domingo, 20 de julio de 2025

Lectura: el superpoder silencioso que moldea mentes desde la infancia


¿Alguna vez te has preguntado por qué ciertas historias se quedan contigo para siempre? ¿Por qué un cuento leído en la infancia puede influir en cómo ves el mundo años después? La lectura no es solo una habilidad académica; es una herramienta poderosa que moldea nuestra mente, emociones y perspectiva desde los primeros años de vida.

Desde muy joven, me di cuenta de que los libros eran más que páginas con palabras; eran puertas a universos desconocidos, espejos de nuestras emociones y mapas para entender la complejidad del mundo. Recuerdo cómo, al leer cuentos con mis padres, no solo aprendía nuevas palabras, sino que también exploraba emociones, comprendía diferentes puntos de vista y desarrollaba una empatía que las interacciones cotidianas no siempre ofrecían.

La ciencia respalda esta experiencia personal. Estudios han demostrado que la lectura activa múltiples áreas del cerebro, fortaleciendo conexiones neuronales y mejorando funciones cognitivas esenciales como la memoria, la atención y la comprensión . Además, leer en voz alta a los niños desde temprana edad no solo enriquece su vocabulario, sino que también fortalece el vínculo emocional entre padres e hijos, creando un entorno seguro y estimulante para el desarrollo emocional .

En un mundo donde las pantallas dominan gran parte de nuestro tiempo, es crucial recordar el valor insustituible de la lectura. No se trata de demonizar la tecnología, sino de equilibrar su uso con actividades que fomenten la imaginación, la reflexión y el pensamiento crítico. La lectura ofrece precisamente eso: un espacio para desconectar del ruido externo y conectar con nuestro mundo interior.

Además, la lectura en la infancia tiene un impacto duradero en el desarrollo social y emocional. Al identificarse con personajes y situaciones, los niños aprenden a manejar emociones, resolver conflictos y comprender la diversidad de experiencias humanas. Este aprendizaje temprano es fundamental para formar adultos empáticos y conscientes de su entorno .

Es esencial que como sociedad fomentemos el hábito de la lectura desde los primeros años. Esto no solo implica proporcionar acceso a libros, sino también crear espacios donde la lectura sea una actividad compartida y valorada. Iniciativas como talleres de lectura en comunidades vulnerables han demostrado ser efectivas para empoderar a niños y adultos, brindándoles herramientas para enfrentar desafíos y construir un futuro más prometedor .

En conclusión, la lectura es mucho más que una habilidad académica; es una herramienta transformadora que moldea nuestras mentes y corazones desde la infancia. Al fomentar el amor por la lectura en los más pequeños, estamos invirtiendo en una sociedad más empática, crítica y consciente.

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sábado, 19 de julio de 2025

Elegir a un perro de refugio… y dejar que él también te elija a ti



A veces las decisiones que parecen pequeñas terminan cambiando cosas grandes en la vida. Y no lo digo como frase bonita de redes, lo digo desde lo que he visto, vivido y sentido. Porque elegir adoptar un perro no es solo un acto de ternura, es un compromiso silencioso con la vida. Pero cuando ese perro no es de criadero ni de vitrina, sino de refugio… la historia es distinta. Más cruda, más real, más humana.

Hace unos días encontré un artículo en Antrozoología que hablaba sobre la adopción responsable de perros en refugios. Más allá de los datos o las recomendaciones, lo que me quedó rondando fue una idea: adoptar a un perro de refugio no es solo salvarlo… es dejar que te salve también a ti.

En mi casa crecí rodeado de historias y aprendizajes que mezclan lo espiritual con lo cotidiano. En especial con mi abuelo y con mi mamá, que siempre me enseñaron que los animales no están por debajo de nosotros, sino a nuestro lado. Como hermanos menores. Y que cuando uno les abre la puerta, no solo está dando, también está recibiendo. Quizá eso me marcó más de lo que creía.

La primera vez que acompañé a alguien a un refugio fue a los 17 años. Mi mejor amiga quería adoptar un perro después de una pérdida dura que había vivido. Recuerdo que entramos al lugar y el ambiente era una mezcla de ladridos, olores fuertes, historias tristes y miradas profundas. No era la típica imagen de una película de Disney. Era algo mucho más intenso. Más crudo. Más humano.

En medio de todo eso, hubo un perro que no ladró. No se acercó. Solo la miró. Y ella, sin saber por qué, supo que era él. No era el más bonito. Ni el más juguetón. Ni el más sano. Pero era el que la eligió con la mirada. Lo demás fue una historia de adaptación, paciencia, aprendizajes… y amor. No un amor idealizado. Un amor real. De esos que se construyen.

Eso me marcó.

Y desde ahí entendí que adoptar un perro no es una moda ni una acción “buena” que uno hace para sentirse mejor. Es una decisión de vínculo. De transformación. Porque esos perros no vienen vacíos. Vienen con historia. Vienen con heridas. Y por eso requieren algo más que cariño: requieren tiempo, coherencia, presencia.

Una vez alguien me dijo que adoptar un perro de refugio es como enamorarte de alguien que ha sido herido antes. Requiere más paciencia. Más silencio. Más escucha. Y sí, también puede doler. Pero es justo ahí donde está lo valioso. Porque cuando ese ser que alguna vez fue abandonado empieza a confiar en ti, no hay poder humano que iguale esa mirada. Esa confianza ganada. Ese pequeño milagro cotidiano.

En una sociedad que todo lo mide en utilidad, adoptar a un perro que no es “de raza” o que ya es adulto puede parecer una locura. Pero justamente por eso es un acto revolucionario. Es decirle al mundo que no todo tiene que ser perfecto para ser valioso. Que no todo tiene que ser nuevo para ser hermoso. Que no todo tiene que ser “rentable” para tener sentido.

Yo no he adoptado todavía. Pero no porque no quiera. Sino porque me prometí que el día que lo haga, lo haré desde la conciencia. Desde el compromiso. Desde la certeza de que podré ofrecerle lo que necesita. Porque no se trata de rescatar por rescatar. Se trata de acoger. Y acoger es más que dar espacio: es dar alma.

Hace poco escribí en mi blog sobre cómo los silencios también dicen mucho. Y creo que los perros adoptados, especialmente los de refugio, están llenos de esos silencios que uno debe aprender a leer. Porque no siempre saben jugar. A veces no ladran. O se esconden. O desconfían. Pero si uno está ahí, desde el amor verdadero, todo eso va cambiando. Y entonces sí… llega el juego, el salto, el paseo con la lengua afuera. Llega la transformación mutua.

El artículo de Antrozoología también hablaba de los cuidados que hay que tener, del proceso de adaptación, del vínculo progresivo. Y sí, es cierto. Pero me atrevo a decir algo más: adoptar un perro también te obliga a conocerte a ti. Porque te enfrenta con tu impaciencia, con tus expectativas, con tus límites. Y eso, si lo sabes aprovechar, te hace crecer.

También pensaba en cómo este tema se conecta con otros aspectos de la vida. Por ejemplo, la forma en que tratamos lo que no es “productivo” o lo que no “sirve”. A veces hacemos eso con los adultos mayores, con los niños que se mueven “demasiado”, con quienes piensan distinto. Y sí… también con los animales que han sido descartados por no cumplir un estándar. Por eso adoptar es también un acto político, espiritual, social.

En el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías hay una entrada sobre el valor de lo que no se ve. Y creo que este es un ejemplo claro. Porque esos perros que nadie mira… también son parte de la creación. También tienen un alma. También merecen ser amados.

Adoptar no es para todos. Pero si sientes ese llamado, no lo ignores. Hazlo bien. Infórmate. Prepárate. Y sobre todo… déjate transformar.

Hoy quería escribirte esto, no como alguien que ya lo sabe todo, sino como alguien que también está en camino. Porque tal vez aún no he adoptado, pero sí he sido testigo de muchas transformaciones. Y sé que el día que lo haga, no estaré salvando una vida. Estaré dejando que una vida me salve a mí.

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viernes, 18 de julio de 2025

¿Y si jugar con tu perro también te está sanando a ti?


A veces los días se sienten como un loop: despertamos, miramos el celular, respondemos mensajes, corremos a clase o al trabajo, y cuando por fin cae la noche, no sabemos si el día fue nuestro… o solo algo que nos pasó por encima. Pero entonces llega un momento distinto. Un instante que no parece importante en lo externo, pero que adentro lo cambia todo. A mí me pasa cuando llego a casa, abro la puerta, y mi perro ya me está esperando. Sin juicio. Sin reloj. Solo con ganas de estar, de correr, de jugar.

Y fue justo eso lo que me llevó a escribir este blog.

Hace poco leí un artículo en Antrozoología que hablaba del impacto positivo que tiene el simple acto de jugar con nuestros perros. Lo leí primero como una curiosidad, pero terminé bajando el ritmo de mi respiración y reflexionando en serio. El artículo hablaba de cómo el juego activa procesos físicos que reducen el cortisol —la hormona del estrés— tanto en nosotros como en los perros. Y aunque eso suena técnico, en el fondo me pareció algo poético: nos sanamos mutuamente sin siquiera hablar.

Pensé en mi perro, en su forma de mover la cola, de buscarme la mirada, de traer su juguete con insistencia cuando nota que estoy "muy metido en el mundo de los grandes". Pensé en cómo, sin proponérselo, él me recuerda que también soy cuerpo, que también soy presente. Y que no todo tiene que ser tan serio todo el tiempo.

Lo loco es que si esto lo dijera en voz alta en una clase universitaria o en un espacio laboral, muchos levantarían la ceja, como si hablar de perros o de juego fuera una pérdida de tiempo. Pero lo que no ven es que jugar también es un acto político, emocional, espiritual. Y jugar con un perro es, quizá, una de las formas más sinceras de estar en el mundo.

No hay máscaras. No hay poses. No hay negociaciones mentales. Hay piel, hay energía, hay conexión.

Mi generación habla mucho de ansiedad, y con razón. Vivimos en una época en la que parece que si no estamos haciendo algo “productivo”, estamos perdiendo el tiempo. Y entonces dormimos mal, comemos sin hambre, nos distraemos para no sentir. Pero al mismo tiempo, nunca antes habíamos tenido tantas herramientas de autocuidado al alcance. Solo que no todas vienen en formato de app o de terapeuta. Algunas tienen cuatro patas y una mirada que atraviesa cualquier tristeza.

Recuerdo una tarde de octubre, en uno de esos días grises de universidad, donde nada salía como yo quería. Había perdido un parcial, discutido con alguien que quería mucho, y me sentía… roto. No encontraba palabras para explicarlo, ni energías para hacer nada. Solo llegué a casa, me senté en el piso y dejé que mi perro se recostara junto a mí. No me pidió que hablara. No me exigió soluciones. Solo estuvo. Respiró conmigo. Y en ese silencio compartido, sentí que estaba volviendo a mí.

Después de eso, salimos a caminar. No muy lejos. No muy rápido. Solo caminamos. Y en ese juego de ritmo, de estar sin deber, me di cuenta de algo simple pero profundo: yo también necesitaba ser cuidado. Y él ya lo estaba haciendo.

El artículo que leí hablaba también de cómo el juego fortalece el vínculo entre humano y perro. Y sí, claro que sí. Pero más allá del vínculo, lo que se fortalece es la humanidad. Porque jugar no solo nos conecta con ellos… nos conecta con la parte nuestra que todavía recuerda cómo era ser niño. Y en un mundo que nos exige ser adultos todo el tiempo, eso es un acto de resistencia emocional.

Me atrevería a decir que muchos de nosotros no necesitamos solo terapia. Necesitamos juego, naturaleza, mirada sincera. Y nuestros perros —esos maestros silenciosos— nos ofrecen todo eso sin pedir nada a cambio.

Este tema también me hizo pensar en una entrada que vi hace poco en el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, donde se hablaba del amor como presencia. Y creo que eso es justamente lo que hace un perro cuando juega contigo: te ama con presencia. No necesita entender lo que te pasa. Solo está. Te toca. Te busca. Te recuerda que estás vivo.

Y ahora que lo pienso, también tiene algo de espiritual. Como si fueran pequeños emisarios de ese ser supremo. No tienen religiones, pero tienen fe. No te predican, pero te enseñan. No te juzgan, pero te sanan. Y cuando se van… porque sí, a veces se van demasiado pronto… uno siente que se ha ido algo sagrado. Porque lo era.

Jugar con un perro es, en muchos sentidos, una práctica espiritual. Te enseña a estar en el presente. A soltar el control. A abrir el corazón. A no tener miedo de ensuciarte, de reír, de correr.
Y eso, aunque suene simple, es revolucionario.

No necesitas mucho. Solo tu presencia. Tus manos. Tu tiempo. Tu entrega.
El juego no es algo que se hace para distraer. Es algo que se hace para recordar.
Recordar que estás aquí. Que puedes volver a reír. Que puedes confiar en el ahora.

Y si tienes perro y no has jugado con él últimamente… ¿qué estás esperando?

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jueves, 17 de julio de 2025

Lo que tu gato te enseña cuando duerme tanto


Cuando era niño, me parecía curioso ver a un gato dormir. No porque fuera raro, sino por lo contrario: porque parecía demasiado normal. Podía pasar horas observando a los de mi casa, enroscados en un rincón, moviendo apenas las orejas, respirando en paz como si no existiera el mundo. Y de verdad me preguntaba: ¿por qué duermen tanto? ¿No se aburren de estar quietos? Con los años, la pregunta cambió: ¿Qué saben ellos que nosotros olvidamos?

Convivo con gatos desde pequeño, y si algo he aprendido de ellos es que nada en su comportamiento es aleatorio. Detrás de cada siesta hay una sabiduría profunda, no solo instintiva, sino casi espiritual. Porque dormir para ellos no es solo descanso: es estrategia, es salud, es equilibrio. Es supervivencia, claro, como ya lo dicen algunos estudios científicos. Pero también es un recordatorio: el descanso no es pereza, es poder. Y eso me lo han enseñado mis gatos mejor que cualquier adulto.

Hace poco, mientras escribía para mi blog, me detuve a mirar a mi gato Quinto dormido en la repisa. Le tomé una foto. Y al observarlo bien, sentí algo que rara vez admitimos en voz alta: envidié su paz. Esa capacidad de cerrar los ojos sin miedo, sin culpa, sin justificarse. Esa certeza corporal de que descansar también es vivir. En un mundo que nos exige estar siempre activos, presentes, hiperconectados y productivos, los gatos nos muestran la otra cara de la sabiduría: la de la quietud.

Y claro, también hay ciencia detrás de esto. Los gatos descienden de depredadores solitarios. Necesitaban conservar energía entre caza y caza, por eso su cuerpo está programado para dormir largas horas, incluso hasta 16 al día. Hoy, aunque ya no cazan ratones para sobrevivir (al menos no todos), su biología sigue siendo la misma. Ellos descansan porque está en su ADN. Pero si lo piensas bien... ¿cuánto de lo que hay en nuestro ADN hemos olvidado por vivir en modo automático?

Dormir bien les permite mantenerse fuertes, inmunes, atentos. Soñar también es parte del proceso: hay estudios que demuestran que los gatos sueñan, mueven las patas, los bigotes, como si revivieran escenas. Tal vez sueñan con jugar, con cazar, o con ese lugar cálido de la casa donde siempre les da el sol. Me gusta pensar que también sueñan con nosotros.

Verlos descansar también me ha enseñado a respetar los tiempos. A no interrumpir, a no exigir. A veces, como humanos, queremos que estén disponibles para acariciar, para jugar, para que nos devuelvan con afecto lo que sentimos que les damos. Pero ellos también nos enseñan que el afecto no siempre es activo. Que el vínculo también se construye en la presencia tranquila, en la compañía sin palabras.

De hecho, muchos de mis momentos más conscientes han sido al lado de un gato dormido. Porque te obligan a bajar el ritmo. A contemplar. A sincronizarte. Y uno termina pensando: ¡cuánto podría mejorar nuestra salud mental si respetáramos nuestros propios ciclos como ellos respetan los suyos!

Hay algo de todo esto que también me conecta con lo espiritual. No en el sentido místico forzado, sino en lo cotidiano. En lo que dice el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías: que la presencia divina también habita en lo simple, en lo que nos hace bien sin explicación. Y dormir, como acto de amor propio, también puede ser un espacio sagrado.

Hoy pienso que los gatos no duermen tanto por debilidad, sino por sabiduría. Y que si queremos aprender a vivir con más equilibrio, tenemos que observar más, juzgar menos y escuchar lo que el silencio de otros seres nos está diciendo.

¿Y tú? ¿Has visto cómo duerme tu gato? ¿Le has agradecido por recordarte que descansar también es cuidarte?

— Juan Manuel Moreno Ocampo

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miércoles, 16 de julio de 2025

No necesita decirlo: así te dice "te quiero" tu perro (aunque nunca lo pronuncie)


Uno a veces vive tan apurado, tan metido en sus cosas, que no se da cuenta de los pequeños gestos que lo sostienen. Y digo "gestos" porque el amor no siempre se grita. A veces se duerme a tu lado, te sigue por la casa o te espera con una sonrisa de oreja a oreja. Yo crecí rodeado de perros. En mi infancia, mis mejores conversaciones no fueron con adultos, ni con amigos de colegio, sino con peludos que nunca me juzgaron. Que me escuchaban sin interrumpirme, que saltaban de alegría cuando me veían llegar, incluso si había salido solo cinco minutos. Me acompañaron en silencios largos, en risas solitarias, en días difíciles que ellos hacían mejores solo por existir.

Y sí, puede sonar poético, pero quien ha amado a un perro sabe que lo más real de esta vida a veces camina en cuatro patas y no dice ni una palabra.

Muchos creen que los perros son simples animales de compañía. Otros los ven como guardianes. Pero hay quienes sabemos que son maestros. Porque nos enseñan cosas que el mundo se ha olvidado: la fidelidad sin condiciones, el gozo sin razones, el estar sin esperar. Un perro te dice "te quiero" de formas tan claras, tan contundentes, que a veces duele pensar que no todos aprenden a escuchar ese idioma.

Cuando te mira fijo, con esa intensidad que atraviesa el alma, no está solo observando: está conectando. Es su forma de decir "confío en ti", "estoy contigo". Cuando apoya su cuerpo en tu pierna o se acomoda a tu lado, no es una casualidad. Es una declaración de amor silenciosa, pero total. Cuando te sigue por la casa, aunque solo vayas a buscar un vaso de agua, te está recordando que para él, tu presencia es el mejor lugar donde puede estar. Y cuando te lame, no lo hace por instinto, sino porque su forma de abrazarte es con la lengua, y te dice "tú me importas".

Yo me acuerdo que uno de mis perros, Rocky, me traía sus juguetes favoritos justo cuando me notaba triste. No sabía de mis problemas, pero sí sabía leer mi energía. Y su forma de animarme era compartir su tesoro. Como quien te da su corazón en forma de peluche babeado. Hay cosas que no se olvidan.

Y es que cuando se emociona al verte, cuando salta, corre, gime, gire sobre sí mismo como si hubieras vuelto de una guerra aunque solo hayas salido a comprar pan, ese es el amor más puro que puedes experimentar. Es la felicidad sin filtros, sin miedo, sin ego. Es un espejo de lo que podríamos ser los humanos si nos quitáramos tantas capas.

Cuando se duerme cerca de ti, cuando elige tu cama aunque tenga su cojín, cuando se acomoda contra ti como si fueras su refugio, está diciendo: "confío en ti con todo lo que soy". Y eso, en este mundo de tanta apariencia y tan poca esencia, vale oro.

Cada día, nuestros perros nos dicen "te quiero". Y lo hacen sin pedir nada a cambio. No les interesa si tienes dinero, si eres exitoso, si estás feliz o si estás roto. Te quieren porque sí. Y eso es una lección de amor incondicional que deberíamos aprender, practicar y agradecer.

Desde que entendí esto, empecé a ser más consciente. A regalarles paseos más largos. A acariciarlos sin apuro. A dejar de verlos como "mi perro" y empezar a verlos como "mi compañero de vida". A veces, lo mejor que puedes hacer por alguien que te ama es quedarte, estar, acompañar. Eso lo aprendí de ellos.

No hace falta que tu perro hable. Pero quizás sí le hace bien que tú le digas "yo también te quiero". Y se lo digas con palabras, pero sobre todo con tiempo, con presencia, con cuidado.

Hay muchas formas de decir te quiero. Algunas ladran bajito. Otras simplemente te siguen el paso.

Gracias a ellos, aprendí que el amor más real no necesita ser entendido. Solo sentido.


— Juan Manuel Moreno Ocampo

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martes, 15 de julio de 2025

¿Y si envejecer también fuera un acto de ternura?


No sé por qué, pero hace unos días me quedé mirando largo rato a mi gato mientras dormía. Tiene 15 años, ya no corre como antes, ni caza sombras, ni se sube a los muebles como un ninja. Pero en su lentitud, en su forma pausada de moverse, hay algo distinto… algo que no tenía cuando era joven: hay profundidad. Y me hizo pensar que la vejez, tanto en los humanos como en los animales, no es solo una etapa. Es un espejo. Uno que nos obliga a ver cuánto sabemos acompañar, cuánto entendemos de los ciclos, cuánto amor cabe en lo cotidiano.

A propósito de eso, leí un artículo de El Tiempo sobre cómo identificar cuándo comienza la vejez de un gato, y me tocó más de lo que esperaba. Porque más allá de los síntomas físicos —la disminución de la agudeza visual, los cambios en el apetito, el aumento del sueño o la menor actividad— lo que me hizo pensar fue: ¿sabemos realmente cuidar? ¿Sabemos estar presentes para otro ser vivo cuando más nos necesita y menos puede “darnos” algo a cambio?

A veces siento que vivimos en una cultura que adora la juventud, la productividad, lo inmediato. Incluso en lo que consumimos, en cómo tratamos a las personas mayores, en cómo descartamos lo que envejece. Y los animales —como nuestros abuelos— muchas veces se convierten en una especie de “mobiliario silencioso” en la casa. Están ahí, pero no siempre los vemos. Nos acostumbramos a su presencia y dejamos de notar sus cambios, su fragilidad, sus nuevos ritmos. Y eso, en el fondo, habla más de nosotros que de ellos.

Cuando empecé a notar que mi gato dormía más, que ya no reaccionaba igual a los juegos, que a veces se le olvidaba que ya comió… me dio un poco de tristeza. Pero también me nació una ternura nueva. Una forma de amor menos ruidosa, menos emocional, y más tranquila. Más consciente. Ya no se trata de jugar con él, sino de ponerle una cobija donde le guste estar. Ya no se trata de maullar juntos en tono de juego, sino de acompañarlo mientras duerme. Y ahí entendí que el amor, cuando madura, se vuelve presencia.

Esto me ha hecho pensar también en nuestras relaciones humanas. ¿Cómo tratamos a las personas cuando ya no “rinden” igual? ¿Podemos sostener vínculos cuando el otro ya no está en su mejor versión, cuando ya no nos entretiene, no nos escucha como antes o simplemente necesita más que lo que puede dar? Porque amar a alguien —persona o animal— es también aprender a envejecer con ellos. A ser parte de su proceso. A no huirle a lo lento, a lo cansado, a lo que se va transformando.

Desde pequeño he escuchado en casa reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre la conexión con los animales, y sobre cómo cada ser —por pequeño o viejo que sea— trae consigo una sabiduría. Lo decía mi papá en uno de sus textos en Bienvenido a mi blog, cuando hablaba de la gratitud como forma de espiritualidad silenciosa. Y lo dicen también muchos textos de Mensajes sabatinos, donde se habla del respeto por los ciclos de la vida y por la memoria de lo que ha sido. Quizás por eso, cuando miro a mi gato dormido en su mantita, no veo solo a un animal cansado. Veo un compañero. Un testigo de años. Un pedazo de mi vida que me recuerda que el amor no siempre salta, a veces simplemente respira.

Me gusta pensar que los animales mayores son como sabios silenciosos. No necesitan decirnos nada, porque ya han dicho todo con su estar. Y a veces basta con estar con ellos para aprender cosas que ningún libro enseña. Como el arte de no apurarse. Como la calma de mirar por la ventana sin pensar en nada. Como la paz de dormir sabiendo que no tienes que demostrar nada. Mi gato ya no se preocupa por lo que hace o no hace. Y eso me ha enseñado mucho más que cualquier video motivacional en redes.

En un mundo donde todo parece tener que ser útil, activo y eficiente, cuidar a un animal mayor es un acto casi subversivo. Es decirle al tiempo que no nos corre. Es decirle al amor que no tiene que ser espectacular para ser real. Es decirle a la vida que entendemos sus ciclos, y que no le tememos a lo lento, ni a lo viejo, ni a lo frágil.

A veces me pregunto si tratamos igual a nuestras emociones, si sabemos cuidar lo que se nos vuelve lento por dentro. ¿Qué hacemos cuando una parte de nosotros “envejece”? Cuando ya no sentimos con la misma intensidad, cuando nos volvemos más callados, más nostálgicos, más vulnerables. ¿Nos sabemos acompañar en esas etapas? ¿O nos exigimos seguir produciendo, rindiendo, aparentando?

Todo esto lo digo sin ninguna pretensión. Solo como alguien que aprende cada día a vivir con más ternura. A darle lugar a lo pequeño. A no ignorar lo que envejece. A cuidar mejor, no solo a los demás, sino también a mí mismo.

Y si tú también tienes un gato mayor, o un perro, o un abuelo que ya no escucha tan bien, o una parte de ti que está más lenta que antes… detente un momento. Mírala. Abrázala. No la apures. No la escondas. No la cambies. Hay belleza en lo lento. Hay dignidad en lo que envejece. Y sobre todo, hay amor. Del bueno. Del que no necesita palabras para ser verdad.


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lunes, 14 de julio de 2025

La inteligencia artificial no salvará al mundo, pero tú sí podrías

A veces me pregunto si nos estamos volviendo demasiado buenos en construir cosas… pero cada vez más torpes en construirnos a nosotros mismos. Creemos que la tecnología va a salvar el mundo, que la inteligencia artificial lo va a solucionar todo. Y en parte, sí, puede ser una herramienta increíble. Pero cada día siento con más fuerza que lo verdaderamente revolucionario no es la IA, sino nuestra capacidad de comprometernos con la vida, con el planeta y con los otros. Eso, que parece tan humano, tan esencial… lo estamos dejando en manos de códigos, de algoritmos y de dispositivos.

No estoy en contra de la tecnología, ni mucho menos. Nací en el 2003, crecí con ella, aprendí a hablar casi al mismo tiempo que a buscar en Google. Estudié programación antes de terminar el colegio, y escribo este blog desde un portátil que entiende mis ritmos mejor que algunas personas. Pero desde muy joven entendí que la tecnología no es buena ni mala. Es una lupa: amplifica lo que somos. Y si lo que somos es desconexión, apatía o indiferencia, eso es lo que la tecnología va a reproducir. La verdadera revolución —la que el planeta necesita— no es digital: es humana.

Leí hace poco un artículo de Gestión en TI titulado "La era de la IA nos desafía a progresar comprometidos con el futuro del planeta", y aunque tiene razón en muchas cosas, también me hizo ruido. Porque se habla de progreso como si fuera algo inevitable, como si estuviéramos caminando hacia el futuro en línea recta. Pero el futuro no es una autopista: es una decisión. Y estamos en un punto donde debemos elegir si seguimos usando la tecnología solo para optimizar negocios y automatizar procesos, o si empezamos a usarla para sanar, para educar, para reconectar con el planeta que hemos estado desconectando.

Mi abuelo me decía algo que nunca se me olvida: “Uno no puede amar lo que no conoce, ni cuidar lo que no ama”. Y creo que esa es la raíz del problema. Nos alejamos tanto de la Tierra que ya no la sentimos viva. Creemos que defender el medio ambiente es una causa para activistas o para marcas que quieren vender imagen verde. Pero la verdad es que es un tema de todos, porque todos respiramos, todos comemos, todos existimos en este mismo planeta, aunque se nos olvide. La IA puede ayudarnos a medir el cambio climático, a crear modelos predictivos o a diseñar soluciones eficientes. Pero no va a cambiar nuestras decisiones si no cambiamos primero nuestra conciencia.

Me gusta pensar que la tecnología puede ser un puente, no un destino. Un puente entre la ciencia y la espiritualidad, entre el conocimiento técnico y el compromiso social, entre lo urgente y lo importante. Pero solo si somos capaces de caminarlo con consciencia. Porque también puede ser una muralla: una excusa para alejarnos más del otro, para reemplazar vínculos por interfaces, conversaciones por notificaciones, humanidad por eficiencia.

Hace poco publiqué una reflexión en mi blog personal El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, donde hablaba sobre lo que significa progresar de verdad. No se trata de tener más diplomas, más seguidores o más dispositivos. Se trata de vivir con propósito. Y eso requiere coraje, reflexión, y también contradicción. Porque a veces hay que renunciar a lo cómodo para vivir con sentido. Hay que parar para avanzar. Hay que preguntarse cosas incómodas, como: ¿Lo que estoy haciendo con mi vida suma al mundo o solo a mi ego?

Y no, no tengo todas las respuestas. Pero tengo preguntas que me arden, y sé que no soy el único. En mi generación hay una sed de autenticidad, de impacto real, de proyectos que no solo generen ingresos, sino también esperanza. Y lo estamos buscando. A veces en los lugares equivocados. A veces en el silencio. A veces escribiendo, como lo hago yo ahora.

Por eso, cuando pienso en cómo la IA puede ayudar al planeta, no puedo evitar pensar en cómo nosotros mismos podemos ayudarlo primero. Desde decisiones tan pequeñas como dejar de usar plásticos innecesarios, hasta elegir trabajar en empresas que tengan compromisos ambientales reales. Desde consumir menos contenido vacío, hasta crear contenido que despierte. Desde estudiar carreras con propósito, hasta replantear la manera como enseñamos y aprendemos.

Y ahí es donde siento que hay esperanza. Porque también he visto cómo muchas personas están despertando. Cómo proyectos como Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías nos invitan a pensar más allá del ruido, más allá de lo material. Cómo iniciativas espirituales, tecnológicas y educativas se están cruzando para generar una conciencia colectiva más despierta, más compasiva, más real.

Hoy no quiero decirte que la IA va a salvar el planeta. Quiero decirte que tú puedes ser parte de la solución. Que tus decisiones diarias importan más de lo que crees. Que tu voz puede sumar. Que si tienes un celular en la mano y una conciencia despierta, puedes empezar a cambiar tu entorno desde ya. Y que no estás solo. Estamos muchos preguntándonos lo mismo, dudando de lo mismo, creyendo que algo mejor sí es posible.

Y si la inteligencia artificial puede ayudarnos, bienvenido sea. Pero no olvidemos que hay otra inteligencia que ya tenemos: la del corazón, la del alma, la que no se programa pero se cultiva. Esa que nos dice cuándo algo está mal, aunque todos digan que está bien. Esa que nos empuja a actuar, incluso cuando no es popular. Esa, sí, podría salvar el mundo.

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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”