domingo, 14 de septiembre de 2025

Entre pastillas y abrazos: repensando los antidepresivos en niños y adolescentes



Hay temas que me sacuden desde dentro, no porque sean lejanos, sino porque tocan fibras que conozco de cerca. Cuando leo sobre la receta masiva de antidepresivos en niños y adolescentes me invade una mezcla de incredulidad y empatía. Crecí en un país donde la conversación sobre la salud mental ha sido, durante años, una sombra en los pasillos y no una voz clara en las mesas familiares. A mi generación se le pidió que fuera resiliente, que siguiera adelante como si nada pasara, y ahora, cuando miro las cifras y las historias, veo a niños que apenas están aprendiendo a nombrar sus emociones y ya cargan con diagnósticos, frascos de pastillas y efectos secundarios.

Los datos de Frontiers in Psychiatry y otros estudios recientes muestran algo incómodo: más allá de las advertencias de la FDA desde 2004, las prescripciones de antidepresivos en menores han seguido aumentando en la mayoría de países. En Latinoamérica no estamos tan lejos de esa tendencia; en Colombia, aunque no siempre contamos con cifras detalladas, los psiquiatras infantojuveniles relatan el mismo fenómeno. Y no se trata solo de números: detrás de cada receta hay una familia desesperada, un colegio presionando, un sistema de salud colapsado y un niño o adolescente que quizá necesitaba antes un abrazo, un psicólogo presente, un entorno menos violento y más acompañamiento. En Bienvenido a mi blog ya he escrito sobre cómo la prisa por medicalizar emociones termina silenciando las causas profundas de nuestro malestar.

No estoy demonizando los antidepresivos. Tengo amigos que los han necesitado en su adolescencia y les salvaron la vida en momentos críticos. Pero también vi otros casos donde fueron recetados sin un diagnóstico serio, como una especie de “póliza de seguro” emocional para tranquilizar adultos, colegios o EPS. En Mensajes Sabatinos reflexioné sobre cómo la desesperanza muchas veces nace del aislamiento y no de un “trastorno químico” puro. Y creo que esa misma idea aplica aquí: estamos medicando síntomas sociales con soluciones farmacológicas, sin resolver la raíz de la ansiedad, la depresión o el vacío afectivo.

La evidencia científica reciente ―como la meta-revisión de Boaden et al.― es clara: solo unos pocos antidepresivos han demostrado eficacia real en menores, y aun así los riesgos son altos, sobre todo en ideación suicida. Fluoxetina sigue siendo el estándar en depresión mayor, pero incluso así los beneficios son marginales y los ensayos cortos. Mientras tanto, la venlafaxina y la paroxetina muestran riesgos aumentados de suicidio en adolescentes. ¿Por qué, entonces, la prescripción no se detiene? Porque el modelo global de salud mental se ha vuelto cada vez más medicalizado, porque hay conflictos de interés, porque es más rápido prescribir que construir redes de apoyo. Y porque, como dijo un amigo en una charla en la universidad: “es más fácil dar pastillas que escuchar a alguien”.

Yo, con 21 años, leyendo todo esto, no puedo dejar de preguntarme qué pasará con mi generación cuando sea adulta. Crecimos entre algoritmos, redes sociales y estrés escolar; crecimos con diagnósticos rápidos y likes que valen más que una palabra real. No es casualidad que los niveles de ansiedad estén disparados. En Amigo de ese ser supremo he escrito sobre la importancia de una espiritualidad cotidiana, no dogmática, que acompañe la vida interior. Y quizá ese sea un contrapeso: recuperar espacios de conversación, música, deporte, naturaleza, familia, amistad. Recuperar el derecho a sentirnos mal sin que automáticamente se catalogue como “patología”.

La misma Frontiers in Psychiatry advierte que la base de evidencia de los antidepresivos pediátricos es débil y está sesgada. También hay estudios que sugieren que los placebos abiertos ―esos en los que el paciente sabe que está tomando un placebo― pueden ser una vía prometedora, sin efectos adversos. Esto me resuena profundamente. ¿Será que necesitamos más honestidad en la medicina? ¿Será que necesitamos terapias que devuelvan poder al joven y no lo conviertan en paciente pasivo? Si algo me ha enseñado mi paso por la vida, desde el colegio hasta la universidad, es que cuando nos explican de verdad, cuando nos tratan con respeto, cuando nos incluyen en las decisiones, respondemos mejor. Lo he visto en mí y en mis pares.

No me cabe duda de que hay casos graves que requieren medicación. Y que la psiquiatría, cuando es bien practicada, puede salvar vidas. Pero también sé que hay una “zona gris” enorme donde podríamos estar haciendo más daño que bien. Por eso me preocupa ver que las recetas suben, mientras las terapias psicológicas de calidad siguen siendo inaccesibles para la mayoría. En vez de fortalecer el sistema público de psicología escolar, terminamos reforzando la industria farmacéutica. En Organización Empresarial TodoEnUno.NET hemos hablado del bienestar organizacional y del impacto de la salud mental en la productividad: no es un tema menor, porque lo que hoy hacemos con los niños es la base de la sociedad del mañana.

Pienso en mi propia adolescencia. En esos días donde la ansiedad me apretaba el pecho y yo solo necesitaba alguien que me dijera: “no estás solo”. Pienso en mis amigos que sí recibieron ese acompañamiento y salieron adelante sin medicación. Pienso en otros que tomaron antidepresivos y encontraron alivio. Todo esto me hace creer que la solución no puede ser única ni rígida. Necesitamos pluralidad, necesitamos escuchar, necesitamos dudar más de las recetas fáciles. Y, sobre todo, necesitamos una cultura que no criminalice el dolor ni glorifique la productividad infantil como si fuéramos máquinas.

Hoy, cuando reviso estudios nuevos, veo también signos de esperanza: más psiquiatras y psicólogos levantan la voz para exigir estudios más transparentes, regulaciones más estrictas y terapias combinadas. Hay programas piloto de mindfulness en colegios, grupos de apoyo entre pares, y hasta aplicaciones móviles que facilitan acceso a psicoterapia breve y gratuita. No todo es oscuridad. Pero sí es urgente que como sociedad hablemos del tema con la crudeza y la ternura que merece. Ni negar la depresión infantil, ni medicalizarla sin cuestionamiento. Un punto medio más humano.

Y en medio de este torbellino de datos, advertencias y experiencias, vuelvo a mi convicción personal: nada reemplaza la presencia humana. Ningún fármaco sustituye una red de apoyo, una conversación sincera, un abrazo a tiempo. Si algo puedo dejarle a quien lea esto es la invitación a mirar más allá de la pastilla y preguntarse: ¿qué necesita este niño o adolescente para sentirse visto, escuchado y acompañado? Esa pregunta, aunque incómoda, puede ser la diferencia entre una vida medicada y una vida acompañada.

Si llegaste hasta aquí, tal vez compartes mis dudas, mis contradicciones y mi esperanza. Tal vez también ves que en medio de algoritmos, diagnósticos y recetarios, seguimos siendo humanos buscando sentido y conexión. Tal vez es hora de que como generación hablemos más fuerte sobre esto. Yo apenas estoy empezando.

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sábado, 13 de septiembre de 2025

Tres errores invisibles que están saboteando tu trabajo (y tu vida) sin que lo notes



Desde hace un tiempo me he dado cuenta de algo que no solo pasa en las familias con sus perros, sino en todo tipo de procesos humanos: a veces creemos que estamos haciendo las cosas bien, cuando en realidad hay errores pequeños —casi invisibles— que van saboteando lo que más queremos construir. El ejemplo del perro es brutal porque lo muestra con claridad: el educador hace su parte, el perro responde, pero la familia sin darse cuenta lo desarma todo. Eso mismo nos pasa en el trabajo, en la universidad, en los proyectos creativos, en nuestras relaciones. Y la verdad, como joven de 21 años que intenta sostener sus propios procesos, puedo decir que no hay nada más frustrante que darte cuenta de que los fallos no están en las grandes decisiones, sino en lo cotidiano, en lo que hacemos casi sin pensar.

Cuando leo historias como la del adiestrador y la familia, me recuerdo de las veces que he trabajado en equipo en la universidad o en proyectos digitales y terminamos chocando por falta de coherencia. Me pasa que yo soy ordenado con mis horarios y mis entregas, pero otros llegan tarde, cambian las reglas, o no cumplen con su parte. Al principio creía que “el problema” eran ellos, luego entendí que todos —incluido yo— aportamos a ese desorden cuando no nos alineamos. Me hace pensar en algo que escribí en mi blog EL BLOG JUAN MANUEL MORENO OCAMPO: la cultura de la coherencia no se predica, se practica.

Si lo trasladamos al mundo laboral, los “tres errores” del ejemplo del perro son muy reales. El primero —creer que el problema es solo del otro— lo vemos cuando pensamos que es nuestro jefe el que no entiende, que es nuestro cliente el que pide mal las cosas, o que es nuestro compañero el que “no sirve para esto”. Pero rara vez miramos nuestro propio papel. Yo mismo me he pillado en esa: en mi mente yo era “el que sí hacía las cosas”, hasta que entendí que también estaba alimentando dinámicas tóxicas con mis silencios, con mis omisiones o con mis quejas. Ese cambio de perspectiva me dolió, pero me hizo crecer.

El segundo error —la falta de coherencia— es casi un virus. Un día el jefe dice “trabajen en remoto, confío en ustedes” y al otro día regaña porque no todos están conectados en la cámara. Un día la empresa dice que apoya la innovación, y al otro corta el presupuesto para experimentar. Esa inconsistencia es letal. A nivel personal también la vivo: un día decido que voy a madrugar a hacer ejercicio y al siguiente me quedo viendo videos en Instagram hasta las 2 a.m. Así no hay proyecto que aguante. Es como tratar de entrenar a un perro con diez voces diferentes.

El tercer error —esperar resultados inmediatos— es probablemente el más común en mi generación. Queremos apps que funcionen ya, negocios que crezcan ya, seguidores que lleguen ya. Y la vida no es así. Hay procesos que requieren maduración, silencio, disciplina, y aceptar que las transformaciones verdaderas se ven en meses o años, no en días. He aprendido esto escribiendo para MENSAJES SABATINOS, donde muchas reflexiones nacen de experiencias que tardaron años en decantar.

Lo interesante de la historia del perro es que el adiestrador no se rinde: sabe que el reto no está en el animal sino en los humanos. Así me pasa con mis propios proyectos: no basta con tener la idea brillante o la disciplina personal, hay que invitar a otros a entrar en coherencia. Y esto no se logra con sermones ni con regaños, sino con empatía, constancia y ejemplo. Pienso en lo que se comparte en AMIGO DE ESE SER SUPREMO: la espiritualidad auténtica es la que transforma conductas cotidianas, no la que se queda en discursos.

Yo mismo he tenido que hacer mi “masterclass personal” sobre esto. Me pasó hace poco trabajando en una consultoría pequeña: mi rol era coordinar a tres compañeros para un proyecto digital. Me di cuenta de que yo tenía claridad sobre los plazos y las tareas, pero ellos no. Y no porque fueran irresponsables, sino porque yo no había comunicado bien, ni había escuchado sus dudas. Fue incómodo admitirlo, pero cuando cambié la forma de hablar y nos sentamos juntos a alinear expectativas, todo empezó a fluir. Me recordó que cambiar la conducta de las personas no se logra desde la autoridad, sino desde la comprensión y la coherencia.

También creo que hay algo generacional: nuestros padres y abuelos crecieron con modelos más verticales, donde las órdenes se obedecían sin mucho cuestionamiento. Nosotros hemos aprendido a cuestionar, a dialogar, pero a veces nos falta paciencia para sostener procesos. Lo veo en mi círculo de amigos: queremos relaciones profundas pero no toleramos conversaciones incómodas; queremos trabajos significativos pero no aceptamos periodos de prueba o de aprendizaje lento; queremos salud mental pero no nos damos el tiempo para terapia, silencio, deporte. Es duro reconocerlo, pero es un espejo.

Lo bueno es que estos errores no son sentencias, son oportunidades. Si aprendemos a identificarlos, podemos transformarlos. Dejar de creer que el problema es solo del otro nos abre a la autocrítica; practicar coherencia nos hace fiables y predecibles, algo muy valioso en cualquier equipo; y aprender a esperar resultados nos da resiliencia y profundidad, dos cosas que en este mundo acelerado son casi superpoderes.

En el fondo, este texto no es sobre perros ni sobre empresas: es sobre nosotros mismos. Sobre cómo llevamos nuestras vidas, nuestras amistades, nuestros sueños. Sobre cómo nos relacionamos con la tecnología, la espiritualidad, el aprendizaje. Y sobre cómo podemos decidir, desde hoy, dejar de sabotear nuestros propios procesos. Tal vez por eso escribo tanto en mis blogs: porque cada palabra me obliga a mirarme y a recordar que todo empieza por casa, por mí.

Si esto lo conecto con mi experiencia en ORGANIZACIÓN EMPRESARIAL TODO EN UNO, veo que allí también aprendí que ningún cambio empresarial funciona si las personas no cambian. Puedes tener la mejor estrategia digital, la facturación electrónica más eficiente o el plan de compliance más completo, pero si la cultura interna no acompaña, el resultado se diluye. Exactamente igual que con el perro y su familia.

A veces me pregunto cómo se logra ese cambio humano a gran escala. No tengo la respuesta definitiva, pero creo que pasa por pequeñas prácticas: escuchar más, ser claros en lo que pedimos, sostener las decisiones en el tiempo, reconocer cuando fallamos, y ser pacientes con los demás y con nosotros mismos. No es glamuroso ni rápido, pero sí profundo y verdadero.

Hoy, mientras escribo estas líneas, pienso en que mi generación tiene la oportunidad de romper ciclos. Podemos ser más conscientes de nuestras incoherencias, más pacientes con nuestros procesos, más humildes para reconocer errores y más valientes para cambiar. Si logramos eso, no solo haremos mejor nuestro trabajo, también viviremos con más verdad y más alegría.

Tal vez todo se resume en una imagen: un perro entrenado que vuelve a su casa y encuentra una familia distinta, coherente, paciente y consciente. Ese perro crecerá seguro, tranquilo y confiado. Y así también nosotros: si volvemos a entornos coherentes y pacientes, crecemos seguros, tranquilos y confiados.

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viernes, 12 de septiembre de 2025

Y si cuidar de un gato te salvara del agotamiento



Hay días en los que siento que todo lo que hacemos es dar. Dar tiempo, dar atención, dar energía, dar cariño. Y aunque me gusta cuidar de otros, a veces me descubro tan vacío que me pregunto si no me estoy perdiendo en el intento. Esta historia de Irene —que conocí a través de un relato viral sobre el cuidado y los gatos— me tocó profundamente porque parece hablar de esa línea invisible que separa cuidar de agotarse. La releí varias veces y la sentí cercana. Por eso quiero traerla aquí, para reflexionar juntos desde la juventud, pero con la madurez que da ver a la gente que queremos —abuelas, madres, tías— entregarse hasta quedarse sin fuerzas.

Irene era una mujer dedicada a cuidar personas mayores. Su jornada empezaba temprano y terminaba tarde. Y en medio de esa rutina, algo se le fue apagando: la paciencia, la ternura, incluso el sentido de lo que hacía. Hasta que llegó Curro, el gato de Clara. Irene aceptó cuidarlo casi por inercia, pero ese acto pequeño abrió un espacio que la salvó. No fue magia ni terapia instantánea: fue presencia, silencio, ritual, y también la oportunidad de cuidar a alguien sin la presión de estar siempre “al máximo”.

Cuando leí eso pensé en mi propia generación. Somos jóvenes, pero vivimos agotados. No es solo por el estudio o el trabajo: es por la hiperconexión, por la exigencia constante de estar disponibles, por las comparaciones infinitas. A veces cuidamos sin quererlo: cuidamos de amigos, de proyectos, de redes sociales, de causas. Y nos olvidamos de cuidarnos. Me he dado cuenta de que, para mucha gente de mi edad, adoptar un animal, hacer voluntariado o reconectar con la naturaleza se convierte en una forma silenciosa de terapia. No es que un gato te solucione la vida, pero puede recordarte cómo estar presente.

Hace unos meses escribí en mi blog personal sobre la importancia de los pequeños rituales en medio del caos. Lo enlazo porque veo un hilo común: tanto Irene como yo y muchas personas encontramos alivio en lo cotidiano, en lo sencillo. He visto algo similar en textos de Mensajes Sabatinos donde se habla de la fe puesta en lo ordinario y de cómo en los actos pequeños está la posibilidad de transformarnos. Y también lo leí en Amigo de ese ser supremo, donde se menciona que la espiritualidad no siempre se encuentra en los grandes templos, sino en la presencia silenciosa de un ser que nos acompaña.

Cuidar de Curro fue para Irene como un espejo: le mostró que podía seguir cuidando, pero sin anularse. En lo personal, yo lo veo reflejado en mis propias luchas. En ocasiones me he sentido saturado de compromisos, de expectativas familiares y sociales. Y sin embargo, basta con salir a caminar con mi perro o sentarme a observar el atardecer para que la vida recobre perspectiva. No es escapismo; es reconexión. Es como si estos seres —humanos o animales— nos enseñaran a volver al aquí y al ahora, sin pedirnos nada a cambio.

Lo más fuerte del relato es que Irene no solo recuperó las ganas de cuidar: transformó su trabajo. Hoy cuida gatos cuando sus familias no pueden, pero también se cuida a sí misma. Y eso me hace pensar en la economía del cuidado, tan invisibilizada en países como Colombia. He visto en Organización Todo En Uno artículos sobre cómo las empresas y comunidades pueden sostener redes de cuidado sin explotar a quienes cuidan. Y me pregunto: ¿no deberíamos aplicar esa lógica también en nuestra vida privada? ¿No deberíamos buscar modelos donde cuidar no sea sinónimo de sacrificarse hasta desaparecer?

En mi generación, hay una corriente silenciosa que quiere redefinir el éxito. Ya no es solo “ganar más” o “subir más rápido”. Es también “tener tiempo”, “sentir paz”, “cuidar sin agotarse”. Y ahí entra la importancia de hablar de salud mental. Conozco amigos que han encontrado en los animales una forma de anclaje. También conozco casos donde ese vínculo fue tan fuerte que los ayudó a salir de la depresión o a regular su ansiedad. Hay estudios recientes que muestran cómo interactuar con mascotas disminuye el cortisol y aumenta la oxitocina. Pero más allá de los datos, hay algo simbólico: cuidar de un gato te recuerda que la vida no tiene que ser tan complicada, que basta con estar ahí.

Me gusta pensar que la historia de Irene y Curro es también una metáfora de un cambio social más amplio. Pasar de cuidar por obligación a cuidar por elección, de hacerlo desde el deber al hacerlo desde la presencia. Y eso vale para el trabajo, para la familia, para la pareja. He hablado de esto con mi propia familia: mis padres, mi abuelo, mis tías. Muchos de ellos cargaron con responsabilidades enormes sin tener herramientas emocionales. Nosotros tenemos la oportunidad —y la responsabilidad— de aprender otras formas.

En mis noches de escritura suelo releer textos antiguos en Bienvenido a mi blog, donde se habla de resiliencia y de amor en tiempos difíciles. Me doy cuenta de que, aunque cambien los contextos, la pregunta es la misma: ¿cómo cuidar sin quemarnos? Irene encontró su respuesta en Curro. Otros la encuentran en la meditación, en la música, en la terapia, en la amistad, en la fe. La clave está en no confundir cuidado con autoabandono.

Quizás por eso me gustó tanto esta historia. Porque es sencilla pero radical. Nos recuerda que no necesitamos grandes cambios para transformar nuestro día a día: basta con un acto, un gesto, un compromiso pequeño que nos devuelva a nosotros mismos. Cuidar de un gato puede salvarte del agotamiento, pero solo porque te devuelve la posibilidad de estar presente. Y eso vale más que cualquier receta mágica.

Me gustaría terminar con una reflexión personal: a veces pensamos que ser joven significa poder con todo, y que si estamos agotados es porque no sabemos organizarnos. Pero la verdad es que ser joven hoy también es lidiar con un mundo saturado de estímulos, crisis y urgencias. No está mal aceptar que necesitamos pausas, que necesitamos cuidado, que necesitamos también ser cuidados. Tal vez ese sea uno de los mayores aprendizajes que mi generación pueda aportar al futuro: que cuidar de otros no tiene que significar destruirse en el proceso.

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jueves, 11 de septiembre de 2025

Lo dejó todo por los gatos



A veces pienso que la vida se mide en elecciones pequeñas que parecen insignificantes, pero que tienen un eco enorme. Como cuando decides no mirar hacia otro lado, aunque sea más cómodo. Esa decisión de detenerte frente a lo que incomoda, frente a lo que duele, es lo que cambia la historia.

Leía la historia de Brigitte Bardot, aquella actriz francesa que podría haberse quedado para siempre en el pedestal de la fama. Tenía todo: belleza, éxito, reconocimiento. Pero un día se cansó de los flashes, de los aplausos y de las sonrisas fingidas. Eligió otra cosa: eligió a los gatos, a los animales olvidados, a los ojos temblorosos que casi nadie quiere ver. Eligió ensuciarse las manos en lugar de mantenerlas impecables para las cámaras.

Y ahí me pregunté: ¿qué haría yo si estuviera en su lugar? Porque a los 21 años no tengo fama mundial ni alfombras rojas, pero sí tengo elecciones todos los días. Elijo si me quedo en la comodidad de lo conocido o si me arriesgo a mirar lo que duele, lo que me reta, lo que me obliga a cambiar.

He visto cómo la gente dice “me encantan los gatos” o “amo a los animales”, pero cuando se trata de acción, de cuidar, de rescatar, de asumir la incomodidad de un compromiso, pocos se atreven. Es más fácil quedarse en la frase bonita, en el gesto superficial. Pero si lo pienso bien, ¿de qué sirve un amor que no se convierte en hechos?

En mi casa aprendí que amar no es sentir bonito, es hacerse responsable. Mi abuelo solía decirme que no se trata de cuánto dices querer, sino de cuánto te levantas cuando nadie te ve para demostrarlo. Y creo que Bardot entendió eso: que la belleza sin propósito se marchita, que el éxito sin impacto se vacía.

Hoy vivimos en un mundo obsesionado con mostrar, con acumular seguidores, con construir una imagen impecable. Pero en el fondo muchos sentimos ese vacío de lo que no tiene raíz. Y me da vueltas la pregunta: ¿qué pasaría si todos eligiéramos incomodarnos un poco más? Si en lugar de solo publicar una foto con un gatito tierno en Instagram, decidiéramos apoyar un refugio, rescatar un animal abandonado o al menos ser coherentes con nuestras palabras.

Sé que no todos vamos a fundar una ONG ni tenemos recursos millonarios. Pero también sé que no hace falta. Basta con un gesto. Con dar de comer a ese gato callejero que merodea tu cuadra, con ser voluntario en una jornada de esterilización, con no mirar hacia otro lado. Es como dice un artículo que encontré en Organización Todo en Uno: cuando la acción se vuelve un hábito, deja de ser un sacrificio y se convierte en parte de tu identidad.

Hay quienes piensan que nada cambia con un solo acto. Pero he visto cómo cambia la vida de un animal cuando alguien decide tenderle la mano. Ese gato que estaba flaco, asustado, con los ojos llenos de miedo, y que ahora duerme tranquilo en un sillón. Ese perro que ya no tiene que rebuscar en la basura porque alguien lo adoptó. Y sí, puede sonar pequeño, pero es ahí donde el mundo empieza a cambiar.

Cuando miro estas historias, me doy cuenta de que en realidad no son solo sobre los animales, son sobre nosotros. Porque elegir el camino incómodo nos transforma también a nosotros. Nos humaniza, nos recuerda que todavía podemos sentir empatía en un mundo que corre el riesgo de volverse frío y automático. Y eso conecta mucho con lo que escribo en mi propio espacio, en mi blog personal, donde hablo de cómo las decisiones simples son las que van moldeando el corazón.

Creo que Bardot giró porque entendió que no se trata de cuánto nos aplauden, sino de a quiénes tocamos con lo que hacemos. Y esa reflexión me golpea fuerte porque, aunque yo no tenga una vida pública como la suya, sí tengo un círculo de decisiones que afectan a alguien: a mis amigos, a mi familia, a los animales que cruzan mi camino, a las personas que leen lo que escribo.

La pregunta es la misma para todos: ¿vamos a quedarnos cómodos, celebrando lo que decimos amar, o vamos a elegir lo incómodo y transformar aunque sea una vida?

Yo no quiero que mis palabras se queden estériles. No quiero que mi amor por los animales o por la gente sea solo discurso. Quiero que cada día, de a poco, se convierta en acciones que incomoden, que me saquen del guion fácil, que me recuerden que vivir con verdad es mucho más que recibir likes.

Y sí, la vida a veces te pide girar. Dejar el foco, como Bardot, y entrar en ese lugar donde nadie quiere ir, pero donde realmente se te necesita. Ahí es donde está el verdadero escenario.

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miércoles, 10 de septiembre de 2025

Y si el problema no era la gata… sino yo?



A veces la vida nos lanza señales que parecen pequeñas, insignificantes, pero que en realidad son un espejo en el que se reflejan nuestras propias heridas. La historia de Raquel y aquella gata sin nombre me atravesó de una forma inesperada. Ella, una veterinaria que había aprendido a sobrevivir a fuerza de anestesiar su corazón, se encontró con un animal que no quería comer, que no maullaba, que apenas respiraba como si cada segundo le costara la vida. No era solo una gata enferma: era un alma en duelo.

Y en medio de ese silencio, Raquel se reconoció. Porque también nosotros, los humanos, llevamos duelos invisibles. Duelos que no siempre tienen que ver con la muerte física, sino con esas pérdidas que no sabemos nombrar: la confianza que alguien nos arrebató, el sueño que dejamos morir en un rincón, la inocencia que nunca vuelve.

Yo pienso que a los 21 uno no debería sentirse “gastado”, pero hay días en que la rutina, la presión, la comparación con los demás y las expectativas que parecen nunca cumplirse nos roban la vitalidad. Como si de repente viviéramos como esa gata: presentes de cuerpo, pero ausentes por dentro. ¿No te ha pasado que sonríes, hablas, trabajas, pero en el fondo una parte tuya sigue mirando hacia un rincón vacío que nadie más ve?

Lo curioso es que nos educan para “saber”, para “resolver”, para “diagnosticar” como Raquel en su clínica. Pero pocas veces nos enseñan a sentir. Y sin embargo, es eso lo que más necesitamos. En mi familia he escuchado muchas veces que la vida no se trata solo de ser eficiente, sino de ser capaz de sostener con ternura incluso lo que no entendemos. Y es justo ahí donde el dolor ajeno se conecta con el propio.

Me acuerdo de una conversación que tuve con mi papá —él, que lleva décadas construyendo con disciplina y también con cicatrices— me decía: “El problema no siempre es lo que te pasa, sino lo que dejas de sentir por miedo a romperte.” Y lo comprendí mejor leyendo su propio blog Bienvenido a mi blog, donde escribe sobre la vida como un aprendizaje constante. Porque a veces, lo más humano que podemos hacer es permitir que algo o alguien nos despierte la sensibilidad que habíamos guardado bajo llave.

Esa gata, sin buscarlo, le devolvió a Raquel la capacidad de cuidar de otra forma. No solo con antibióticos y técnicas, sino con presencia, con una mirada que no convierte a alguien en un “expediente” sino en un ser único. Me parece brutal pensar que fue un animal en shock el que le recordó que la medicina más poderosa sigue siendo el corazón. Y creo que lo mismo pasa con nosotros: la vida nos pone frente a “gatos invisibles” que en realidad son reflejos de nuestro propio duelo no resuelto.

En mis días más pesados, he sentido esa tentación de desconectarme. De pasar por alto lo que duele. De decirme: “mañana será otro día” mientras entierro preguntas que merecen ser miradas. Pero cuando leo espacios como Mensajes sabatinos, donde se habla de fe, tiempo y gratitud, recuerdo que ignorar el dolor no lo hace desaparecer, solo lo posterga. Y en cambio, cuando lo reconocemos, puede transformarse en ternura, en fuerza, incluso en propósito.

La reflexión aquí no es solo sobre veterinaria, ni sobre animales, ni siquiera sobre Raquel. Es sobre ti y sobre mí. ¿Qué heridas has preferido no mirar? ¿Qué parte de ti vive anestesiada porque piensas que sentir demasiado te va a destruir? Quizá lo que más nos asusta no es el dolor en sí, sino la posibilidad de descubrir que no estamos tan enteros como aparentamos.

Yo no sé si la gata de Raquel sanó del todo. Quizá nunca lo hizo. Pero sí sé que Raquel sanó un pedazo de sí misma al reconocer que cuidar no es solo aplicar un tratamiento, sino también atreverse a sentir lo que duele. Y me pregunto: ¿qué pasaría si nosotros también nos atreviéramos a hacer lo mismo con nuestras propias historias?

Quizá la próxima vez que veas a alguien callado, ausente, o incluso a ti mismo en el espejo con la mirada perdida, recuerdes esto: hay duelos que no se ven, pero que necesitan compañía. No soluciones rápidas, no frases hechas. Solo alguien que se quede cerca, aunque sea en silencio.

Y ahí está la paradoja más hermosa: cuando acompañamos de verdad a otro ser vivo, sin quererlo, nos estamos acompañando también a nosotros mismos. Porque en el fondo, todos somos esa gata alguna vez. Y todos necesitamos ser Raquel también.

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martes, 9 de septiembre de 2025

Amar a los gatos no es solo un post en Instagram


Hay algo curioso en cómo n


os relacionamos con los gatos. Hoy en día basta abrir Instagram o TikTok para encontrarnos con millones de videos de maullidos tiernos, saltos inesperados y miradas profundas que parecen esconder un misterio. Decimos “me encantan los gatos” mientras compartimos memes y selfies con ellos, como si la conexión estuviera reducida a un par de likes y corazones en la pantalla. Y no está mal: es parte de esta era digital en la que la ternura se consume como cualquier otro contenido.

Pero, ¿qué pasa cuando un gato realmente nos necesita? ¿Qué ocurre cuando detrás de la foto viene la enfermedad, el abandono, la mudanza o la soledad de un animal que depende de ti? Ahí, el “me encantan los gatos” no alcanza. Ahí empieza la diferencia entre lo que parece amor y lo que de verdad lo es.

Me llamó la atención descubrir que alguien como Julia Roberts —sí, la estrella de cine, la sonrisa icónica de los noventa— hace ese trabajo silencioso. No la ves publicando largas declaraciones sobre cuánto adora a los animales. No busca un aplauso. Ella ayuda. Adopta gatos rescatados, apoya refugios, destina tiempo y recursos. Y lo hace sin convertirlo en espectáculo. Quizás esa sea la mayor lección: que el verdadero amor se demuestra en silencio, en actos pequeños y constantes, y no necesariamente en un post que se vuelve viral.

Pensando en esto me di cuenta de algo que atraviesa no solo el cuidado de los animales, sino también nuestra forma de vivir: el amor real implica estar. Estar cuando duele, cuando incomoda, cuando no es “instagrameable”. Esa reflexión me conecta con las charlas que he leído en Mensajes Sabatinos, donde la espiritualidad se traduce en acciones simples y cotidianas que nos recuerdan que la fe, al igual que el amor, se sostiene en hechos más que en palabras.

Yo crecí escuchando historias en mi familia sobre la importancia de respetar la vida en todas sus formas. De niño, recuerdo a mi papá insistiendo en que cada ser, incluso los más pequeños, tenía un propósito en este mundo. En ese entonces lo veía como una enseñanza lejana, casi romántica. Hoy, a mis 21 años, lo entiendo como una responsabilidad real. No basta con admirar lo bello: hay que comprometerse con lo frágil, con lo que necesita cuidado.

Y aquí es donde me cuestiono: ¿de qué sirve decir que amamos a los gatos —o a cualquier ser— si no somos capaces de agacharnos a recogerlos cuando tiemblan de miedo? El amor no es solo un estado emocional, es una práctica. Una decisión diaria. Y en esa práctica no necesitas ser famoso ni millonario. No necesitas tener una fundación con tu nombre ni donar millones de dólares. Basta con dar un primer paso: alimentar, acompañar, escuchar, abrir tu casa aunque sea por una noche de frío.

Me pasa lo mismo con la forma en que usamos las redes. ¿Cuántas veces compartimos mensajes de conciencia, frases inspiradoras, causas que nos parecen nobles… pero no damos un paso más allá? En el fondo, ese activismo de sofá nos da la ilusión de estar involucrados sin ensuciarnos las manos. Pero al igual que con los gatos, el cambio no sucede con el like. Sucede cuando bajamos al suelo.

La buena noticia es que no se trata de hacer todo. Nadie puede salvar a todos los gatos, ni cambiar todas las injusticias del mundo. Pero sí podemos marcar la diferencia en una esquina de la realidad. A veces es tan simple como convertirnos en compañía para el gato de un vecino cuando se ausenta, o apoyar el refugio más cercano con lo poco que tenemos. Y si lo llevamos a otros terrenos, también puede ser escuchar a un amigo en silencio cuando no sabe cómo seguir, o acompañar a alguien mayor que se siente olvidado.

Al escribir esto, pienso en lo que alguna vez publiqué en mi blog personal. Hablar de gatos es también hablar de nosotros. Somos una generación que tiene la oportunidad de elegir: quedarnos en la superficie o sumergirnos en la profundidad de lo que significa cuidar. La espiritualidad, la tecnología, la sociedad… todo converge en una misma pregunta: ¿estamos dispuestos a estar ahí cuando realmente hace falta?

La actriz de Hollywood nos mostró que se puede ayudar en silencio. Pero lo más poderoso es que tú y yo también podemos hacerlo desde donde estamos. No hace falta tener reflectores encima. Basta con actuar. Con dejar de repetir “me encantan los gatos” y empezar a demostrarlo en esos momentos en los que nadie nos está mirando.

Y quizá, al final, los gatos nos enseñan una lección más grande de lo que creemos: ellos no te aplauden, no te dan likes, no te premian con discursos. Solo confían, solo descansan en ti. Y esa confianza silenciosa es el mejor reconocimiento que alguien puede recibir.

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lunes, 8 de septiembre de 2025

Para qué adoptar un gato que no te quiere ver?



Hay decisiones en la vida que parecen ilógicas cuando se miran desde afuera. Adoptar un gato que no te quiere ver es una de ellas. La mayoría de personas esperan amor inmediato, fotos tiernas para Instagram, una compañía disponible en todo momento. Pero, ¿qué pasa cuando el gato no responde a esas expectativas? ¿Qué pasa cuando, en lugar de correr hacia ti, se esconde debajo de un mueble y apenas se atreve a existir en tu presencia?

He pensado mucho en esto, porque la historia de Laia y su gata Nina se parece, en realidad, a muchas de nuestras propias historias humanas. Adoptar a Nina fue un acto de amor que parecía fracasar desde el inicio: ella huía, se escondía, evitaba cualquier contacto. Laia llegó a preguntarse si no le había cambiado simplemente una jaula por otra. Y esa pregunta, que parece tan doméstica, en realidad refleja algo más grande: ¿qué significa convivir con lo distinto, con lo frágil, con lo que no está listo para abrirse?

Yo mismo he sentido esa contradicción en la vida. He conocido personas que, como Nina, viven escondidas en su propio dolor, en sus propios silencios, y uno se pregunta si realmente se puede llegar a ellas. Pero el tiempo me ha mostrado que la ternura no siempre es inmediata; a veces es resistencia, paciencia, un acto de quedarse, como hizo Laia. Ella decidió no rendirse. No exigir. Simplemente estar. Ese gesto de presencia silenciosa cambió todo. Y un día, sin previo aviso, Nina salió de la sombra y se acurrucó a su lado. No porque le hubieran insistido, sino porque sintió que, por fin, era seguro hacerlo.

En una sociedad obsesionada con la rapidez, los resultados y la gratificación instantánea, esta historia me recuerda que lo más valioso de los vínculos no siempre es visible al inicio. Queremos que los afectos sean claros, las respuestas inmediatas y las recompensas palpables. Pero lo humano (y lo animal, al final somos parte de la misma vida) se teje de procesos lentos, de confianzas que nacen en silencio. Como escribí alguna vez en mi propio blog, la vida no es un espectáculo para los demás: es un proceso íntimo donde a veces las respuestas llegan tarde, pero llegan con una fuerza transformadora.

Quizás por eso me conmueve tanto la decisión de Laia de quedarse. De no juzgar a Nina por no ser “el gato de Instagram”, sino de aceptar que el vínculo tendría otro ritmo, otra forma. Es lo mismo que pasa en las relaciones humanas cuando dejamos de comparar a las personas con lo que deberían ser y las acompañamos en lo que realmente son. ¿No es acaso lo mismo en nuestras familias, en nuestras amistades, incluso en nuestros espacios de trabajo? Muchas veces exigimos amor, productividad o cercanía en tiempos que no son los del otro. Y terminamos generando más distancia que encuentro.

Recuerdo que en Mensajes Sabatinos encontré una frase que me marcó: “El amor no siempre es ruidoso; a veces es simplemente la capacidad de permanecer en silencio sin huir”. Ese pensamiento me llevó a reflexionar sobre cuántas veces me he sentido como Nina: encerrado en mis propias sombras, con miedo a salir. Y cuántas veces alguien se quedó ahí, sin presionarme, hasta que me sentí listo para volver a confiar.

Adoptar un gato que no te quiere ver no es una contradicción: es un recordatorio de que no todo amor se construye de inmediato. Que a veces lo más grande se gesta en lo pequeño, en la paciencia de sentarse al lado de un armario a leer en voz baja, esperando a que el otro sienta que puede acercarse. En ese acto, hay más amor del que creemos: es un amor sin condiciones, que no pide ser visto para existir.

Laia entendió que acompañar no era forzar, sino abrir espacio. Y yo creo que eso mismo necesitamos en nuestra vida social: abrir espacios de confianza para quienes han aprendido a esconderse. No todos los vínculos son instantáneos, pero todos tienen la posibilidad de florecer si existe respeto.

En un mundo que corre demasiado, tal vez lo más revolucionario sea aprender a esperar. A no rendirse. A no dar por fracasado lo que simplemente aún no está listo para mostrarse. Porque, como en el caso de Nina, un día cualquiera, sin avisar, la vida nos sorprende y nos muestra que sí valía la pena quedarse.

Al final, ¿para qué adoptar un gato que no te quiere ver?
Tal vez para recordarte que el amor no siempre llega cuando tú quieres, sino cuando el otro puede.

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