lunes, 28 de julio de 2025

Cuando el corazón y el de tu animal laten al mismo ritmo



A veces siento que hay miradas que dicen más que cualquier palabra. No solo entre humanos, sino también entre nosotros y los animales con los que compartimos la vida. Porque hay algo que trasciende las razas y las especies, algo que no sabe de etiquetas y que no cabe en definiciones: la conexión que compartimos con ellos, con sus cuerpos que laten al mismo ritmo que el nuestro cuando dejamos de lado el ruido y nos permitimos sentir de verdad.

Siempre me ha parecido increíble cómo los animales pueden leernos incluso cuando nosotros mismos no sabemos descifrarnos. Como si fueran espejos silenciosos, pero llenos de luz, que nos devuelven la imagen de lo que somos cuando dejamos las máscaras en la puerta. Y no hablo solo de la parte más obvia, como esa sensación de calma que nos regalan cuando acariciamos su pelaje o cuando nos miran con esos ojos que parecen entenderlo todo sin decir nada. Hablo también de algo más profundo, más difícil de explicar pero imposible de negar: la forma en que sus cuerpos y los nuestros parecen comunicarse en un idioma que va más allá de las palabras.

He leído sobre la antrozoología y cómo estudia precisamente esas relaciones, cómo el simple contacto con un animal puede hacer que nuestro corazón se desacelere o que nuestros pensamientos, a veces tan caóticos, encuentren un respiro. Pero más allá de los estudios, yo lo he sentido en carne propia. Lo he sentido cuando he tenido días malos y el simple hecho de que mi perro se siente a mi lado ya cambia el aire. O cuando mi gato, con ese ronroneo que parece música de otro mundo, me recuerda que la ternura no necesita explicaciones.

Es curioso cómo la ciencia lo confirma, diciendo que los niveles de cortisol —esa hormona del estrés— bajan cuando estamos con ellos, y que la oxitocina, la hormona del cariño, se dispara. Pero lo que más me impresiona es que, aunque la ciencia lo respalde, la verdadera prueba está en el corazón. Porque no hace falta entenderlo todo para saber que es real. Lo sentís en la piel, en la forma en que tus hombros se relajan y tu respiración se hace más lenta cuando estás con ellos.

Me gusta pensar que, en esos momentos, nuestros cuerpos se sincronizan. Como si sus latidos fueran un metrónomo que nos recuerda el ritmo natural que la vida quiere tener, y no ese ritmo acelerado que a veces nos imponemos para sentirnos “productivos” o “exitosos”. Y esa sincronía no es solo física: es emocional, energética, espiritual. Una conexión que no se mide, pero que se vive. Una conexión que, si la dejamos fluir, nos enseña más de lo que podríamos aprender en mil libros.

Y hablando de libros, de reflexiones y de aprendizajes, he compartido muchas veces en mi blog (https://juanmamoreno03.blogspot.com/) cómo la vida siempre encuentra la forma de mostrarnos lo esencial. A veces lo hace a través de la familia, a veces a través de las amistades, y a veces, como en este caso, a través de los animales que el destino pone en nuestro camino. Porque ellos no son solo mascotas. Son compañeros, maestros, sanadores. Y aunque su tiempo en esta tierra suele ser más corto que el nuestro, la huella que dejan no tiene fecha de caducidad.

También lo veo reflejado en el blog de la Organización Todo En Uno (https://organizaciontodoenuno.blogspot.com/), donde hablamos mucho de la importancia de la armonía y de cómo esa armonía comienza siempre por dentro. Porque la verdadera conexión no surge de la obligación o de la rutina: surge del amor y del respeto mutuo. Y eso lo vemos clarísimo cuando compartimos la vida con los animales. Ellos no exigen que seamos perfectos. Solo nos piden que seamos auténticos. Y en ese permiso para ser, encontramos algo que a veces olvidamos: la libertad de mostrarnos tal cual somos.

No puedo dejar de mencionar también que en “Mensajes Sabatinos” (https://escritossabatinos.blogspot.com/) hablamos mucho de la gratitud, de la importancia de detenernos a valorar lo que tenemos, por pequeño que parezca. Y los animales son expertos en eso. En enseñarnos a encontrar alegría en lo simple: en una siesta al sol, en un paseo sin destino, en un juego improvisado que nos arranca una sonrisa cuando más la necesitamos.

A veces pienso que ellos están más conectados con lo que importa porque no están tan contaminados por la mente. No se enredan en pensamientos sobre el futuro ni cargan con las culpas del pasado. Viven el presente como un regalo. Y si nos dejamos contagiar por su forma de estar, de ser y de sentir, podemos empezar a sanar un poco también nuestras propias heridas.

Sé que no siempre es fácil. Vivimos en un mundo que nos empuja a ir rápido, a llenar nuestros días de cosas y más cosas, a medirlo todo en resultados. Pero cada vez que me detengo a ver cómo mi gato se estira al sol o cómo mi perro cierra los ojos mientras lo acaricio, me acuerdo de que la vida real está en esos instantes que parecen no tener importancia. Y que, paradójicamente, son los más importantes de todos.

¿Y vos? ¿Has sentido esa conexión con tu perro, tu gato o ese animal que te acompaña? Estoy seguro de que sí. Porque no hace falta entenderlo con la mente para saber que lo que pasa entre ellos y nosotros es algo real. Algo que no siempre podemos explicar, pero que se siente en el corazón.

Para terminar, quiero compartirte la imagen que, para mí, representa esta conexión: un joven sentado en el pasto con su perro al lado, ambos con los ojos cerrados y el sol pintando la escena de un color cálido y sereno. No hay palabras, no hay prisas. Solo el pulso de la vida que late en los dos, al mismo ritmo. Una imagen simple, pero llena de la verdad que todos necesitamos recordar de vez en cuando.

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domingo, 27 de julio de 2025

Vale la pena ir a la universidad en 2025? Una mirada desde la experiencia y la conciencia



En un mundo donde la educación superior ha sido tradicionalmente vista como el camino seguro hacia el éxito, las recientes declaraciones de figuras como Mark Zuckerberg han encendido un debate sobre su relevancia en el contexto actual. Zuckerberg, fundador de Facebook y CEO de Meta, ha expresado su escepticismo respecto al valor práctico de la educación universitaria en el mercado laboral contemporáneo. En una entrevista con el comediante Theo Von en el pódcast "This Past Weekend", afirmó que las universidades no están preparando adecuadamente a los estudiantes para los trabajos que necesitan hoy en día .

Este cuestionamiento no es aislado. Empresas líderes en tecnología, como Apple, Google y la propia Meta, han adoptado políticas de contratación que no requieren necesariamente un título universitario, enfocándose más en las habilidades prácticas y la adaptabilidad de los candidatos. Además, el creciente endeudamiento estudiantil, especialmente en países como Estados Unidos, ha llevado a muchos jóvenes a replantearse si la inversión en una educación universitaria tradicional realmente ofrece un retorno proporcional en términos de oportunidades laborales y desarrollo profesional.

Sin embargo, es esencial reconocer que la universidad ofrece más que una formación académica. Para muchos, representa un espacio de crecimiento personal, desarrollo de relaciones significativas y exploración de intereses diversos. Zuckerberg mismo ha reconocido el valor de las experiencias sociales y personales adquiridas durante su tiempo en Harvard, a pesar de no haber completado sus estudios .

En mi experiencia personal y profesional, he observado que el aprendizaje no se limita a las aulas. La educación continua, la curiosidad intelectual y la capacidad de adaptarse a los cambios son cualidades esenciales en el mundo actual. Herramientas como el Eneagrama, la inteligencia emocional y la inteligencia artificial, cuando se integran desde una perspectiva consciente, pueden complementar y enriquecer la formación tradicional, preparando a los individuos para enfrentar los desafíos de un entorno laboral en constante evolución.

Es crucial que cada persona evalúe sus objetivos, recursos y circunstancias al decidir sobre su camino educativo. La universidad puede ser una excelente opción para algunos, mientras que otros pueden encontrar rutas alternativas que se alineen mejor con sus aspiraciones y contextos personales. Lo importante es mantener una actitud de aprendizaje constante, buscar experiencias que fomenten el crecimiento integral y estar abiertos a redefinir el concepto de éxito en función de valores personales y colectivos.

¿Te has cuestionado el valor de tu educación en el contexto actual? ¿Estás explorando nuevas formas de aprendizaje y crecimiento personal? Te invito a compartir tus experiencias y reflexiones. Conectemos y construyamos juntos una visión más amplia y consciente del aprendizaje en el siglo XXI.

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sábado, 26 de julio de 2025

Cómo soltar lo que creemos que nos sostiene?

 


A veces siento que la vida es como un camino en la montaña: lleno de subidas que agotan, bajadas que asustan y curvas que nos confunden. Y creo que así mismo funciona cuando uno se aferra a algo que, en apariencia, le da tranquilidad, pero que en el fondo está encadenando su mente. Las benzodiacepinas, esos fármacos que para muchos son como un salvavidas en medio del naufragio de la ansiedad o el insomnio, también pueden convertirse en ese ancla que no deja movernos hacia la orilla.

Leí hace poco en Psyciencia que existe una manera segura de dejar las benzodiacepinas, y esa lectura me tocó de una forma especial porque siento que no habla solo de medicina, sino de la vida misma. Ellos explican cómo retirarlas de manera gradual, con el apoyo de un profesional y entendiendo que el proceso no es lineal. Pero más allá del paso a paso técnico, sentí que hay una lección más grande: aprender a soltar sin que el miedo nos paralice.

Es curioso cómo, desde pequeños, aprendemos que la fortaleza está en aguantar, en soportar y en seguir cargando con lo que sea que nos haga sentir seguros, aunque a veces eso signifique soportar el peso de lo que ya no nos sirve. En mi familia, siempre he visto a personas que luchan con sus propios fantasmas: el miedo a perder algo que creen que necesitan para estar bien. Y he aprendido que la verdadera fortaleza no está en retener, sino en decidir dejar ir.

La verdad es que soltar las benzodiacepinas o cualquier cosa que nos da una falsa sensación de control, es una de las cosas más valientes que se pueden hacer. Porque no es solo un tema de pastillas, es un tema de conciencia. De mirar dentro de uno mismo y preguntarse: “¿Qué tanto de lo que me mantiene hoy quieto me está robando la posibilidad de caminar sin miedo?”

En mis propios días de ansiedad y de dudas, me he dado cuenta de que hay muchas formas de depender de algo externo para no enfrentar lo que duele. Para unos pueden ser las pastillas, para otros puede ser el trabajo excesivo, las relaciones tóxicas, la búsqueda constante de validación. Y cada uno tiene que encontrar su manera de volver a escucharse.

He visto cómo la espiritualidad, esa relación con algo más grande que uno mismo —llámalo Dios, la Vida o el Misterio—, es una fuente de consuelo real cuando uno decide soltar. Y también he descubierto que hablarlo, compartirlo, hacerlo comunidad, es una medicina que a veces vale más que cualquier receta.

Por eso escribo esto. Para decirte que si estás pensando en dejar algo que sientes que te controla, no estás solo. Que no importa si el camino se ve largo o si hay momentos en que sientes que vas a caer. Lo importante es tener claro que cada paso cuenta, que cada día que eliges caminar hacia una vida más consciente es un acto de amor propio.

El artículo de Psyciencia explica que el proceso de retirada de las benzodiacepinas debe ser lento, que no se trata de “dejarlas de golpe” porque eso puede traer más daño que bien. Y siento que esa es otra metáfora de la vida: nada se suelta de la noche a la mañana. Hay que respetar los tiempos del cuerpo y del corazón. Hay que reconocer que los miedos no desaparecen porque uno decide ignorarlos, sino que se calman cuando uno los mira de frente, con ternura y sin prisa.

Me gusta pensar que, así como el cerebro necesita adaptarse a la ausencia de las benzodiacepinas, el alma también necesita tiempo para adaptarse a la ausencia de cualquier cosa que la tenía dormida. Y eso está bien. Está bien pedir ayuda, está bien sentirse vulnerable y está bien no tener todas las respuestas.

El otro día, escribí en mi blog EL BLOG JUAN MANUEL MORENO OCAMPO sobre lo difícil que es confiar cuando no sabes qué va a pasar después de soltar. Pero también escribí que la vida no se trata de tener certezas, sino de animarse a vivir con la certeza de que uno tiene la fuerza para lo que venga. Y siento que esa certeza es la que nos hace humanos.

Si tú que estás leyendo esto estás pasando por un proceso de dejar las benzodiacepinas, o cualquier otro hábito que te hace sentir atado, quiero decirte que tu historia importa. Que no es una carrera que tienes que correr solo, que hay redes, amigos, familia y profesionales que pueden acompañarte. Y que no tienes que cargar con la culpa o la vergüenza: todos, de alguna manera, estamos tratando de soltar lo que no nos deja ser.

Quiero cerrar este blog con una imagen que me nace del corazón: imagina un amanecer en lo alto de una montaña. Imagina que estás ahí, con el viento frío en la cara y el sol tibio en la piel. Que cierras los ojos y respiras hondo. Que en ese instante, sientes que no necesitas nada más para sentirte vivo. Porque, al final, de eso se trata todo: de encontrar la manera de ser tú mismo, sin depender de nada más que tu propia respiración.

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viernes, 25 de julio de 2025

Más que croquetas: lo que realmente cuesta amar a un perro



¿Alguna vez te has detenido a pensar en cuánto cuesta realmente tener un perro? No me refiero solo al dinero que gastas en su comida o en llevarlo al veterinario. Hablo del compromiso, del tiempo, de la energía emocional que implica cuidar de otro ser vivo. Porque tener un perro no es solo tener una mascota; es asumir la responsabilidad de otra vida que depende completamente de ti.

En Colombia, según datos recientes, el gasto anual en alimentos para perros puede variar significativamente dependiendo del tamaño y las necesidades específicas del animal. Por ejemplo, para perros pequeños (1-10 kg), el gasto mensual en alimentación oscila entre $60,000 y $140,000 COP; para perros medianos (11-25 kg), entre $120,000 y $220,000 COP; y para perros grandes (más de 26 kg), entre $150,000 y $350,000 COP .

Pero más allá de los números, tener un perro implica una inversión emocional considerable. Es levantarte temprano para sacarlo a pasear, incluso cuando llueve o cuando estás cansado. Es preocuparte por su salud, por su bienestar, por su felicidad. Es aprender a comunicarte con alguien que no habla tu idioma, pero que entiende tus emociones mejor que nadie.

Recuerdo cuando adopté a mi perro, Max. Era un cachorro lleno de energía y curiosidad. Al principio, fue un desafío adaptarme a su ritmo, a sus necesidades. Pero con el tiempo, Max se convirtió en mi compañero inseparable. Aprendí a leer sus señales, a entender cuándo necesitaba jugar, cuándo tenía hambre o cuándo simplemente quería estar cerca de mí.

Cuidar de Max me enseñó lecciones valiosas sobre la paciencia, la empatía y el amor incondicional. Me hizo más consciente de mis propias emociones y de cómo mis acciones afectan a los demás. Me recordó la importancia de estar presente, de disfrutar de los pequeños momentos, de valorar la compañía sincera.

Además, tener un perro también implica ser consciente de su impacto en el entorno. Es importante considerar aspectos como la alimentación sostenible, el uso responsable de recursos y la convivencia armoniosa con la comunidad. Adoptar prácticas responsables no solo beneficia a nuestras mascotas, sino también al planeta y a las futuras generaciones.

En resumen, tener un perro es una experiencia enriquecedora que va más allá de los costos económicos. Es una oportunidad para crecer como persona, para desarrollar vínculos profundos y para aprender a amar de manera desinteresada. Si estás considerando adoptar un perro, hazlo con plena conciencia de lo que implica. Y si ya tienes uno, tómate un momento para agradecerle por todo lo que te ha enseñado y por el amor incondicional que te brinda cada día.


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jueves, 24 de julio de 2025

Y si el futuro también necesita arqueólogos?


A veces me pregunto si, en medio de todo este caos digital, de la inmediatez y del scroll infinito, nos detenemos a pensar en lo que estamos dejando atrás. No me refiero solo a las fotos viejas en la nube o a los mensajes que ya nadie lee, sino a esas huellas que, sin querer, vamos dejando en el universo. ¿Alguna vez te has preguntado qué pasará con los objetos que hemos enviado al espacio? ¿Con los satélites, las sondas, las estaciones espaciales? ¿Quién se encargará de contar nuestra historia cuando ya no estemos?

Hace poco leí sobre algo que me voló la cabeza: la arqueología espacial. Sí, así como lo lees. Resulta que hay personas que se dedican a estudiar los restos de nuestras misiones espaciales, no solo por curiosidad científica, sino para preservar la historia de la humanidad más allá de la Tierra. Es como si estuviéramos dejando un diario en el cosmos, y alguien se encargara de leerlo y entenderlo.

Lo más loco es que esta disciplina no es nueva. Desde hace años, arqueólogos como Beth O’Leary y Justin Walsh han estado investigando sitios como la Base Tranquilidad en la Luna, donde alunizó el Apolo 11. Descubrieron que los astronautas dejaron allí objetos personales, como medallas de cosmonautas soviéticos, en un gesto de respeto y reconciliación en plena Guerra Fría. Esos detalles, que podrían parecer insignificantes, son en realidad testimonios de nuestra humanidad, de nuestras emociones y contradicciones.

Pero la arqueología espacial no se limita a la Luna. También se está llevando a cabo en la Estación Espacial Internacional (EEI). En 2022, la astronauta Kayla Barron participó en el primer estudio arqueológico en gravedad cero, documentando cómo los astronautas adaptan su entorno y crean nuevas formas de habitar el espacio. Es fascinante pensar que, incluso en un lugar tan tecnológico y funcional, seguimos dejando rastros de nuestra cultura y personalidad.

Este tema me hizo reflexionar sobre cómo, a pesar de todos los avances tecnológicos, seguimos siendo seres humanos con necesidades emocionales, con ganas de dejar una marca, de contar nuestra historia. Y también me hizo pensar en la importancia de preservar esa historia, de no dejar que se pierda en el olvido o en la basura espacial.

En un mundo donde todo parece efímero, donde las redes sociales dictan lo que es relevante y lo que no, es reconfortante saber que hay personas dedicadas a rescatar y valorar lo que otros podrían considerar desechable. Me hace pensar en la importancia de mirar más allá de lo evidente, de buscar significado en los detalles, de entender que cada objeto, por pequeño que sea, puede contar una gran historia.

Y tú, ¿qué huellas estás dejando? ¿Qué historia contarían tus objetos si alguien los encontrara en el futuro? Tal vez sea momento de reflexionar sobre el legado que queremos dejar, no solo en la Tierra, sino también en el universo.


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miércoles, 23 de julio de 2025

Cuando los pensamientos no se callan: vivir con TOC en una mente joven

 


No todo lo que parece raro es locura. No todo lo que cuesta explicar es mentira. Y no todo lo que se oculta deja de doler. A veces, lo que callamos nos grita por dentro todos los días. Y eso lo aprendí, no en un libro de psicología, sino escuchando a amigos, leyendo experiencias, y también enfrentando mis propias batallas internas. Hoy quiero hablar de algo que muchas veces se malentiende, se trivializa o se convierte en broma: el Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC).

Muchos creen que el TOC es solo tener las cosas ordenadas o lavarse las manos varias veces. Pero es mucho más que eso. Es una tormenta silenciosa. Es tener una mente que repite, duda, interroga, una y otra vez, con una intensidad que a veces te deja sin aire. No es una manía graciosa. Es una lucha constante por distinguir lo que pensás de lo que sos, y por creer que merecés tranquilidad aunque tu mente diga lo contrario.

He visto en redes gente que se autodiagnostica porque le gusta el escritorio ordenado. Y también he conocido personas que viven con TOC real, y no lo cuentan por miedo a que no las entiendan. El TOC no siempre se nota. Puede disfrazarse de perfeccionismo, de ansiedad, de necesidad de control. Puede hacerte revisar veinte veces si cerraste la puerta. Pero también puede meterse con tus pensamientos más íntimos y hacerte dudar de tu moral, de tu fe, de tu esencia.

En mi camino como joven que cree en la espiritualidad, pero también en la ciencia, me he encontrado reflexionando mucho sobre cómo se siente vivir con una mente que no se calla. Y el TOC tiene eso: no deja espacios de silencio. Siempre hay una pregunta, una duda, una "y si..." que vuelve. Es como una aplicación que no se puede cerrar nunca. Y eso cansa. No solo mentalmente, también emocional y físicamente.

El artículo de Psyciencia lo explica bien: el TOC tiene muchas formas, y no todas se ven. Algunos se obsesionan con la limpieza, otros con pensamientos prohibidos, otros con la idea de dañar a alguien aunque nunca lo harían. Y lo más duro es que el miedo no está en el hecho, sino en el pensamiento. En no poder sacarlo. En creer que tener un pensamiento significa ser esa idea.

Me conmoví al leer testimonios de gente que decía: "Tengo miedo de contarle a alguien lo que pienso porque van a creer que estoy loco". Y eso es exactamente lo que más necesitamos cambiar: la forma en que escuchamos a los demás. Porque alguien que vive con TOC no necesita un consejo simplista. Necesita ser escuchado sin juicio. Necesita saber que no está solo. Que su valor no depende de tener pensamientos "puros", sino de ser humano.

En uno de los escritos de Bienvenido a mi blog, leí una vez que el alma también tiene cicatrices que nadie ve. Y el TOC deja muchas. No se ven en radiografías, pero pesan. Pesan porque a veces te hacen sentir como si estuvieras luchando contra vos mismo. Y eso desgasta. Pero también puede despertar una sensibilidad especial. Una forma de ver el mundo con detalles que otros no ven. Un corazón más atento, más consciente, más dispuesto a cuidar.

Creo que la clave, para quienes vivimos cerca del TOC (propio o ajeno), es entender que no se trata de erradicar los pensamientos, sino de aprender a no creerles todos. No se trata de evitar la duda, sino de saber que dudar no te hace malo. Se trata de entrenar la mente para no dejarse atrapar por sus propias trampas. Y eso lleva tiempo. Terapia. Amor. Paciencia. Pero sobre todo, una mirada compasiva.

Me gusta pensar que cada mente tiene su ritmo. Que algunas, como las que viven con TOC, tienen el volumen un poco más alto. Pero eso no significa que estén rotas. Solo que necesitan más espacios de calma, más contención, más pausas.

Si estás leyendo esto y sentís que te pasa algo parecido, quiero decirte algo de frente: no sos raro, no estás solo, y no tenés que cargar con eso sin ayuda. Pedir apoyo no es debilidad. Es valentía. Y si conocés a alguien que viva con TOC, regalale paciencia. No le pidas que "piense en otra cosa". Quedate. Escuchá. Validá. Porque eso, más que cualquier técnica, sana.

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martes, 22 de julio de 2025

Viajar sin celular: cuando el silencio se vuelve mapa y el alma se ubica sola


Hubo un tiempo en que viajar era perderse. No existía el GPS, ni el WiFi en la calle, ni los miles de mapas interactivos. La gente se guiaba por el instinto, por el olor del café en las plazas, por la intuición de que una calle pequeña podía llevar a una gran historia. Hoy, en 2025, eso suena casi poético. Pero yo me he dado cuenta de que esa poesía es más real de lo que creemos, y que volver a ella no es un retroceso, sino una forma de volver a nosotros.

Hace poco leí el artículo del New York Times sobre viajar sin celular. Al principio, me pareció una idea bonita para leer, pero no tan fácil de aplicar. Me pregunté: ¿será que uno realmente puede desconectarse en este mundo que exige estar siempre disponible, siempre visible, siempre en línea? Pero luego recordé algo que escribí hace un tiempo en mi blog: "Uno también se encuentra cuando se apaga". Y esa frase fue como una alarma en silencio. Me detuvo.

En una sociedad donde todo está mediado por la pantalla, viajar sin celular suena a locura. Pero tal vez es una locura necesaria. Cuando no tienes cámara para registrar, ni Google Maps para guiarte, ni Instagram para contarle al mundo dónde estás, empiezas a habitar lo que en serio está pasando. A mí me pasó en Medellín, una tarde cualquiera. Mi teléfono se quedó sin batería y decidí no buscar carga. Caminé sin rumbo. Vi cosas que normalmente no noto: la señora que cantaba mientras barría, un perro que parecía guiar a su dueño ciego, la risa de unos niños en una fuente. No pude grabarlo. No pude compartirlo. Pero lo viví.

Lo curioso es que, al no tener celular, me sentí más acompañado que nunca. Como si mi atención volviera a ser mía, como si mi alma se sintiera al fin invitada a ese viaje. No tenía quien me escribiera, pero tampoco tenía quien me distrajera. Y ahí comprendí que el celular muchas veces es ese amigo que siempre interrumpe las mejores conversaciones con uno mismo.

Lo que plantea el artículo no es un rechazo a la tecnología. Y yo tampoco lo planteo así. Uso mi celular todos los días, como herramienta, como puente, como canal. Pero también he entendido que hay momentos en los que el silencio es el mejor GPS. Que perderse voluntariamente es una forma de recordar que no todo se planea. Que no todo se mide en likes, ni en stories, ni en timestamps.

En uno de los Mensajes Sabatinos [https://escritossabatinos.blogspot.com/], leí una frase que me tocó el alma: "Hay momentos en los que el alma necesita caminar sola para poder hablar claro". Y eso es justo lo que pasa cuando viajas sin celular. El paisaje deja de ser fondo para tus fotos, y se vuelve espejo de tus preguntas. Las calles ya no son trayectos, sino caminos. Y vos dejás de ser espectador, para convertirte en protagonista de una historia que nadie está grabando, pero que vos sí estás sintiendo.

Me parece clave hablar de esto ahora, en un tiempo donde la hiperconectividad se volvió ansiedad disfrazada. Nos da miedo perdernos, pero nos estamos perdiendo de todo. Vamos a lugares hermosos sin verlos de verdad, porque estamos ocupados eligiendo el filtro. Conocemos personas valiosas, pero estamos distraídos respondiendo mensajes de otras personas que no están ahí. Y eso, poco a poco, nos roba la magia de estar vivos.

¿Se puede vivir sin celular? Difícil. ¿Se puede viajar sin él por ratos? Totalmente. Y es una experiencia que recomiendo sin miedo. Dejarlo en el hotel. Apagarlo una tarde entera. No decirle a nadie dónde estás. No avisar. No compartir. Solo ser. Y si te da miedo, perfecto. Ahí está el verdadero viaje: en cruzar ese miedo, en mirarlo a los ojos, en darte cuenta de que hay vida sin notificación.

Creo que el problema no es el celular. Es que hemos olvidado que no somos solo datos ni perfiles ni contenido. Somos cuerpo, somos alma, somos experiencia. Y a veces, la mejor manera de recordarlo es apagar el teléfono y encender el corazón.

Viajar sin celular es una forma de oración. No de la religiosa, sino de la real: esa que se hace caminando, respirando, sintiendo. Es una forma de volver al presente, sin excusas. Y eso, en el fondo, es todo lo que necesitamos.

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