Hay días en los que siento que todo lo que hacemos es dar. Dar tiempo, dar atención, dar energía, dar cariño. Y aunque me gusta cuidar de otros, a veces me descubro tan vacío que me pregunto si no me estoy perdiendo en el intento. Esta historia de Irene —que conocí a través de un relato viral sobre el cuidado y los gatos— me tocó profundamente porque parece hablar de esa línea invisible que separa cuidar de agotarse. La releí varias veces y la sentí cercana. Por eso quiero traerla aquí, para reflexionar juntos desde la juventud, pero con la madurez que da ver a la gente que queremos —abuelas, madres, tías— entregarse hasta quedarse sin fuerzas.
Irene era una mujer dedicada a cuidar personas mayores. Su jornada empezaba temprano y terminaba tarde. Y en medio de esa rutina, algo se le fue apagando: la paciencia, la ternura, incluso el sentido de lo que hacía. Hasta que llegó Curro, el gato de Clara. Irene aceptó cuidarlo casi por inercia, pero ese acto pequeño abrió un espacio que la salvó. No fue magia ni terapia instantánea: fue presencia, silencio, ritual, y también la oportunidad de cuidar a alguien sin la presión de estar siempre “al máximo”.
Cuando leí eso pensé en mi propia generación. Somos jóvenes, pero vivimos agotados. No es solo por el estudio o el trabajo: es por la hiperconexión, por la exigencia constante de estar disponibles, por las comparaciones infinitas. A veces cuidamos sin quererlo: cuidamos de amigos, de proyectos, de redes sociales, de causas. Y nos olvidamos de cuidarnos. Me he dado cuenta de que, para mucha gente de mi edad, adoptar un animal, hacer voluntariado o reconectar con la naturaleza se convierte en una forma silenciosa de terapia. No es que un gato te solucione la vida, pero puede recordarte cómo estar presente.
Hace unos meses escribí en mi blog personal sobre la importancia de los pequeños rituales en medio del caos. Lo enlazo porque veo un hilo común: tanto Irene como yo y muchas personas encontramos alivio en lo cotidiano, en lo sencillo. He visto algo similar en textos de Mensajes Sabatinos donde se habla de la fe puesta en lo ordinario y de cómo en los actos pequeños está la posibilidad de transformarnos. Y también lo leí en Amigo de ese ser supremo, donde se menciona que la espiritualidad no siempre se encuentra en los grandes templos, sino en la presencia silenciosa de un ser que nos acompaña.
Cuidar de Curro fue para Irene como un espejo: le mostró que podía seguir cuidando, pero sin anularse. En lo personal, yo lo veo reflejado en mis propias luchas. En ocasiones me he sentido saturado de compromisos, de expectativas familiares y sociales. Y sin embargo, basta con salir a caminar con mi perro o sentarme a observar el atardecer para que la vida recobre perspectiva. No es escapismo; es reconexión. Es como si estos seres —humanos o animales— nos enseñaran a volver al aquí y al ahora, sin pedirnos nada a cambio.
Lo más fuerte del relato es que Irene no solo recuperó las ganas de cuidar: transformó su trabajo. Hoy cuida gatos cuando sus familias no pueden, pero también se cuida a sí misma. Y eso me hace pensar en la economía del cuidado, tan invisibilizada en países como Colombia. He visto en Organización Todo En Uno artículos sobre cómo las empresas y comunidades pueden sostener redes de cuidado sin explotar a quienes cuidan. Y me pregunto: ¿no deberíamos aplicar esa lógica también en nuestra vida privada? ¿No deberíamos buscar modelos donde cuidar no sea sinónimo de sacrificarse hasta desaparecer?
En mi generación, hay una corriente silenciosa que quiere redefinir el éxito. Ya no es solo “ganar más” o “subir más rápido”. Es también “tener tiempo”, “sentir paz”, “cuidar sin agotarse”. Y ahí entra la importancia de hablar de salud mental. Conozco amigos que han encontrado en los animales una forma de anclaje. También conozco casos donde ese vínculo fue tan fuerte que los ayudó a salir de la depresión o a regular su ansiedad. Hay estudios recientes que muestran cómo interactuar con mascotas disminuye el cortisol y aumenta la oxitocina. Pero más allá de los datos, hay algo simbólico: cuidar de un gato te recuerda que la vida no tiene que ser tan complicada, que basta con estar ahí.
Me gusta pensar que la historia de Irene y Curro es también una metáfora de un cambio social más amplio. Pasar de cuidar por obligación a cuidar por elección, de hacerlo desde el deber al hacerlo desde la presencia. Y eso vale para el trabajo, para la familia, para la pareja. He hablado de esto con mi propia familia: mis padres, mi abuelo, mis tías. Muchos de ellos cargaron con responsabilidades enormes sin tener herramientas emocionales. Nosotros tenemos la oportunidad —y la responsabilidad— de aprender otras formas.
En mis noches de escritura suelo releer textos antiguos en Bienvenido a mi blog, donde se habla de resiliencia y de amor en tiempos difíciles. Me doy cuenta de que, aunque cambien los contextos, la pregunta es la misma: ¿cómo cuidar sin quemarnos? Irene encontró su respuesta en Curro. Otros la encuentran en la meditación, en la música, en la terapia, en la amistad, en la fe. La clave está en no confundir cuidado con autoabandono.
Quizás por eso me gustó tanto esta historia. Porque es sencilla pero radical. Nos recuerda que no necesitamos grandes cambios para transformar nuestro día a día: basta con un acto, un gesto, un compromiso pequeño que nos devuelva a nosotros mismos. Cuidar de un gato puede salvarte del agotamiento, pero solo porque te devuelve la posibilidad de estar presente. Y eso vale más que cualquier receta mágica.
Me gustaría terminar con una reflexión personal: a veces pensamos que ser joven significa poder con todo, y que si estamos agotados es porque no sabemos organizarnos. Pero la verdad es que ser joven hoy también es lidiar con un mundo saturado de estímulos, crisis y urgencias. No está mal aceptar que necesitamos pausas, que necesitamos cuidado, que necesitamos también ser cuidados. Tal vez ese sea uno de los mayores aprendizajes que mi generación pueda aportar al futuro: que cuidar de otros no tiene que significar destruirse en el proceso.