viernes, 18 de julio de 2025

¿Y si jugar con tu perro también te está sanando a ti?


A veces los días se sienten como un loop: despertamos, miramos el celular, respondemos mensajes, corremos a clase o al trabajo, y cuando por fin cae la noche, no sabemos si el día fue nuestro… o solo algo que nos pasó por encima. Pero entonces llega un momento distinto. Un instante que no parece importante en lo externo, pero que adentro lo cambia todo. A mí me pasa cuando llego a casa, abro la puerta, y mi perro ya me está esperando. Sin juicio. Sin reloj. Solo con ganas de estar, de correr, de jugar.

Y fue justo eso lo que me llevó a escribir este blog.

Hace poco leí un artículo en Antrozoología que hablaba del impacto positivo que tiene el simple acto de jugar con nuestros perros. Lo leí primero como una curiosidad, pero terminé bajando el ritmo de mi respiración y reflexionando en serio. El artículo hablaba de cómo el juego activa procesos físicos que reducen el cortisol —la hormona del estrés— tanto en nosotros como en los perros. Y aunque eso suena técnico, en el fondo me pareció algo poético: nos sanamos mutuamente sin siquiera hablar.

Pensé en mi perro, en su forma de mover la cola, de buscarme la mirada, de traer su juguete con insistencia cuando nota que estoy "muy metido en el mundo de los grandes". Pensé en cómo, sin proponérselo, él me recuerda que también soy cuerpo, que también soy presente. Y que no todo tiene que ser tan serio todo el tiempo.

Lo loco es que si esto lo dijera en voz alta en una clase universitaria o en un espacio laboral, muchos levantarían la ceja, como si hablar de perros o de juego fuera una pérdida de tiempo. Pero lo que no ven es que jugar también es un acto político, emocional, espiritual. Y jugar con un perro es, quizá, una de las formas más sinceras de estar en el mundo.

No hay máscaras. No hay poses. No hay negociaciones mentales. Hay piel, hay energía, hay conexión.

Mi generación habla mucho de ansiedad, y con razón. Vivimos en una época en la que parece que si no estamos haciendo algo “productivo”, estamos perdiendo el tiempo. Y entonces dormimos mal, comemos sin hambre, nos distraemos para no sentir. Pero al mismo tiempo, nunca antes habíamos tenido tantas herramientas de autocuidado al alcance. Solo que no todas vienen en formato de app o de terapeuta. Algunas tienen cuatro patas y una mirada que atraviesa cualquier tristeza.

Recuerdo una tarde de octubre, en uno de esos días grises de universidad, donde nada salía como yo quería. Había perdido un parcial, discutido con alguien que quería mucho, y me sentía… roto. No encontraba palabras para explicarlo, ni energías para hacer nada. Solo llegué a casa, me senté en el piso y dejé que mi perro se recostara junto a mí. No me pidió que hablara. No me exigió soluciones. Solo estuvo. Respiró conmigo. Y en ese silencio compartido, sentí que estaba volviendo a mí.

Después de eso, salimos a caminar. No muy lejos. No muy rápido. Solo caminamos. Y en ese juego de ritmo, de estar sin deber, me di cuenta de algo simple pero profundo: yo también necesitaba ser cuidado. Y él ya lo estaba haciendo.

El artículo que leí hablaba también de cómo el juego fortalece el vínculo entre humano y perro. Y sí, claro que sí. Pero más allá del vínculo, lo que se fortalece es la humanidad. Porque jugar no solo nos conecta con ellos… nos conecta con la parte nuestra que todavía recuerda cómo era ser niño. Y en un mundo que nos exige ser adultos todo el tiempo, eso es un acto de resistencia emocional.

Me atrevería a decir que muchos de nosotros no necesitamos solo terapia. Necesitamos juego, naturaleza, mirada sincera. Y nuestros perros —esos maestros silenciosos— nos ofrecen todo eso sin pedir nada a cambio.

Este tema también me hizo pensar en una entrada que vi hace poco en el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, donde se hablaba del amor como presencia. Y creo que eso es justamente lo que hace un perro cuando juega contigo: te ama con presencia. No necesita entender lo que te pasa. Solo está. Te toca. Te busca. Te recuerda que estás vivo.

Y ahora que lo pienso, también tiene algo de espiritual. Como si fueran pequeños emisarios de ese ser supremo. No tienen religiones, pero tienen fe. No te predican, pero te enseñan. No te juzgan, pero te sanan. Y cuando se van… porque sí, a veces se van demasiado pronto… uno siente que se ha ido algo sagrado. Porque lo era.

Jugar con un perro es, en muchos sentidos, una práctica espiritual. Te enseña a estar en el presente. A soltar el control. A abrir el corazón. A no tener miedo de ensuciarte, de reír, de correr.
Y eso, aunque suene simple, es revolucionario.

No necesitas mucho. Solo tu presencia. Tus manos. Tu tiempo. Tu entrega.
El juego no es algo que se hace para distraer. Es algo que se hace para recordar.
Recordar que estás aquí. Que puedes volver a reír. Que puedes confiar en el ahora.

Y si tienes perro y no has jugado con él últimamente… ¿qué estás esperando?

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

— Juan Manuel Moreno Ocampo
"A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad."

jueves, 17 de julio de 2025

Lo que tu gato te enseña cuando duerme tanto


Cuando era niño, me parecía curioso ver a un gato dormir. No porque fuera raro, sino por lo contrario: porque parecía demasiado normal. Podía pasar horas observando a los de mi casa, enroscados en un rincón, moviendo apenas las orejas, respirando en paz como si no existiera el mundo. Y de verdad me preguntaba: ¿por qué duermen tanto? ¿No se aburren de estar quietos? Con los años, la pregunta cambió: ¿Qué saben ellos que nosotros olvidamos?

Convivo con gatos desde pequeño, y si algo he aprendido de ellos es que nada en su comportamiento es aleatorio. Detrás de cada siesta hay una sabiduría profunda, no solo instintiva, sino casi espiritual. Porque dormir para ellos no es solo descanso: es estrategia, es salud, es equilibrio. Es supervivencia, claro, como ya lo dicen algunos estudios científicos. Pero también es un recordatorio: el descanso no es pereza, es poder. Y eso me lo han enseñado mis gatos mejor que cualquier adulto.

Hace poco, mientras escribía para mi blog, me detuve a mirar a mi gato Quinto dormido en la repisa. Le tomé una foto. Y al observarlo bien, sentí algo que rara vez admitimos en voz alta: envidié su paz. Esa capacidad de cerrar los ojos sin miedo, sin culpa, sin justificarse. Esa certeza corporal de que descansar también es vivir. En un mundo que nos exige estar siempre activos, presentes, hiperconectados y productivos, los gatos nos muestran la otra cara de la sabiduría: la de la quietud.

Y claro, también hay ciencia detrás de esto. Los gatos descienden de depredadores solitarios. Necesitaban conservar energía entre caza y caza, por eso su cuerpo está programado para dormir largas horas, incluso hasta 16 al día. Hoy, aunque ya no cazan ratones para sobrevivir (al menos no todos), su biología sigue siendo la misma. Ellos descansan porque está en su ADN. Pero si lo piensas bien... ¿cuánto de lo que hay en nuestro ADN hemos olvidado por vivir en modo automático?

Dormir bien les permite mantenerse fuertes, inmunes, atentos. Soñar también es parte del proceso: hay estudios que demuestran que los gatos sueñan, mueven las patas, los bigotes, como si revivieran escenas. Tal vez sueñan con jugar, con cazar, o con ese lugar cálido de la casa donde siempre les da el sol. Me gusta pensar que también sueñan con nosotros.

Verlos descansar también me ha enseñado a respetar los tiempos. A no interrumpir, a no exigir. A veces, como humanos, queremos que estén disponibles para acariciar, para jugar, para que nos devuelvan con afecto lo que sentimos que les damos. Pero ellos también nos enseñan que el afecto no siempre es activo. Que el vínculo también se construye en la presencia tranquila, en la compañía sin palabras.

De hecho, muchos de mis momentos más conscientes han sido al lado de un gato dormido. Porque te obligan a bajar el ritmo. A contemplar. A sincronizarte. Y uno termina pensando: ¡cuánto podría mejorar nuestra salud mental si respetáramos nuestros propios ciclos como ellos respetan los suyos!

Hay algo de todo esto que también me conecta con lo espiritual. No en el sentido místico forzado, sino en lo cotidiano. En lo que dice el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías: que la presencia divina también habita en lo simple, en lo que nos hace bien sin explicación. Y dormir, como acto de amor propio, también puede ser un espacio sagrado.

Hoy pienso que los gatos no duermen tanto por debilidad, sino por sabiduría. Y que si queremos aprender a vivir con más equilibrio, tenemos que observar más, juzgar menos y escuchar lo que el silencio de otros seres nos está diciendo.

¿Y tú? ¿Has visto cómo duerme tu gato? ¿Le has agradecido por recordarte que descansar también es cuidarte?

— Juan Manuel Moreno Ocampo

“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”


Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.


miércoles, 16 de julio de 2025

No necesita decirlo: así te dice "te quiero" tu perro (aunque nunca lo pronuncie)


Uno a veces vive tan apurado, tan metido en sus cosas, que no se da cuenta de los pequeños gestos que lo sostienen. Y digo "gestos" porque el amor no siempre se grita. A veces se duerme a tu lado, te sigue por la casa o te espera con una sonrisa de oreja a oreja. Yo crecí rodeado de perros. En mi infancia, mis mejores conversaciones no fueron con adultos, ni con amigos de colegio, sino con peludos que nunca me juzgaron. Que me escuchaban sin interrumpirme, que saltaban de alegría cuando me veían llegar, incluso si había salido solo cinco minutos. Me acompañaron en silencios largos, en risas solitarias, en días difíciles que ellos hacían mejores solo por existir.

Y sí, puede sonar poético, pero quien ha amado a un perro sabe que lo más real de esta vida a veces camina en cuatro patas y no dice ni una palabra.

Muchos creen que los perros son simples animales de compañía. Otros los ven como guardianes. Pero hay quienes sabemos que son maestros. Porque nos enseñan cosas que el mundo se ha olvidado: la fidelidad sin condiciones, el gozo sin razones, el estar sin esperar. Un perro te dice "te quiero" de formas tan claras, tan contundentes, que a veces duele pensar que no todos aprenden a escuchar ese idioma.

Cuando te mira fijo, con esa intensidad que atraviesa el alma, no está solo observando: está conectando. Es su forma de decir "confío en ti", "estoy contigo". Cuando apoya su cuerpo en tu pierna o se acomoda a tu lado, no es una casualidad. Es una declaración de amor silenciosa, pero total. Cuando te sigue por la casa, aunque solo vayas a buscar un vaso de agua, te está recordando que para él, tu presencia es el mejor lugar donde puede estar. Y cuando te lame, no lo hace por instinto, sino porque su forma de abrazarte es con la lengua, y te dice "tú me importas".

Yo me acuerdo que uno de mis perros, Rocky, me traía sus juguetes favoritos justo cuando me notaba triste. No sabía de mis problemas, pero sí sabía leer mi energía. Y su forma de animarme era compartir su tesoro. Como quien te da su corazón en forma de peluche babeado. Hay cosas que no se olvidan.

Y es que cuando se emociona al verte, cuando salta, corre, gime, gire sobre sí mismo como si hubieras vuelto de una guerra aunque solo hayas salido a comprar pan, ese es el amor más puro que puedes experimentar. Es la felicidad sin filtros, sin miedo, sin ego. Es un espejo de lo que podríamos ser los humanos si nos quitáramos tantas capas.

Cuando se duerme cerca de ti, cuando elige tu cama aunque tenga su cojín, cuando se acomoda contra ti como si fueras su refugio, está diciendo: "confío en ti con todo lo que soy". Y eso, en este mundo de tanta apariencia y tan poca esencia, vale oro.

Cada día, nuestros perros nos dicen "te quiero". Y lo hacen sin pedir nada a cambio. No les interesa si tienes dinero, si eres exitoso, si estás feliz o si estás roto. Te quieren porque sí. Y eso es una lección de amor incondicional que deberíamos aprender, practicar y agradecer.

Desde que entendí esto, empecé a ser más consciente. A regalarles paseos más largos. A acariciarlos sin apuro. A dejar de verlos como "mi perro" y empezar a verlos como "mi compañero de vida". A veces, lo mejor que puedes hacer por alguien que te ama es quedarte, estar, acompañar. Eso lo aprendí de ellos.

No hace falta que tu perro hable. Pero quizás sí le hace bien que tú le digas "yo también te quiero". Y se lo digas con palabras, pero sobre todo con tiempo, con presencia, con cuidado.

Hay muchas formas de decir te quiero. Algunas ladran bajito. Otras simplemente te siguen el paso.

Gracias a ellos, aprendí que el amor más real no necesita ser entendido. Solo sentido.


— Juan Manuel Moreno Ocampo

“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”


Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.


martes, 15 de julio de 2025

¿Y si envejecer también fuera un acto de ternura?


No sé por qué, pero hace unos días me quedé mirando largo rato a mi gato mientras dormía. Tiene 15 años, ya no corre como antes, ni caza sombras, ni se sube a los muebles como un ninja. Pero en su lentitud, en su forma pausada de moverse, hay algo distinto… algo que no tenía cuando era joven: hay profundidad. Y me hizo pensar que la vejez, tanto en los humanos como en los animales, no es solo una etapa. Es un espejo. Uno que nos obliga a ver cuánto sabemos acompañar, cuánto entendemos de los ciclos, cuánto amor cabe en lo cotidiano.

A propósito de eso, leí un artículo de El Tiempo sobre cómo identificar cuándo comienza la vejez de un gato, y me tocó más de lo que esperaba. Porque más allá de los síntomas físicos —la disminución de la agudeza visual, los cambios en el apetito, el aumento del sueño o la menor actividad— lo que me hizo pensar fue: ¿sabemos realmente cuidar? ¿Sabemos estar presentes para otro ser vivo cuando más nos necesita y menos puede “darnos” algo a cambio?

A veces siento que vivimos en una cultura que adora la juventud, la productividad, lo inmediato. Incluso en lo que consumimos, en cómo tratamos a las personas mayores, en cómo descartamos lo que envejece. Y los animales —como nuestros abuelos— muchas veces se convierten en una especie de “mobiliario silencioso” en la casa. Están ahí, pero no siempre los vemos. Nos acostumbramos a su presencia y dejamos de notar sus cambios, su fragilidad, sus nuevos ritmos. Y eso, en el fondo, habla más de nosotros que de ellos.

Cuando empecé a notar que mi gato dormía más, que ya no reaccionaba igual a los juegos, que a veces se le olvidaba que ya comió… me dio un poco de tristeza. Pero también me nació una ternura nueva. Una forma de amor menos ruidosa, menos emocional, y más tranquila. Más consciente. Ya no se trata de jugar con él, sino de ponerle una cobija donde le guste estar. Ya no se trata de maullar juntos en tono de juego, sino de acompañarlo mientras duerme. Y ahí entendí que el amor, cuando madura, se vuelve presencia.

Esto me ha hecho pensar también en nuestras relaciones humanas. ¿Cómo tratamos a las personas cuando ya no “rinden” igual? ¿Podemos sostener vínculos cuando el otro ya no está en su mejor versión, cuando ya no nos entretiene, no nos escucha como antes o simplemente necesita más que lo que puede dar? Porque amar a alguien —persona o animal— es también aprender a envejecer con ellos. A ser parte de su proceso. A no huirle a lo lento, a lo cansado, a lo que se va transformando.

Desde pequeño he escuchado en casa reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre la conexión con los animales, y sobre cómo cada ser —por pequeño o viejo que sea— trae consigo una sabiduría. Lo decía mi papá en uno de sus textos en Bienvenido a mi blog, cuando hablaba de la gratitud como forma de espiritualidad silenciosa. Y lo dicen también muchos textos de Mensajes sabatinos, donde se habla del respeto por los ciclos de la vida y por la memoria de lo que ha sido. Quizás por eso, cuando miro a mi gato dormido en su mantita, no veo solo a un animal cansado. Veo un compañero. Un testigo de años. Un pedazo de mi vida que me recuerda que el amor no siempre salta, a veces simplemente respira.

Me gusta pensar que los animales mayores son como sabios silenciosos. No necesitan decirnos nada, porque ya han dicho todo con su estar. Y a veces basta con estar con ellos para aprender cosas que ningún libro enseña. Como el arte de no apurarse. Como la calma de mirar por la ventana sin pensar en nada. Como la paz de dormir sabiendo que no tienes que demostrar nada. Mi gato ya no se preocupa por lo que hace o no hace. Y eso me ha enseñado mucho más que cualquier video motivacional en redes.

En un mundo donde todo parece tener que ser útil, activo y eficiente, cuidar a un animal mayor es un acto casi subversivo. Es decirle al tiempo que no nos corre. Es decirle al amor que no tiene que ser espectacular para ser real. Es decirle a la vida que entendemos sus ciclos, y que no le tememos a lo lento, ni a lo viejo, ni a lo frágil.

A veces me pregunto si tratamos igual a nuestras emociones, si sabemos cuidar lo que se nos vuelve lento por dentro. ¿Qué hacemos cuando una parte de nosotros “envejece”? Cuando ya no sentimos con la misma intensidad, cuando nos volvemos más callados, más nostálgicos, más vulnerables. ¿Nos sabemos acompañar en esas etapas? ¿O nos exigimos seguir produciendo, rindiendo, aparentando?

Todo esto lo digo sin ninguna pretensión. Solo como alguien que aprende cada día a vivir con más ternura. A darle lugar a lo pequeño. A no ignorar lo que envejece. A cuidar mejor, no solo a los demás, sino también a mí mismo.

Y si tú también tienes un gato mayor, o un perro, o un abuelo que ya no escucha tan bien, o una parte de ti que está más lenta que antes… detente un momento. Mírala. Abrázala. No la apures. No la escondas. No la cambies. Hay belleza en lo lento. Hay dignidad en lo que envejece. Y sobre todo, hay amor. Del bueno. Del que no necesita palabras para ser verdad.


Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.


lunes, 14 de julio de 2025

La inteligencia artificial no salvará al mundo, pero tú sí podrías

A veces me pregunto si nos estamos volviendo demasiado buenos en construir cosas… pero cada vez más torpes en construirnos a nosotros mismos. Creemos que la tecnología va a salvar el mundo, que la inteligencia artificial lo va a solucionar todo. Y en parte, sí, puede ser una herramienta increíble. Pero cada día siento con más fuerza que lo verdaderamente revolucionario no es la IA, sino nuestra capacidad de comprometernos con la vida, con el planeta y con los otros. Eso, que parece tan humano, tan esencial… lo estamos dejando en manos de códigos, de algoritmos y de dispositivos.

No estoy en contra de la tecnología, ni mucho menos. Nací en el 2003, crecí con ella, aprendí a hablar casi al mismo tiempo que a buscar en Google. Estudié programación antes de terminar el colegio, y escribo este blog desde un portátil que entiende mis ritmos mejor que algunas personas. Pero desde muy joven entendí que la tecnología no es buena ni mala. Es una lupa: amplifica lo que somos. Y si lo que somos es desconexión, apatía o indiferencia, eso es lo que la tecnología va a reproducir. La verdadera revolución —la que el planeta necesita— no es digital: es humana.

Leí hace poco un artículo de Gestión en TI titulado "La era de la IA nos desafía a progresar comprometidos con el futuro del planeta", y aunque tiene razón en muchas cosas, también me hizo ruido. Porque se habla de progreso como si fuera algo inevitable, como si estuviéramos caminando hacia el futuro en línea recta. Pero el futuro no es una autopista: es una decisión. Y estamos en un punto donde debemos elegir si seguimos usando la tecnología solo para optimizar negocios y automatizar procesos, o si empezamos a usarla para sanar, para educar, para reconectar con el planeta que hemos estado desconectando.

Mi abuelo me decía algo que nunca se me olvida: “Uno no puede amar lo que no conoce, ni cuidar lo que no ama”. Y creo que esa es la raíz del problema. Nos alejamos tanto de la Tierra que ya no la sentimos viva. Creemos que defender el medio ambiente es una causa para activistas o para marcas que quieren vender imagen verde. Pero la verdad es que es un tema de todos, porque todos respiramos, todos comemos, todos existimos en este mismo planeta, aunque se nos olvide. La IA puede ayudarnos a medir el cambio climático, a crear modelos predictivos o a diseñar soluciones eficientes. Pero no va a cambiar nuestras decisiones si no cambiamos primero nuestra conciencia.

Me gusta pensar que la tecnología puede ser un puente, no un destino. Un puente entre la ciencia y la espiritualidad, entre el conocimiento técnico y el compromiso social, entre lo urgente y lo importante. Pero solo si somos capaces de caminarlo con consciencia. Porque también puede ser una muralla: una excusa para alejarnos más del otro, para reemplazar vínculos por interfaces, conversaciones por notificaciones, humanidad por eficiencia.

Hace poco publiqué una reflexión en mi blog personal El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, donde hablaba sobre lo que significa progresar de verdad. No se trata de tener más diplomas, más seguidores o más dispositivos. Se trata de vivir con propósito. Y eso requiere coraje, reflexión, y también contradicción. Porque a veces hay que renunciar a lo cómodo para vivir con sentido. Hay que parar para avanzar. Hay que preguntarse cosas incómodas, como: ¿Lo que estoy haciendo con mi vida suma al mundo o solo a mi ego?

Y no, no tengo todas las respuestas. Pero tengo preguntas que me arden, y sé que no soy el único. En mi generación hay una sed de autenticidad, de impacto real, de proyectos que no solo generen ingresos, sino también esperanza. Y lo estamos buscando. A veces en los lugares equivocados. A veces en el silencio. A veces escribiendo, como lo hago yo ahora.

Por eso, cuando pienso en cómo la IA puede ayudar al planeta, no puedo evitar pensar en cómo nosotros mismos podemos ayudarlo primero. Desde decisiones tan pequeñas como dejar de usar plásticos innecesarios, hasta elegir trabajar en empresas que tengan compromisos ambientales reales. Desde consumir menos contenido vacío, hasta crear contenido que despierte. Desde estudiar carreras con propósito, hasta replantear la manera como enseñamos y aprendemos.

Y ahí es donde siento que hay esperanza. Porque también he visto cómo muchas personas están despertando. Cómo proyectos como Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías nos invitan a pensar más allá del ruido, más allá de lo material. Cómo iniciativas espirituales, tecnológicas y educativas se están cruzando para generar una conciencia colectiva más despierta, más compasiva, más real.

Hoy no quiero decirte que la IA va a salvar el planeta. Quiero decirte que tú puedes ser parte de la solución. Que tus decisiones diarias importan más de lo que crees. Que tu voz puede sumar. Que si tienes un celular en la mano y una conciencia despierta, puedes empezar a cambiar tu entorno desde ya. Y que no estás solo. Estamos muchos preguntándonos lo mismo, dudando de lo mismo, creyendo que algo mejor sí es posible.

Y si la inteligencia artificial puede ayudarnos, bienvenido sea. Pero no olvidemos que hay otra inteligencia que ya tenemos: la del corazón, la del alma, la que no se programa pero se cultiva. Esa que nos dice cuándo algo está mal, aunque todos digan que está bien. Esa que nos empuja a actuar, incluso cuando no es popular. Esa, sí, podría salvar el mundo.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?

Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

domingo, 13 de julio de 2025

Y si el gimnasio no era para likes, sino para sanar?


Hay una escena que no se me borra de la mente. Estaba en el gimnasio, un lunes cualquiera, intentando concentrarme en mi rutina mientras sonaba reguetón de fondo. Al lado, un grupo de chicos grababa con un aro de luz y una cámara enorme. No molestaban, al menos no directamente. Pero había algo en el ambiente que se sentía incómodo. Algo que rompía la intimidad de ese espacio. Algo que me hacía preguntar si seguimos entrenando para cuidar el cuerpo… o para alimentar el ego.

Desde hace unos años, ir al gimnasio se volvió una experiencia visual. Ya no solo te esfuerzas, sudas, te exiges. Ahora también tienes que verte bien, grabarte bien, mostrar progreso, explicar la rutina, enseñar motivación. Y claro, no estoy en contra de los creadores de contenido, de hecho, admiro a muchos. Pero me pregunto si todos los que graban están también viviendo su proceso… o solo representándolo.

El artículo que leí hace poco en El País me puso a pensar más a fondo. Hablaba de cómo esta tendencia de grabarse constantemente en el gimnasio está generando incomodidad en otros usuarios que solo quieren un espacio de tranquilidad. Y ahí me sentí identificado. Porque me ha pasado. No porque odie las cámaras, sino porque a veces solo quiero ser, existir, sudar, desconectarme. Y cuando siento que puedo salir en un video sin haberlo consentido, algo se rompe.

A veces pienso que lo que más necesitamos en estos espacios no es más contenido, sino más respeto. El respeto por la experiencia ajena. Por el cuerpo del otro. Por su silencio. Por su derecho a verse como quiera, sin pensar si será parte del fondo de una historia. Porque no todo en la vida es contenido. Algunos momentos están hechos para quedarse en el alma, no en el feed.

Yo, como joven de esta generación hiperconectada, sé lo difícil que es no compartir. Nos han entrenado para mostrarlo todo, medirlo todo, convertirlo todo en algoritmo. Pero también sé lo poderoso que es guardar algo solo para ti. Solo para sanar. Solo para crecer sin testigos. He aprendido eso en las conversaciones con mi papá, en los textos de Mensajes Sabatinos, donde se habla mucho de lo sagrado, de lo íntimo, de lo esencial. Y lo esencial, muchas veces, no necesita espectadores.

Creo que el gimnasio debería ser uno de esos espacios donde podamos ser vulnerables sin miedo. Donde podamos tener mala cara, fallar en una repetición, llorar si es necesario. Porque el cuerpo también guarda emociones. Y si estamos convirtiendo todos los lugares de sanación en escenarios… entonces ¿qué nos queda para simplemente sanar?

Conozco amigos que no vuelven al gimnasio porque se sienten observados, juzgados, fuera de lugar. Y eso me duele. Porque moverse, habitar el cuerpo, conectar con uno mismo no debería dar vergüenza. No debería estar condicionado por cuántos seguidores tienes o qué tan bien luces con luz natural. Debería ser algo profundamente humano. Algo sagrado. Algo libre.

Y claro, entiendo que muchos influencers también están trabajando, construyendo una comunidad, mostrando avances que inspiran. No todo es malo. Pero ojalá también puedan preguntarse, con honestidad, si su cámara está sumando o restando. Si están grabando con conciencia o con prisa. Si están dejando espacio para que otros también respiren sin tener que posar.

Vivimos en una época donde todo se monetiza, incluso el bienestar. Pero me aferro a la idea de que aún podemos tener espacios donde lo primero no sea el clic, sino el cuidado. Y si vamos a grabar, que sea con amor. Que sea con límites. Que sea sabiendo que al lado hay alguien que tal vez está en su peor día y no quiere quedar en una historia ajena. Que también tiene derecho a existir sin ser contenido.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón? Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita. 


Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.


— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

sábado, 12 de julio de 2025

Educar para vivir: cuando la vía también es un reflejo de quién eres

 


Desde que tengo memoria, me ha impresionado lo fácil que es olvidar que detrás de cada carro, cada moto, cada cicla, hay una vida. Una historia. Una persona con sueños, con problemas, con alguien que la espera en casa. Pero la calle, esa que recorremos todos los días, se nos convierte a veces en un escenario sin rostro, donde la velocidad, la rabia o la prisa nos desconectan de lo que realmente está en juego: la vida misma.

Y digo esto no desde la teoría ni desde la cátedra, sino desde las calles que recorro a diario, desde las veces en que me ha tocado esquivar a alguien que va con afán, o ver un accidente y sentir ese vacío en el estómago que te recuerda que todo puede cambiar en un segundo. He sido peatón, ciclista, pasajero, y algún día también conductor. Pero más allá del rol, soy alguien que observa. Que se pregunta. ¿Qué estamos haciendo con nuestra vida cuando no cuidamos cómo nos movemos por ella?

La educación vial no debería ser un curso aburrido que se pasa para obtener una licencia. Debería ser una forma de aprender a cuidarnos y cuidar al otro. Porque no se trata solo de respetar semáforos o saber quién tiene la vía. Se trata de algo más profundo: de cómo entendemos el espacio compartido, de cómo manejamos la ansiedad, de cómo priorizamos la vida sobre el ego o la adrenalina. Y esto no es solo para mayores. Esto es también (y sobre todo) para nosotros, los jóvenes.

En una sociedad como la nuestra, donde muchos apenas están empezando a ganarse el derecho a tener una moto o un carro, pareciera que se nos olvidara que ese derecho trae una responsabilidad enorme. He visto amigos manejar como si fueran invencibles, sin casco, sin cinturón, cruzando a toda velocidad. Y sí, puede que llegues más rápido. Pero, ¿a qué precio? ¿Cuántas vidas se han perdido por segundos de imprudencia? ¿Cuántas madres no han vuelto a abrazar a sus hijos por un adelantamiento mal hecho?

Yo he tenido conversaciones profundas con mi familia sobre esto. Porque en casa siempre se nos ha enseñado que lo importante no es solo vivir, sino cómo vivimos. Y la vía pública es uno de esos espacios donde más se refleja lo que somos por dentro. ¿Te desesperas rápido? ¿Te da rabia ceder el paso? ¿Te burlas del que va lento? Eso también es una forma de violencia. Una violencia silenciosa, pero peligrosa. Por eso no es solo una cuestión de normas. Es una cuestión de conciencia.

He leído algunas reflexiones similares en el blog de mi papá, Bienvenido a mi blog, donde muchas veces habla de cómo lo que ocurre afuera es reflejo de lo que pasa dentro. Y no podría estar más de acuerdo. La vía, el tráfico, los cruces… todo eso puede ser una metáfora de nuestras decisiones. ¿Nos movemos con respeto o con impulso? ¿Cuidamos al otro o lo pasamos por encima?

En lo personal, cada vez que me subo a una moto con alguien o cruzo una calle, no puedo evitar pensar que somos frágiles. Que en este mundo de acero, ruido y velocidad, nuestros cuerpos son vulnerables, y nuestras almas también. ¿No es hora de que pongamos un poco más de humanidad en todo esto? ¿De que dejemos de pensar en la vía como un campo de batalla y empecemos a verla como un tejido colectivo?

No tengo todas las respuestas. Pero sí tengo preguntas. Y a veces, hacer buenas preguntas es más importante que repetir reglas. ¿Qué pasaría si enseñáramos educación vial desde el colegio como parte de formar mejores personas, no solo mejores conductores? ¿Qué pasaría si en lugar de solo multas hubiera más diálogo, más reflexión, más escucha? ¿Y si, en lugar de poner tanto foco en lo que no se puede hacer, empezamos a inspirar a la gente sobre lo que sí se puede construir con respeto, empatía y conciencia?

Quizás este blog no cambie las estadísticas. Pero si logra que al menos uno de nosotros se detenga un segundo más antes de cruzar, si hace que alguien se ponga el casco no por miedo, sino por amor propio, ya habrá valido la pena.

Una fotografía artística en estilo realista de una joven o joven caminando por un paso peatonal en la noche, con luces de carros desenfocadas al fondo y un leve halo de luz blanca que ilumina su figura. La calle está mojada por la lluvia reciente y el reflejo en el asfalto transmite calma, conciencia y vulnerabilidad. Paleta de color azul oscuro, blanco y negro.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón? Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.


— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”