba: una esperanza real, científica y humana de que sanar sí es posible, incluso cuando la herida ocurrió en la infancia y dejó una marca difícil de describir.

En palabras simples, esta terapia se enfoca en ayudar a niños y adolescentes a procesar el trauma a través de una combinación de herramientas cognitivas, emocionales y conductuales. Es una especie de acompañamiento donde se les enseña a nombrar lo que pasó, a entender que no fue su culpa, y a construir nuevas formas de relacionarse con ellos mismos y con el mundo.

Pero más allá de la técnica, lo que me conmovió fue entender que detrás de cada caso hay un niño o una niña que, por un instante, sintió que el mundo se rompía. Y que aún así, dentro de ese caos, todavía es posible volver a sentirse seguro. Volver a confiar. Volver a jugar sin miedo.

Yo no soy terapeuta. No soy psicólogo. Pero soy humano. Y he crecido rodeado de personas que cargan historias que nadie más conoce. He escuchado relatos que me han dejado con un nudo en la garganta, de amigos, de conocidos, de gente que simplemente necesitaba que alguien no los mirara con lástima, sino con respeto. Y por eso escribo esto. No para dar lecciones, sino para recordarnos que todos tenemos algo que sanar. Que todos podemos ser un espacio seguro para alguien.

El abuso sexual infantil no distingue estrato, ciudad, nivel educativo o religión. Y lo más triste es que, muchas veces, ocurre en entornos cercanos: familias, escuelas, comunidades religiosas. Lugares donde se supone que debería existir cuidado. Y cuando ese cuidado se rompe, no solo se pierde la inocencia. Se quiebra algo más profundo: la posibilidad de confiar en lo que debería protegerte.

En uno de los blogs que más me ha influenciado —Mensajes Sabatinos— leí una vez que el alma también necesita abrazos que no se ven, pero se sienten. Y eso es precisamente lo que creo que puede ofrecer una terapia bien hecha: un espacio donde el alma pueda respirar otra vez. Donde no se le exija al niño que “supere” lo ocurrido, sino que se le permita reconstruirse a su ritmo.

Lo que no debería pasar es que esa oportunidad solo esté al alcance de quienes pueden pagarla. Porque sanar no puede ser un privilegio. Sanar debería ser un derecho.

Imaginen cuántas vidas cambiarían si cada colegio, cada barrio, cada comunidad, tuviera acceso real a psicólogos formados en TCC-CT. No solo para intervenir cuando ya todo explotó, sino para prevenir, para educar, para enseñar a los niños que su cuerpo es suyo, que su voz tiene valor, que el amor no duele ni confunde.

Una sociedad que no cuida a su infancia está destinada a repetir su dolor en generaciones futuras. Y en un país como Colombia, donde tantas heridas vienen del silencio y del abuso de poder, sanar desde la infancia no es solo un acto de compasión. Es una revolución.

En mi propio blog El blog Juan Manuel Moreno Ocampo, he hablado de cómo muchas veces la espiritualidad se convierte en refugio para lo que no entendemos. Pero también he aprendido que el cuerpo guarda lo que el alma no puede procesar. Y por eso necesitamos ambas cosas: un lenguaje que nos conecte con lo invisible, pero también herramientas concretas que nos ayuden a reconstruir lo visible.

Sé que esto no es un tema fácil de digerir. Y está bien si necesitas procesarlo. Lo importante es que no lo ignores. Que si conoces a alguien que ha vivido algo así, no le pidas que “siga adelante” como si nada. Escúchalo. Cree en su historia, aunque no tengas pruebas. Abrázalo con presencia, no con pena.

Y si tú, que me estás leyendo, viviste algo parecido en tu infancia y aún no lo has contado… este es un recordatorio suave pero firme: no estás solo. No estás rota. No es tu culpa. Y sí, mereces sanar. A tu tiempo, a tu modo, con ayuda o sin ella… pero mereces vivir una vida donde tu historia no sea una condena, sino un punto de partida.

📣 ¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

✒️ Juan Manuel Moreno Ocampo
A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad

viernes, 15 de agosto de 2025

Lo que heredamos, lo que olvidamos… y lo que aún podemos recordar


A veces no sabemos bien de dónde venimos, pero sí sentimos cuando algo no encaja. Nos pasa a muchos. Crecimos viendo vitrinas llenas de oro en museos, escuchando que eso “pertenece a todos los colombianos”, pero a la vez sin poder tocarlo, sin saber de verdad de dónde salió ni por qué está ahí. Como si las cosas pudieran contarse solas, sin contexto, sin dolor, sin historia.

Hace poco leí la nota de El Tiempo sobre las 13.000 piezas precolombinas que están almacenadas, casi como tesoros privados, en la casa de un marqués español en Bogotá. Y no lo voy a negar: me dolió. Me dolió no solo por lo simbólico, sino por lo que revela sobre nosotros mismos. Porque no es solo el tema del patrimonio ni de la cultura robada o prestada. Es la forma en que hemos aprendido a desconectarnos de nuestras raíces mientras glorificamos lo ajeno, lo europeo, lo que parece más “importante” porque suena a historia escrita desde afuera.

Crecí escuchando a mis abuelos contar historias de resistencia, de comunidades que alguna vez vivieron con el ritmo de la tierra, que creían en los ciclos, en el espíritu del agua y en la fuerza de los sueños. Pero también crecí viendo cómo en el colegio nos enseñaban que la “historia real” era la que empezó en 1492, como si antes de eso solo hubieran vivido sombras o piedras mudas.

Hoy, esas 13.000 piezas están allí, organizadas en estanterías, algunas sin clasificar, otras sin interpretar. Y aunque están en Bogotá, lo cierto es que están lejos de nosotros. Porque no basta con tenerlas cerca si no sabemos qué significan, si no reconocemos el valor espiritual, cultural y humano de cada una. No basta con decir que “son de todos” si están bajo llave, en manos privadas, contadas desde un lente extranjero que quizás no entiende —ni pretende entender— lo que esas piezas fueron y siguen siendo para quienes nacimos en esta tierra.

Y entonces me pregunto: ¿cuánto más estamos dispuestos a dejar pasar? ¿Cuántos símbolos más entregaremos sin preguntar? ¿Cuántas veces más diremos “eso no importa”, solo porque nadie nos enseñó a valorarlo?

Sé que hay personas que dirán que lo importante es el presente, el futuro, la innovación, la inteligencia artificial, el progreso. Y no los culpo. También soy parte de esta generación que vive pegada a una pantalla, que navega entre códigos, algoritmos y redes. Pero lo que muchos no ven es que no hay innovación sin identidad. No hay avance verdadero sin raíces profundas. Y cuando uno corta sus raíces, se vuelve más fácil de mover… y de manipular.

Desde lo más íntimo siento que cada pieza de esas 13.000 es como un fragmento de nuestra memoria que alguien guardó sin preguntarnos. Y más allá de los debates legales o académicos, hay un tema espiritual que a veces nadie menciona: cuando una cultura olvida sus símbolos, empieza a vaciarse por dentro.

Yo no quiero vivir vacío.

No quiero ser ese joven que solo sabe de su historia por lo que dicen los libros oficiales. Quiero ser parte de una generación que mira hacia atrás con respeto y hacia adelante con conciencia. Que se atreve a decir: “Esto me pertenece, no porque lo quiera poseer, sino porque me construye, me recuerda, me sostiene.”

Y no, no estoy hablando de nacionalismo barato ni de irnos contra todo lo que venga de afuera. Estoy hablando de equilibrio. De justicia simbólica. De sanar el alma colectiva reconociendo lo que nos fue arrebatado, pero también lo que aún podemos recuperar si lo hacemos desde el diálogo, desde el amor por lo propio, no desde el resentimiento.

También entiendo que hay matices. Que algunos coleccionistas han cuidado lo que el Estado ha descuidado. Que a veces la institucionalidad ha sido indiferente, ineficaz o incluso cómplice. Pero eso no significa que debamos resignarnos. Significa que necesitamos nuevas formas de hacer las cosas, de abrir espacios, de educar, de integrar. Y ahí, tal vez, la clave no está solo en los abogados ni en los políticos, sino en nosotros: los que escribimos, los que compartimos, los que sembramos conciencia desde la palabra, el arte, la tecnología o la conversación.

Hoy, después de leer esa historia, sentí algo muy claro: necesitamos volver a contar lo que somos. Necesitamos devolverle la voz a esas piezas, no solo a través de exposiciones, sino a través de lo que representan en lo cotidiano: formas de ver el mundo, de relacionarnos, de entender el tiempo, de habitar el territorio con sentido.

Hay un texto en Mensajes Sabatinos que habla sobre lo invisible que nos sostiene, sobre cómo a veces lo que no vemos nos da más fuerza que lo que mostramos. Y creo que eso es exactamente lo que ocurre con nuestro patrimonio ancestral: ha estado silenciado, pero sigue latiendo. Nos mira desde el fondo de vitrinas ajenas. Nos llama sin gritar. Espera sin exigir.

Este blog no es un reclamo. Es una invitación. A ver más allá del artículo, del titular, de la polémica. A preguntarnos qué tanto conocemos de nuestra historia, y qué tanto de lo que somos ha sido moldeado por silencios heredados. A buscar respuestas en los lugares más olvidados. A hablar con los abuelos. A visitar museos, pero también territorios. A estudiar, pero también a sentir. A reconciliar lo ancestral con lo actual. A dejar de ver estas piezas como objetos, y empezar a verlas como espejos.

No quiero que esta sea solo otra historia más que se lee y se olvida. Quiero que sea un detonante. Porque cuando uno se siente parte de algo más grande, empieza a vivir distinto. Y eso, al final, también es una forma de resistencia.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

✒️ Juan Manuel Moreno Ocampo
A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.