jueves, 18 de septiembre de 2025

No, tu gato no es indiferente



Desde que era niño me enseñaron que el amor se mide en gestos visibles. Mi abuela me decía que uno sabe que alguien lo quiere porque lo busca, lo abraza, lo llama, le escribe. Con los años aprendí que eso es cierto, pero también incompleto. Hay amores que se sienten sin ruido. Y los gatos son de esos amores.

Recuerdo la primera vez que vi a mi gato esperándome en la ventana. Yo tenía quince años, venía de un día difícil en el colegio, y verlo ahí, inmóvil pero atento, me dio una paz que ningún abrazo humano me había dado ese día. En ese momento entendí que su forma de decir “te quiero” no iba a ser obvia ni estridente, pero sí constante.

En redes sociales veo mucha gente que duda del amor de sus gatos. En TikTok, por ejemplo, circula el mito de que “los gatos no se encariñan tanto” o “son fríos por naturaleza”. Incluso algunos vídeos viralizan la idea de que los gatos son incapaces de formar un vínculo profundo. Esa narrativa, aunque suena popular, ignora lo que hoy sabemos por estudios más serios. La Universidad Estatal de Oregón publicó en 2019 un estudio sobre el apego de gatos y humanos, mostrando que más del 60% de los gatos exhiben un apego seguro con sus cuidadores, un porcentaje muy similar al de los perros y los bebés humanos.

Esto me hizo pensar en cómo, en nuestra sociedad hiperconectada y ruidosa, hemos confundido la intensidad con la profundidad. Un perro salta y ladra, un gato se queda cerca y parpadea lento. No son gestos menores. Son gestos distintos. Y aprender a leerlos nos cambia la relación.

En “Mensajes Sabatinos” leí hace poco una frase que me quedó resonando: “el amor verdadero no siempre necesita anunciarse, basta con estar”. Y cuando miro a mi gato dormido cerca de mí, siento esa frase hecha carne. Porque él no tiene que subirse a la mesa ni morder mis manos para demostrarme nada: su sola presencia me acompaña.

A veces pienso que los gatos son maestros silenciosos de un tipo de amor que no nos enseñaron en casa. Un amor que no pide performance, que no exige ser medido. En “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” se habla mucho de la importancia del silencio y de cómo lo divino se cuela en los espacios pequeños y cotidianos. Siento que ese mismo silencio es el que habita entre mi gato y yo cuando nos miramos sin decir nada.

Claro que mi gato no es un santo. Hay días en los que me ignora olímpicamente, o en los que su manera de jugar es arañar un sofá entero. Pero incluso en esos momentos, si observo bien, veo patrones. Cuando estoy triste, se acerca. Cuando estoy en la computadora muchas horas, se sienta detrás. Cuando llega alguien nuevo a casa, me mira antes para ver si está todo bien. Eso no es indiferencia. Eso es vínculo.

La ciencia del apego en gatos es todavía joven, pero nos da pistas. Kristyn Vitale y su equipo demostraron que los gatos prefieren interactuar con humanos antes que con comida o juguetes en ciertos contextos, algo impensable para quienes creen en el mito del gato antisocial. Y yo, desde mi experiencia, puedo decir que ese apego se nota en los detalles: en el parpadeo lento, en el ronroneo discreto, en cómo se acomodan en el mismo cuarto donde estás, aunque haya otros espacios más cómodos en la casa.

Me pregunto si nuestra dificultad para entender a los gatos no viene de la misma raíz que nuestra dificultad para entendernos a nosotros mismos. Crecimos en un mundo que nos exige respuestas rápidas, emociones en alta definición y gestos constantes. Pero la vida real, la que de verdad vale la pena, suele ocurrir en silencio. Así me lo han enseñado también las entradas de “Bienvenido a mi Blog”, donde se exploran esas pausas necesarias para volver al centro.

El amor de un gato no grita, no salta, no se agita. Se queda. Se tumba cerca. Te mira despacio. Parpadea lento. Te roza la pierna cuando estás triste. Se sienta justo donde tú vas a estar. Y eso, aunque no lo parezca, es vínculo del bueno.

Cuando escucho a alguien decir “es que mi gato es indiferente” pienso en cuántas veces los humanos confundimos independencia con falta de afecto. Los gatos, como muchas personas, necesitan su espacio para poder luego volver. No es frialdad, es ritmo. Y cuando respetas ese ritmo, cuando no presionas ni fuerzas, entonces aparece la magia: un vínculo auténtico, no un reflejo condicionado.

Este tipo de amor, tan discreto y paciente, me ha enseñado cosas que aplico también a mis relaciones humanas. Me ha enseñado que no todo se dice en voz alta, que hay gestos mínimos que pueden significar más que cien palabras. Me ha enseñado a no exigir demostraciones, sino a reconocer presencias. Y me ha enseñado que hay muchas formas de amar y de ser amado, todas válidas, todas preciosas.

A veces pienso que los gatos son un espejo de nuestra propia capacidad para amar sin condiciones. Si puedo aceptar a mi gato tal y como es, sin pretender que sea un perro ni que se comporte como yo espero, entonces puedo aprender a aceptar también a mis amigos, a mi familia, a mí mismo.

Hoy, mientras escribo esto en mi blog, mi gato está dormido al lado, con su respiración lenta y su patita apenas rozando mi pierna. Y pienso en toda la gente que necesita leer esto: que su gato sí los quiere, que no están locos, que ese parpadeo lento es un “te quiero” bajito, que ese ronroneo es un abrazo hecho sonido.

En un mundo donde todo se mide por métricas y likes, donde todo amor parece necesitar pruebas públicas, quizás el amor silencioso de un gato sea uno de los últimos lugares de intimidad verdadera. Y reconocerlo es también una forma de resistir al ruido, de volver al corazón.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

📲 WhatsApp directo: +57 310 450 7737
📘 Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
🐦 Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
💬 Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos
📢 Canal de Telegram: Únete aquí

— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

miércoles, 17 de septiembre de 2025

Disforia sensible al rechazo: cuando la emoción se siente como un puño en el pecho



A veces me descubro en situaciones donde una palabra, un gesto o incluso un silencio me golpea más de la cuenta. Es como si dentro de mí hubiera un eco que amplifica cualquier señal de desaprobación. En TikTok y en muchas conversaciones en redes sociales se habla ahora de algo llamado “disforia sensible al rechazo”. El término suena técnico, pero en realidad describe algo muy humano: esa sensación de que el rechazo, la crítica o el simple cambio de planes no solo duelen, sino que desestabilizan toda tu emoción.

He leído sobre el tema y, aunque no es un diagnóstico oficial ni figura en manuales médicos, lo que plantea el psiquiatra Bill Dodson me parece útil. Él lo retoma para explicar algo que muchas personas con TDAH experimentan: un cambio abrupto de ánimo ante la percepción de rechazo. Sin embargo, al ver cómo se viraliza en redes, siento que se está usando como etiqueta para casi todo lo que duele emocionalmente. Y en mi experiencia, quedarse solo con la etiqueta puede ser peligroso, porque nos encierra en una identidad y nos impide ver que hay salidas y matices.

Cuando leí en “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías” una reflexión sobre cómo interpretar las señales de la vida desde la fe y no desde el miedo, entendí que mi sensibilidad podía convertirse en un camino de autoconocimiento. Esa entrada hablaba de no asumir que todo es contra ti, sino de aprender a ver con otros ojos. Esa mirada me ha salvado más de una vez de quedarme atrapado en mis propios fantasmas.

La juventud de hoy —y lo digo porque yo también soy parte de ella— está aprendiendo a hablar de salud mental con menos vergüenza y más apertura. Eso es bueno. Pero también creo que tenemos que aprender a no confundir autocompasión con resignación. Tener sensibilidad no significa estar condenado a sufrirla sin herramientas. En mi caso, he empezado a practicar pausas conscientes. Cuando siento que una situación me dispara esa mezcla de ansiedad y tristeza, trato de respirar y recordarme que mi interpretación puede no ser toda la verdad.

La ciencia todavía no tiene un consenso sobre si la disforia sensible al rechazo es un fenómeno clínico independiente, pero sí hay evidencia de que la desregulación emocional es común en personas con TDAH y en contextos de estrés. Para mí, más allá del nombre, la clave está en reconocer que somos seres relacionales y que lo que más nos hiere es lo que más nos importa. Esa frase me la repetía mi abuela cuando me veía derrumbado porque algún amigo se alejaba o porque sentía que no encajaba.

Algunas personas me han escrito en mi blog personal contando que sienten vergüenza de su propia reacción. Y yo les respondo desde lo que vivo: no hay vergüenza en sentir intensamente; la vergüenza está en no reconocerlo y vivir en piloto automático. El reto está en aprender a poner distancia entre lo que pasa y cómo lo interpretamos. En terapia aprendí a decirme: “esto no es un ataque, es una situación”. Y poco a poco eso cambia todo.

Una de las prácticas más poderosas que descubrí es escribir sobre lo que siento. No escribir para publicar ni para recibir likes, sino para ordenar mis pensamientos. Escribir me permite ver patrones, entender qué cosas me detonan, y sobre todo encontrar palabras donde antes había solo nudos. Muchas de esas reflexiones luego terminan en entradas de “Bienvenido a mi blog” o en “Mensajes Sabatinos”, donde comparto fragmentos de espiritualidad y cotidianidad.

Sé que en redes sociales se repite mucho el consejo de “pon límites” o “aléjate de lo que te hace daño”. Pero yo he descubierto que no siempre puedo o quiero alejarme de lo que me importa. A veces el camino es justo el contrario: acercarme con más honestidad, aprender a comunicar mi vulnerabilidad y a escuchar al otro sin filtros. Si asumo que todo es rechazo, me pierdo la oportunidad de construir relaciones reales.

También creo que necesitamos modelos masculinos distintos. Crecí en un entorno donde a los hombres se nos decía que no lloráramos, que fuéramos fuertes, que no mostrásemos debilidad. Y ahora veo en mis amigos —y en mí mismo— los costos de esa narrativa. Hablar de sensibilidad y disforia sensible al rechazo también es cuestionar esos mandatos. Es decir en voz alta: yo también siento, yo también me quiebro, yo también necesito apoyo.

Al mismo tiempo, hay que reconocer que no todo es interno. Vivimos en una cultura hiperconectada, donde cada mensaje no respondido puede parecer un desprecio y donde cada “visto” puede interpretarse como abandono. TikTok, Instagram y las demás redes potencian esa vulnerabilidad porque nos dan una avalancha constante de microvalidaciones y microrechazos. Es fácil perderse en ese mar. Por eso, a veces, mi mayor acto de autocuidado es desconectarme, salir a caminar, mirar al cielo y recordar que mi vida no cabe en una pantalla.

No pretendo tener la respuesta definitiva sobre cómo manejar la disforia sensible al rechazo. Pero sí puedo compartir lo que a mí me ayuda:
—Reconocer que mi sensibilidad es también mi fuerza. Me hace creativo, empático y consciente.
—Buscar apoyo profesional sin vergüenza. La terapia no es solo para cuando estás “mal”; es un espacio para aprender de ti mismo.
—Practicar la autocompasión activa: no decir “así soy” como excusa, sino “así me siento” como punto de partida para crecer.
—Nutrirme de lecturas y reflexiones que me recuerdan que hay algo más grande que yo, algo que me sostiene incluso en mis momentos de tormenta.

Lo bonito de escribir esto ahora, a mis 21 años, es que me doy cuenta de que no estoy solo en este aprendizaje. Somos muchos los que estamos tratando de habitar un mundo complejo con corazones sensibles. Y eso, aunque duela, también es una oportunidad. Porque la sensibilidad bien entendida es la semilla de la empatía y de la transformación colectiva.

Cuando me siento al borde del colapso por una pequeña decepción, me repito esta frase que escribí hace poco en mi libreta: “No eres el rechazo que percibes, eres la vida que sigue pulsando dentro de ti”. Me la digo, respiro y trato de creerla. A veces funciona al instante, otras veces me toma días. Pero siempre, de algún modo, me devuelve a mí mismo.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

📲 WhatsApp directo: +57 310 450 7737
📘 Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
🐦 Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
💬 Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos
📢 Canal de Telegram: Únete aquí

— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

martes, 16 de septiembre de 2025

Vivir con un gato no solo cambia tu casa


 A veces siento que la vida tiene maneras silenciosas de transformarnos. No siempre son los grandes eventos ni las noticias que marcan tendencias. A veces es tan sencillo como la presencia de un gato caminando por tu sala, acomodándose en tu cama o clavando su mirada en ti con esa mezcla de misterio y ternura que sólo ellos saben tener. Crecí en una casa donde los animales eran vistos como parte de la familia. No eran “mascotas”: eran compañeros, testigos de nuestras rutinas, refugio en los días pesados y cómplices en los días luminosos. Quizá por eso, cuando hablo de convivir con un gato no hablo sólo de tenerlo en casa, hablo de aprender a leer el mundo de otra manera.

Hay una revolución silenciosa ocurriendo en muchos hogares del mundo. Las cifras lo confirman: cada vez más familias conviven con gatos. Sin embargo, más allá de los números, está la experiencia íntima, la que te hace diferente por dentro. Vivir con un gato es aprender a leer los silencios, a entender que a veces el cariño llega en forma de un roce sutil o de una mirada fugaz que te cambia el día entero. Es entender que hay amor sin palabras, cuidado sin estridencias y respeto sin exigencias.

Yo no sé si es la edad o la experiencia, pero he notado que en cada etapa de mi vida los gatos me han enseñado algo nuevo. Cuando era adolescente, me ayudaron a descubrir que no todo se trata de control: ellos llegan, se van, vuelven cuando quieren, y uno aprende a amar sin apretar. Ahora, con 21 años, me hacen recordar que las personas también necesitan su espacio, su ritmo y su misterio. En tiempos donde todo es inmediato —notificaciones, entregas, resultados—, tener un gato es como tener un maestro zen en casa.

Me ha pasado que en medio de la universidad, el trabajo o los proyectos digitales (sí, esos donde colaboro con blogs como Bienvenido a mi blog o Amigo de ese ser supremo), vuelvo a casa agotado y mi gato simplemente está ahí. No exige, no presiona. Solo está. Ese estar, que parece simple, es en realidad un recordatorio profundo de que la compañía genuina no necesita espectáculo ni aplauso.

También he visto cómo mi forma de moverme por la casa cambia. Empiezo a fijarme dónde está el gato antes de sentarme en el sofá para no quitarle su lugar favorito, me levanto más despacio para no despertarlo, me descubro hablando más suave. Y, sin darme cuenta, esa suavidad empieza a colarse en mis conversaciones con otras personas, en cómo respondo en redes, en cómo escucho a mis amigos. En mi blog personal escribo mucho sobre cómo la espiritualidad se vive en lo cotidiano. Vivir con un gato es una forma de espiritualidad doméstica, un aprendizaje constante de paciencia, respeto y atención plena.

Me impresiona que, cuando hablo con otras personas que también conviven con gatos, noto un cambio similar. Se vuelven más observadores, más pacientes, más respetuosos de los límites ajenos. Es como si, sin proponérselo, todos estuviéramos participando de una especie de entrenamiento emocional silencioso. Un entrenamiento que no sale en los titulares de prensa pero que sí transforma nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Y esa suma de pequeñas transformaciones individuales también va cambiando el colectivo.

En Mensajes Sabatinos alguna vez leí una frase que me quedó grabada: “la revolución empieza en el corazón tranquilo”. Con los gatos pasa algo parecido: no son revolucionarios ruidosos, son revolucionarios de la calma. Ellos no te enseñan a imponer, te enseñan a coexistir. Y en un mundo donde la convivencia humana está tan tensa, aprender de los gatos podría ser un acto de resistencia, un acto político y espiritual al mismo tiempo.

No todo es idílico, por supuesto. Vivir con un gato también es lidiar con pelos en la ropa, muebles arañados y alguna que otra sorpresa nocturna. Pero incluso eso es parte del trato. Aprendes a aceptar que la perfección no existe, que la vida tiene texturas, y que las relaciones —humanas o felinas— se construyen con paciencia, ajustes y respeto mutuo.

A veces pienso que si más personas se dieran la oportunidad de convivir con un animal, especialmente con un gato, entenderían mejor la importancia de la empatía. En mi generación —la de los que nacimos en 2003— nos toca navegar un mundo hiperconectado, lleno de estímulos y crisis. En medio de todo eso, tener un gato es como tener un ancla que te recuerda que la vida también ocurre en las pausas, en el silencio compartido, en el calor de un cuerpo pequeño que confía en ti.

Cuando escribo esto, mi gato está dormido a mi lado, y yo pienso en todas las personas que quizá están viviendo algo similar al otro lado del mundo. Me gusta imaginar que, así como yo escribo estas líneas, alguien más está acariciando a su gato y reflexionando sobre su día. Somos una red silenciosa de personas transformadas por la convivencia con un ser pequeño pero lleno de presencia.

Por eso digo que vivir con un gato no solo cambia tu casa: cambia tu manera de mirar la vida. Te hace más lento en el buen sentido, más consciente, más dispuesto a aceptar lo que es. Te enseña que el cariño no se exige, se construye. Que el respeto se demuestra hasta en los gestos más pequeños. Que la paciencia es un músculo que se entrena. Y que, al final, convivir con otro ser vivo —sea humano, felino o cualquier otro— es uno de los aprendizajes más importantes que podemos tener.

Y si me preguntas qué ha sido lo más bonito de esta experiencia, te diría que es esa sensación de complicidad silenciosa. Esa mirada de medio segundo que te deja el día calentito por dentro. Ese aprendizaje de amar sin condiciones. Ese recordatorio constante de que, aunque el mundo allá afuera sea caótico, en casa hay un pedacito de calma que te espera con un ronroneo.

Quizá tú también tengas una historia así. Quizá también hayas sentido cómo un gato te cambia por dentro. Si es así, me encantaría leerla.


Imagen sugerida para el blog:
Una ilustración realista en tonos cálidos y suaves, mostrando a un joven de unos 21 años sentado en un sofá, con un gato recostado a su lado. La luz entra por la ventana creando un ambiente íntimo y tranquilo. El estilo puede ser artístico moderno, con detalles que transmitan introspección, juventud y conexión emocional.


¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

lunes, 15 de septiembre de 2025

Cuidar no es solo dar comida: es sostener confianza y descubrirse a uno mismo



Hay momentos en los que la vida te pone frente a decisiones aparentemente pequeñas que terminan cambiándolo todo. En mi caso, y en el de muchos jóvenes que conozco, cuidar un animal, acompañar a alguien o asumir una responsabilidad cotidiana puede convertirse en una puerta para descubrir algo más profundo. Mientras leía la historia de Nuria y Misi —esa mujer que pasó de trabajar en una oficina a convertirse en cat sitter profesional— no podía dejar de pensar en la cantidad de veces que subestimamos lo que significa cuidar. No es solo llenar un plato de comida o limpiar una caja de arena. Es cuidar un pedazo de la vida de alguien, su confianza, su calma. Y en un mundo que parece moverse cada vez más rápido, esa confianza es oro puro.

Cuando miro a mi alrededor, veo amigos que todavía creen que “ser adulto” es aceptar trabajos grises, jornadas interminables y un futuro en pausa hasta la jubilación. Pero la historia de Nuria rompe ese molde. Lo que comenzó como un favor de verano terminó revelándole una vocación y una sensibilidad que estaban dormidas. Porque los gatos —y en general los animales— no son solo mascotas: son miembros de la familia, hilos de afecto que sostienen rutinas, emociones y hasta recuerdos. Cuidarlos con atención y respeto es cuidar a la familia entera.

Me hace pensar en cómo la confianza funciona como un tejido invisible. Lo veo en mis proyectos, en mis estudios, incluso en mis relaciones personales. Esa confianza no se construye de la noche a la mañana; es algo que se gana con gestos pequeños y consistentes. Igual que Nuria recibía mensajes de la vecina preguntando si Misi había comido o si estaba bien, a mí me han escrito amigos para saber si “todo está en orden” cuando cuido su casa, su planta o incluso su propio gato. Y cada vez que respondo con una foto, un mensaje tranquilo, siento que estoy sosteniendo algo más que una tarea: estoy sosteniendo su paz mental.

Quizá esa es una de las grandes lecciones para quienes estamos entrando al mundo adulto ahora: no subestimar el poder de lo aparentemente pequeño. Poner comida en un plato puede parecer insignificante, pero si detrás hay un lazo de cuidado auténtico, cambia su valor. En una época donde las apps prometen servicios rápidos y anónimos, la diferencia la sigue marcando la humanidad real, esa que no se puede programar en un algoritmo. Lo veo reflejado en artículos de Organización Empresarial TodoEnUno.NET sobre cómo el servicio personalizado y la confianza crean valor más allá de lo visible. Lo mismo aplica aquí: cualquiera puede alimentar a un gato, pero no cualquiera entiende sus gestos, su mirada, su lenguaje.

A veces siento que nuestra generación tiene una relación rara con el compromiso. Queremos libertad, flexibilidad, explorar. Y eso está bien. Pero también descubrimos, casi por accidente, que hay compromisos que nos devuelven vida, que nos hacen sentir útiles, conectados, valiosos. Cuidar un gato puede ser un ejemplo mínimo, pero es también un recordatorio de que hay trabajos, roles y vínculos que nacen del corazón y no solo de un contrato. En “Amigo de ese ser supremo” he escrito sobre cómo la espiritualidad cotidiana se manifiesta en actos de cuidado, en mirar al otro —humano o animal— y reconocer su dignidad. Y creo que este tema lo refleja con claridad.

Además, me gusta cómo esta historia nos pone frente a la idea de redefinir el éxito. Durante mucho tiempo, nos han dicho que tener un “buen trabajo” es estar en una oficina, con un sueldo estable, acumulando años. Pero ¿y si el éxito es otra cosa? ¿Y si es poder dormir tranquilo porque haces algo que importa, aunque nadie lo aplauda? Nuria empezó sin planearlo y terminó creando un negocio que ofrece confianza real, no solo servicios. Esa narrativa me inspira porque siento que nuestra generación está sedienta de significado. No queremos solo ingresos; queremos impacto, autenticidad, coherencia.

Hay otro punto que no puedo pasar por alto: el vínculo entre tecnología y cuidado. En estos años he visto cómo aplicaciones, redes sociales y plataformas digitales pueden ser aliadas para negocios como el de Nuria. Publicar experiencias, mostrar reseñas reales, crear comunidades de confianza, es algo que multiplica el alcance de un servicio basado en cuidado. En mi propio camino con El blog Juan Manuel Moreno Ocampo y en redes sociales, he comprobado que compartir reflexiones y experiencias atrae a personas que buscan algo más que consumo rápido: buscan conexión. Y quizá ahí está la clave para cualquiera que quiera dedicarse a cuidar —ya sea de animales, personas o proyectos—: usar la tecnología no para reemplazar la humanidad, sino para amplificarla.

Me pregunto si en el fondo cuidar a un gato es una metáfora para cuidar cualquier cosa: un proyecto, una relación, un barrio, un sueño. Porque detrás del cuidado hay observación, paciencia, adaptación y humildad. Cualidades que nos hacen mejores personas y mejores profesionales. No todos vamos a convertirnos en cat sitters, pero todos podemos aprender de esa forma de estar presentes.

También me hace reflexionar sobre la confianza que depositamos en otros. Cuando entregas las llaves de tu casa y dejas a tu gato al cuidado de alguien, estás entregando tu intimidad. Esa persona puede ver tu sala, tus hábitos, tus libros, tus silencios. No es solo un servicio: es una relación de confianza mutua. Y ahí está, creo yo, una pista para vivir con más conciencia: ¿cómo nos volvemos personas confiables, dignas de esa llave, de ese gato, de esa intimidad? Es un desafío que atraviesa profesiones, edades y contextos.

No quiero idealizar todo. Sé que hay frustraciones, que a veces cuidar puede ser agotador, que la responsabilidad pesa. Pero también sé que, en medio de la rutina, estos actos pequeños nos devuelven humanidad. Nos sacan del piloto automático. Nos recuerdan que la vida no es solo trabajar para acumular, sino también acompañar, mirar, cuidar.

Tal vez en este tiempo en el que tantas familias migran, viajan, cambian de ciudad, hay una oportunidad para repensar los servicios de cuidado como algo profesional, digno y respetado. Igual que valoramos un buen médico o un buen profesor, deberíamos valorar a quien cuida de nuestros compañeros animales. Porque, al final, es cuidar un pedazo de nuestro corazón.

Si algo me deja esta reflexión es la idea de que nuestra generación puede y debe construir caminos nuevos. No tenemos que repetir los mismos guiones laborales ni aceptar que “la vida adulta es gris”. Podemos aprender a escuchar esas oportunidades pequeñas, esas puertas inesperadas como la que se le abrió a Nuria aquel verano. Y podemos transformarlas en algo grande, en algo propio, en algo con sentido.

Así que la próxima vez que alguien te pida cuidar su gato, su planta o su casa, no lo veas como una carga. Puede ser la oportunidad para descubrir un lado tuyo que aún no conoces. Y si estás buscando cómo darle un giro a tu vida, tal vez la respuesta no esté en una gran idea disruptiva, sino en un acto sencillo de cuidado auténtico. Porque cuidar es, también, una forma de revolucionar el mundo.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

domingo, 14 de septiembre de 2025

Entre pastillas y abrazos: repensando los antidepresivos en niños y adolescentes



Hay temas que me sacuden desde dentro, no porque sean lejanos, sino porque tocan fibras que conozco de cerca. Cuando leo sobre la receta masiva de antidepresivos en niños y adolescentes me invade una mezcla de incredulidad y empatía. Crecí en un país donde la conversación sobre la salud mental ha sido, durante años, una sombra en los pasillos y no una voz clara en las mesas familiares. A mi generación se le pidió que fuera resiliente, que siguiera adelante como si nada pasara, y ahora, cuando miro las cifras y las historias, veo a niños que apenas están aprendiendo a nombrar sus emociones y ya cargan con diagnósticos, frascos de pastillas y efectos secundarios.

Los datos de Frontiers in Psychiatry y otros estudios recientes muestran algo incómodo: más allá de las advertencias de la FDA desde 2004, las prescripciones de antidepresivos en menores han seguido aumentando en la mayoría de países. En Latinoamérica no estamos tan lejos de esa tendencia; en Colombia, aunque no siempre contamos con cifras detalladas, los psiquiatras infantojuveniles relatan el mismo fenómeno. Y no se trata solo de números: detrás de cada receta hay una familia desesperada, un colegio presionando, un sistema de salud colapsado y un niño o adolescente que quizá necesitaba antes un abrazo, un psicólogo presente, un entorno menos violento y más acompañamiento. En Bienvenido a mi blog ya he escrito sobre cómo la prisa por medicalizar emociones termina silenciando las causas profundas de nuestro malestar.

No estoy demonizando los antidepresivos. Tengo amigos que los han necesitado en su adolescencia y les salvaron la vida en momentos críticos. Pero también vi otros casos donde fueron recetados sin un diagnóstico serio, como una especie de “póliza de seguro” emocional para tranquilizar adultos, colegios o EPS. En Mensajes Sabatinos reflexioné sobre cómo la desesperanza muchas veces nace del aislamiento y no de un “trastorno químico” puro. Y creo que esa misma idea aplica aquí: estamos medicando síntomas sociales con soluciones farmacológicas, sin resolver la raíz de la ansiedad, la depresión o el vacío afectivo.

La evidencia científica reciente ―como la meta-revisión de Boaden et al.― es clara: solo unos pocos antidepresivos han demostrado eficacia real en menores, y aun así los riesgos son altos, sobre todo en ideación suicida. Fluoxetina sigue siendo el estándar en depresión mayor, pero incluso así los beneficios son marginales y los ensayos cortos. Mientras tanto, la venlafaxina y la paroxetina muestran riesgos aumentados de suicidio en adolescentes. ¿Por qué, entonces, la prescripción no se detiene? Porque el modelo global de salud mental se ha vuelto cada vez más medicalizado, porque hay conflictos de interés, porque es más rápido prescribir que construir redes de apoyo. Y porque, como dijo un amigo en una charla en la universidad: “es más fácil dar pastillas que escuchar a alguien”.

Yo, con 21 años, leyendo todo esto, no puedo dejar de preguntarme qué pasará con mi generación cuando sea adulta. Crecimos entre algoritmos, redes sociales y estrés escolar; crecimos con diagnósticos rápidos y likes que valen más que una palabra real. No es casualidad que los niveles de ansiedad estén disparados. En Amigo de ese ser supremo he escrito sobre la importancia de una espiritualidad cotidiana, no dogmática, que acompañe la vida interior. Y quizá ese sea un contrapeso: recuperar espacios de conversación, música, deporte, naturaleza, familia, amistad. Recuperar el derecho a sentirnos mal sin que automáticamente se catalogue como “patología”.

La misma Frontiers in Psychiatry advierte que la base de evidencia de los antidepresivos pediátricos es débil y está sesgada. También hay estudios que sugieren que los placebos abiertos ―esos en los que el paciente sabe que está tomando un placebo― pueden ser una vía prometedora, sin efectos adversos. Esto me resuena profundamente. ¿Será que necesitamos más honestidad en la medicina? ¿Será que necesitamos terapias que devuelvan poder al joven y no lo conviertan en paciente pasivo? Si algo me ha enseñado mi paso por la vida, desde el colegio hasta la universidad, es que cuando nos explican de verdad, cuando nos tratan con respeto, cuando nos incluyen en las decisiones, respondemos mejor. Lo he visto en mí y en mis pares.

No me cabe duda de que hay casos graves que requieren medicación. Y que la psiquiatría, cuando es bien practicada, puede salvar vidas. Pero también sé que hay una “zona gris” enorme donde podríamos estar haciendo más daño que bien. Por eso me preocupa ver que las recetas suben, mientras las terapias psicológicas de calidad siguen siendo inaccesibles para la mayoría. En vez de fortalecer el sistema público de psicología escolar, terminamos reforzando la industria farmacéutica. En Organización Empresarial TodoEnUno.NET hemos hablado del bienestar organizacional y del impacto de la salud mental en la productividad: no es un tema menor, porque lo que hoy hacemos con los niños es la base de la sociedad del mañana.

Pienso en mi propia adolescencia. En esos días donde la ansiedad me apretaba el pecho y yo solo necesitaba alguien que me dijera: “no estás solo”. Pienso en mis amigos que sí recibieron ese acompañamiento y salieron adelante sin medicación. Pienso en otros que tomaron antidepresivos y encontraron alivio. Todo esto me hace creer que la solución no puede ser única ni rígida. Necesitamos pluralidad, necesitamos escuchar, necesitamos dudar más de las recetas fáciles. Y, sobre todo, necesitamos una cultura que no criminalice el dolor ni glorifique la productividad infantil como si fuéramos máquinas.

Hoy, cuando reviso estudios nuevos, veo también signos de esperanza: más psiquiatras y psicólogos levantan la voz para exigir estudios más transparentes, regulaciones más estrictas y terapias combinadas. Hay programas piloto de mindfulness en colegios, grupos de apoyo entre pares, y hasta aplicaciones móviles que facilitan acceso a psicoterapia breve y gratuita. No todo es oscuridad. Pero sí es urgente que como sociedad hablemos del tema con la crudeza y la ternura que merece. Ni negar la depresión infantil, ni medicalizarla sin cuestionamiento. Un punto medio más humano.

Y en medio de este torbellino de datos, advertencias y experiencias, vuelvo a mi convicción personal: nada reemplaza la presencia humana. Ningún fármaco sustituye una red de apoyo, una conversación sincera, un abrazo a tiempo. Si algo puedo dejarle a quien lea esto es la invitación a mirar más allá de la pastilla y preguntarse: ¿qué necesita este niño o adolescente para sentirse visto, escuchado y acompañado? Esa pregunta, aunque incómoda, puede ser la diferencia entre una vida medicada y una vida acompañada.

Si llegaste hasta aquí, tal vez compartes mis dudas, mis contradicciones y mi esperanza. Tal vez también ves que en medio de algoritmos, diagnósticos y recetarios, seguimos siendo humanos buscando sentido y conexión. Tal vez es hora de que como generación hablemos más fuerte sobre esto. Yo apenas estoy empezando.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.


— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

sábado, 13 de septiembre de 2025

Tres errores invisibles que están saboteando tu trabajo (y tu vida) sin que lo notes



Desde hace un tiempo me he dado cuenta de algo que no solo pasa en las familias con sus perros, sino en todo tipo de procesos humanos: a veces creemos que estamos haciendo las cosas bien, cuando en realidad hay errores pequeños —casi invisibles— que van saboteando lo que más queremos construir. El ejemplo del perro es brutal porque lo muestra con claridad: el educador hace su parte, el perro responde, pero la familia sin darse cuenta lo desarma todo. Eso mismo nos pasa en el trabajo, en la universidad, en los proyectos creativos, en nuestras relaciones. Y la verdad, como joven de 21 años que intenta sostener sus propios procesos, puedo decir que no hay nada más frustrante que darte cuenta de que los fallos no están en las grandes decisiones, sino en lo cotidiano, en lo que hacemos casi sin pensar.

Cuando leo historias como la del adiestrador y la familia, me recuerdo de las veces que he trabajado en equipo en la universidad o en proyectos digitales y terminamos chocando por falta de coherencia. Me pasa que yo soy ordenado con mis horarios y mis entregas, pero otros llegan tarde, cambian las reglas, o no cumplen con su parte. Al principio creía que “el problema” eran ellos, luego entendí que todos —incluido yo— aportamos a ese desorden cuando no nos alineamos. Me hace pensar en algo que escribí en mi blog EL BLOG JUAN MANUEL MORENO OCAMPO: la cultura de la coherencia no se predica, se practica.

Si lo trasladamos al mundo laboral, los “tres errores” del ejemplo del perro son muy reales. El primero —creer que el problema es solo del otro— lo vemos cuando pensamos que es nuestro jefe el que no entiende, que es nuestro cliente el que pide mal las cosas, o que es nuestro compañero el que “no sirve para esto”. Pero rara vez miramos nuestro propio papel. Yo mismo me he pillado en esa: en mi mente yo era “el que sí hacía las cosas”, hasta que entendí que también estaba alimentando dinámicas tóxicas con mis silencios, con mis omisiones o con mis quejas. Ese cambio de perspectiva me dolió, pero me hizo crecer.

El segundo error —la falta de coherencia— es casi un virus. Un día el jefe dice “trabajen en remoto, confío en ustedes” y al otro día regaña porque no todos están conectados en la cámara. Un día la empresa dice que apoya la innovación, y al otro corta el presupuesto para experimentar. Esa inconsistencia es letal. A nivel personal también la vivo: un día decido que voy a madrugar a hacer ejercicio y al siguiente me quedo viendo videos en Instagram hasta las 2 a.m. Así no hay proyecto que aguante. Es como tratar de entrenar a un perro con diez voces diferentes.

El tercer error —esperar resultados inmediatos— es probablemente el más común en mi generación. Queremos apps que funcionen ya, negocios que crezcan ya, seguidores que lleguen ya. Y la vida no es así. Hay procesos que requieren maduración, silencio, disciplina, y aceptar que las transformaciones verdaderas se ven en meses o años, no en días. He aprendido esto escribiendo para MENSAJES SABATINOS, donde muchas reflexiones nacen de experiencias que tardaron años en decantar.

Lo interesante de la historia del perro es que el adiestrador no se rinde: sabe que el reto no está en el animal sino en los humanos. Así me pasa con mis propios proyectos: no basta con tener la idea brillante o la disciplina personal, hay que invitar a otros a entrar en coherencia. Y esto no se logra con sermones ni con regaños, sino con empatía, constancia y ejemplo. Pienso en lo que se comparte en AMIGO DE ESE SER SUPREMO: la espiritualidad auténtica es la que transforma conductas cotidianas, no la que se queda en discursos.

Yo mismo he tenido que hacer mi “masterclass personal” sobre esto. Me pasó hace poco trabajando en una consultoría pequeña: mi rol era coordinar a tres compañeros para un proyecto digital. Me di cuenta de que yo tenía claridad sobre los plazos y las tareas, pero ellos no. Y no porque fueran irresponsables, sino porque yo no había comunicado bien, ni había escuchado sus dudas. Fue incómodo admitirlo, pero cuando cambié la forma de hablar y nos sentamos juntos a alinear expectativas, todo empezó a fluir. Me recordó que cambiar la conducta de las personas no se logra desde la autoridad, sino desde la comprensión y la coherencia.

También creo que hay algo generacional: nuestros padres y abuelos crecieron con modelos más verticales, donde las órdenes se obedecían sin mucho cuestionamiento. Nosotros hemos aprendido a cuestionar, a dialogar, pero a veces nos falta paciencia para sostener procesos. Lo veo en mi círculo de amigos: queremos relaciones profundas pero no toleramos conversaciones incómodas; queremos trabajos significativos pero no aceptamos periodos de prueba o de aprendizaje lento; queremos salud mental pero no nos damos el tiempo para terapia, silencio, deporte. Es duro reconocerlo, pero es un espejo.

Lo bueno es que estos errores no son sentencias, son oportunidades. Si aprendemos a identificarlos, podemos transformarlos. Dejar de creer que el problema es solo del otro nos abre a la autocrítica; practicar coherencia nos hace fiables y predecibles, algo muy valioso en cualquier equipo; y aprender a esperar resultados nos da resiliencia y profundidad, dos cosas que en este mundo acelerado son casi superpoderes.

En el fondo, este texto no es sobre perros ni sobre empresas: es sobre nosotros mismos. Sobre cómo llevamos nuestras vidas, nuestras amistades, nuestros sueños. Sobre cómo nos relacionamos con la tecnología, la espiritualidad, el aprendizaje. Y sobre cómo podemos decidir, desde hoy, dejar de sabotear nuestros propios procesos. Tal vez por eso escribo tanto en mis blogs: porque cada palabra me obliga a mirarme y a recordar que todo empieza por casa, por mí.

Si esto lo conecto con mi experiencia en ORGANIZACIÓN EMPRESARIAL TODO EN UNO, veo que allí también aprendí que ningún cambio empresarial funciona si las personas no cambian. Puedes tener la mejor estrategia digital, la facturación electrónica más eficiente o el plan de compliance más completo, pero si la cultura interna no acompaña, el resultado se diluye. Exactamente igual que con el perro y su familia.

A veces me pregunto cómo se logra ese cambio humano a gran escala. No tengo la respuesta definitiva, pero creo que pasa por pequeñas prácticas: escuchar más, ser claros en lo que pedimos, sostener las decisiones en el tiempo, reconocer cuando fallamos, y ser pacientes con los demás y con nosotros mismos. No es glamuroso ni rápido, pero sí profundo y verdadero.

Hoy, mientras escribo estas líneas, pienso en que mi generación tiene la oportunidad de romper ciclos. Podemos ser más conscientes de nuestras incoherencias, más pacientes con nuestros procesos, más humildes para reconocer errores y más valientes para cambiar. Si logramos eso, no solo haremos mejor nuestro trabajo, también viviremos con más verdad y más alegría.

Tal vez todo se resume en una imagen: un perro entrenado que vuelve a su casa y encuentra una familia distinta, coherente, paciente y consciente. Ese perro crecerá seguro, tranquilo y confiado. Y así también nosotros: si volvemos a entornos coherentes y pacientes, crecemos seguros, tranquilos y confiados.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

📲 WhatsApp directo: +57 310 450 7737
📘 Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
🐦 Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
💬 Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos
📢 Canal de Telegram: Únete aquí


— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

viernes, 12 de septiembre de 2025

Y si cuidar de un gato te salvara del agotamiento



Hay días en los que siento que todo lo que hacemos es dar. Dar tiempo, dar atención, dar energía, dar cariño. Y aunque me gusta cuidar de otros, a veces me descubro tan vacío que me pregunto si no me estoy perdiendo en el intento. Esta historia de Irene —que conocí a través de un relato viral sobre el cuidado y los gatos— me tocó profundamente porque parece hablar de esa línea invisible que separa cuidar de agotarse. La releí varias veces y la sentí cercana. Por eso quiero traerla aquí, para reflexionar juntos desde la juventud, pero con la madurez que da ver a la gente que queremos —abuelas, madres, tías— entregarse hasta quedarse sin fuerzas.

Irene era una mujer dedicada a cuidar personas mayores. Su jornada empezaba temprano y terminaba tarde. Y en medio de esa rutina, algo se le fue apagando: la paciencia, la ternura, incluso el sentido de lo que hacía. Hasta que llegó Curro, el gato de Clara. Irene aceptó cuidarlo casi por inercia, pero ese acto pequeño abrió un espacio que la salvó. No fue magia ni terapia instantánea: fue presencia, silencio, ritual, y también la oportunidad de cuidar a alguien sin la presión de estar siempre “al máximo”.

Cuando leí eso pensé en mi propia generación. Somos jóvenes, pero vivimos agotados. No es solo por el estudio o el trabajo: es por la hiperconexión, por la exigencia constante de estar disponibles, por las comparaciones infinitas. A veces cuidamos sin quererlo: cuidamos de amigos, de proyectos, de redes sociales, de causas. Y nos olvidamos de cuidarnos. Me he dado cuenta de que, para mucha gente de mi edad, adoptar un animal, hacer voluntariado o reconectar con la naturaleza se convierte en una forma silenciosa de terapia. No es que un gato te solucione la vida, pero puede recordarte cómo estar presente.

Hace unos meses escribí en mi blog personal sobre la importancia de los pequeños rituales en medio del caos. Lo enlazo porque veo un hilo común: tanto Irene como yo y muchas personas encontramos alivio en lo cotidiano, en lo sencillo. He visto algo similar en textos de Mensajes Sabatinos donde se habla de la fe puesta en lo ordinario y de cómo en los actos pequeños está la posibilidad de transformarnos. Y también lo leí en Amigo de ese ser supremo, donde se menciona que la espiritualidad no siempre se encuentra en los grandes templos, sino en la presencia silenciosa de un ser que nos acompaña.

Cuidar de Curro fue para Irene como un espejo: le mostró que podía seguir cuidando, pero sin anularse. En lo personal, yo lo veo reflejado en mis propias luchas. En ocasiones me he sentido saturado de compromisos, de expectativas familiares y sociales. Y sin embargo, basta con salir a caminar con mi perro o sentarme a observar el atardecer para que la vida recobre perspectiva. No es escapismo; es reconexión. Es como si estos seres —humanos o animales— nos enseñaran a volver al aquí y al ahora, sin pedirnos nada a cambio.

Lo más fuerte del relato es que Irene no solo recuperó las ganas de cuidar: transformó su trabajo. Hoy cuida gatos cuando sus familias no pueden, pero también se cuida a sí misma. Y eso me hace pensar en la economía del cuidado, tan invisibilizada en países como Colombia. He visto en Organización Todo En Uno artículos sobre cómo las empresas y comunidades pueden sostener redes de cuidado sin explotar a quienes cuidan. Y me pregunto: ¿no deberíamos aplicar esa lógica también en nuestra vida privada? ¿No deberíamos buscar modelos donde cuidar no sea sinónimo de sacrificarse hasta desaparecer?

En mi generación, hay una corriente silenciosa que quiere redefinir el éxito. Ya no es solo “ganar más” o “subir más rápido”. Es también “tener tiempo”, “sentir paz”, “cuidar sin agotarse”. Y ahí entra la importancia de hablar de salud mental. Conozco amigos que han encontrado en los animales una forma de anclaje. También conozco casos donde ese vínculo fue tan fuerte que los ayudó a salir de la depresión o a regular su ansiedad. Hay estudios recientes que muestran cómo interactuar con mascotas disminuye el cortisol y aumenta la oxitocina. Pero más allá de los datos, hay algo simbólico: cuidar de un gato te recuerda que la vida no tiene que ser tan complicada, que basta con estar ahí.

Me gusta pensar que la historia de Irene y Curro es también una metáfora de un cambio social más amplio. Pasar de cuidar por obligación a cuidar por elección, de hacerlo desde el deber al hacerlo desde la presencia. Y eso vale para el trabajo, para la familia, para la pareja. He hablado de esto con mi propia familia: mis padres, mi abuelo, mis tías. Muchos de ellos cargaron con responsabilidades enormes sin tener herramientas emocionales. Nosotros tenemos la oportunidad —y la responsabilidad— de aprender otras formas.

En mis noches de escritura suelo releer textos antiguos en Bienvenido a mi blog, donde se habla de resiliencia y de amor en tiempos difíciles. Me doy cuenta de que, aunque cambien los contextos, la pregunta es la misma: ¿cómo cuidar sin quemarnos? Irene encontró su respuesta en Curro. Otros la encuentran en la meditación, en la música, en la terapia, en la amistad, en la fe. La clave está en no confundir cuidado con autoabandono.

Quizás por eso me gustó tanto esta historia. Porque es sencilla pero radical. Nos recuerda que no necesitamos grandes cambios para transformar nuestro día a día: basta con un acto, un gesto, un compromiso pequeño que nos devuelva a nosotros mismos. Cuidar de un gato puede salvarte del agotamiento, pero solo porque te devuelve la posibilidad de estar presente. Y eso vale más que cualquier receta mágica.

Me gustaría terminar con una reflexión personal: a veces pensamos que ser joven significa poder con todo, y que si estamos agotados es porque no sabemos organizarnos. Pero la verdad es que ser joven hoy también es lidiar con un mundo saturado de estímulos, crisis y urgencias. No está mal aceptar que necesitamos pausas, que necesitamos cuidado, que necesitamos también ser cuidados. Tal vez ese sea uno de los mayores aprendizajes que mi generación pueda aportar al futuro: que cuidar de otros no tiene que significar destruirse en el proceso.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

📲 WhatsApp directo: +57 310 450 7737
📘 Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
🐦 Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
💬 Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos
📢 Canal de Telegram: Únete aquí

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”