Hay temas que me sacuden desde dentro, no porque sean lejanos, sino porque tocan fibras que conozco de cerca. Cuando leo sobre la receta masiva de antidepresivos en niños y adolescentes me invade una mezcla de incredulidad y empatía. Crecí en un país donde la conversación sobre la salud mental ha sido, durante años, una sombra en los pasillos y no una voz clara en las mesas familiares. A mi generación se le pidió que fuera resiliente, que siguiera adelante como si nada pasara, y ahora, cuando miro las cifras y las historias, veo a niños que apenas están aprendiendo a nombrar sus emociones y ya cargan con diagnósticos, frascos de pastillas y efectos secundarios.
Los datos de Frontiers in Psychiatry y otros estudios recientes muestran algo incómodo: más allá de las advertencias de la FDA desde 2004, las prescripciones de antidepresivos en menores han seguido aumentando en la mayoría de países. En Latinoamérica no estamos tan lejos de esa tendencia; en Colombia, aunque no siempre contamos con cifras detalladas, los psiquiatras infantojuveniles relatan el mismo fenómeno. Y no se trata solo de números: detrás de cada receta hay una familia desesperada, un colegio presionando, un sistema de salud colapsado y un niño o adolescente que quizá necesitaba antes un abrazo, un psicólogo presente, un entorno menos violento y más acompañamiento. En Bienvenido a mi blog ya he escrito sobre cómo la prisa por medicalizar emociones termina silenciando las causas profundas de nuestro malestar.
No estoy demonizando los antidepresivos. Tengo amigos que los han necesitado en su adolescencia y les salvaron la vida en momentos críticos. Pero también vi otros casos donde fueron recetados sin un diagnóstico serio, como una especie de “póliza de seguro” emocional para tranquilizar adultos, colegios o EPS. En Mensajes Sabatinos reflexioné sobre cómo la desesperanza muchas veces nace del aislamiento y no de un “trastorno químico” puro. Y creo que esa misma idea aplica aquí: estamos medicando síntomas sociales con soluciones farmacológicas, sin resolver la raíz de la ansiedad, la depresión o el vacío afectivo.
La evidencia científica reciente ―como la meta-revisión de Boaden et al.― es clara: solo unos pocos antidepresivos han demostrado eficacia real en menores, y aun así los riesgos son altos, sobre todo en ideación suicida. Fluoxetina sigue siendo el estándar en depresión mayor, pero incluso así los beneficios son marginales y los ensayos cortos. Mientras tanto, la venlafaxina y la paroxetina muestran riesgos aumentados de suicidio en adolescentes. ¿Por qué, entonces, la prescripción no se detiene? Porque el modelo global de salud mental se ha vuelto cada vez más medicalizado, porque hay conflictos de interés, porque es más rápido prescribir que construir redes de apoyo. Y porque, como dijo un amigo en una charla en la universidad: “es más fácil dar pastillas que escuchar a alguien”.
Yo, con 21 años, leyendo todo esto, no puedo dejar de preguntarme qué pasará con mi generación cuando sea adulta. Crecimos entre algoritmos, redes sociales y estrés escolar; crecimos con diagnósticos rápidos y likes que valen más que una palabra real. No es casualidad que los niveles de ansiedad estén disparados. En Amigo de ese ser supremo he escrito sobre la importancia de una espiritualidad cotidiana, no dogmática, que acompañe la vida interior. Y quizá ese sea un contrapeso: recuperar espacios de conversación, música, deporte, naturaleza, familia, amistad. Recuperar el derecho a sentirnos mal sin que automáticamente se catalogue como “patología”.
La misma Frontiers in Psychiatry advierte que la base de evidencia de los antidepresivos pediátricos es débil y está sesgada. También hay estudios que sugieren que los placebos abiertos ―esos en los que el paciente sabe que está tomando un placebo― pueden ser una vía prometedora, sin efectos adversos. Esto me resuena profundamente. ¿Será que necesitamos más honestidad en la medicina? ¿Será que necesitamos terapias que devuelvan poder al joven y no lo conviertan en paciente pasivo? Si algo me ha enseñado mi paso por la vida, desde el colegio hasta la universidad, es que cuando nos explican de verdad, cuando nos tratan con respeto, cuando nos incluyen en las decisiones, respondemos mejor. Lo he visto en mí y en mis pares.
No me cabe duda de que hay casos graves que requieren medicación. Y que la psiquiatría, cuando es bien practicada, puede salvar vidas. Pero también sé que hay una “zona gris” enorme donde podríamos estar haciendo más daño que bien. Por eso me preocupa ver que las recetas suben, mientras las terapias psicológicas de calidad siguen siendo inaccesibles para la mayoría. En vez de fortalecer el sistema público de psicología escolar, terminamos reforzando la industria farmacéutica. En Organización Empresarial TodoEnUno.NET hemos hablado del bienestar organizacional y del impacto de la salud mental en la productividad: no es un tema menor, porque lo que hoy hacemos con los niños es la base de la sociedad del mañana.
Pienso en mi propia adolescencia. En esos días donde la ansiedad me apretaba el pecho y yo solo necesitaba alguien que me dijera: “no estás solo”. Pienso en mis amigos que sí recibieron ese acompañamiento y salieron adelante sin medicación. Pienso en otros que tomaron antidepresivos y encontraron alivio. Todo esto me hace creer que la solución no puede ser única ni rígida. Necesitamos pluralidad, necesitamos escuchar, necesitamos dudar más de las recetas fáciles. Y, sobre todo, necesitamos una cultura que no criminalice el dolor ni glorifique la productividad infantil como si fuéramos máquinas.
Hoy, cuando reviso estudios nuevos, veo también signos de esperanza: más psiquiatras y psicólogos levantan la voz para exigir estudios más transparentes, regulaciones más estrictas y terapias combinadas. Hay programas piloto de mindfulness en colegios, grupos de apoyo entre pares, y hasta aplicaciones móviles que facilitan acceso a psicoterapia breve y gratuita. No todo es oscuridad. Pero sí es urgente que como sociedad hablemos del tema con la crudeza y la ternura que merece. Ni negar la depresión infantil, ni medicalizarla sin cuestionamiento. Un punto medio más humano.
Y en medio de este torbellino de datos, advertencias y experiencias, vuelvo a mi convicción personal: nada reemplaza la presencia humana. Ningún fármaco sustituye una red de apoyo, una conversación sincera, un abrazo a tiempo. Si algo puedo dejarle a quien lea esto es la invitación a mirar más allá de la pastilla y preguntarse: ¿qué necesita este niño o adolescente para sentirse visto, escuchado y acompañado? Esa pregunta, aunque incómoda, puede ser la diferencia entre una vida medicada y una vida acompañada.
Si llegaste hasta aquí, tal vez compartes mis dudas, mis contradicciones y mi esperanza. Tal vez también ves que en medio de algoritmos, diagnósticos y recetarios, seguimos siendo humanos buscando sentido y conexión. Tal vez es hora de que como generación hablemos más fuerte sobre esto. Yo apenas estoy empezando.
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