martes, 1 de julio de 2025

Un cráneo, un lagarto, una serpiente… y un ser humano buscando sentido


A veces lo más pequeño, lo que casi pasa desapercibido, puede ser el origen de algo mucho más grande de lo que imaginamos. Un fósil de apenas dos centímetros puede cambiar lo que creíamos saber sobre los reptiles y, de paso, hacernos preguntas que van mucho más allá de los huesos petrificados. Eso me pasó al leer el artículo sobre el descubrimiento de un fósil de lagarto de más de 231 millones de años que podría reescribir la historia de los lagartos y las serpientes tal como la conocemos. Pero lo que más me impactó no fue el dato en sí, sino lo que me despertó por dentro: la sensación de que seguimos buscando pistas de nuestro origen, no solo como especies… sino como almas.

Desde niño he sentido una fascinación rara por los fósiles. No por la parte técnica —aunque eso también me encanta—, sino por la dimensión simbólica. Pensar que un hueso puede atravesar millones de años y llegar hasta nuestras manos me parece un acto casi milagroso. Es como si el tiempo mismo nos hablara a través de lo que ha logrado preservar. Como si la Tierra nos contara secretos, esperando que sepamos escucharlos.

Este nuevo fósil encontrado en Brasil y bautizado como Taytalura alcoberi, tiene una particularidad que lo hace único: su cráneo conserva detalles que se creían perdidos en el linaje evolutivo. Y eso ha hecho que los científicos empiecen a replantear todo lo que pensaban sobre cómo se originaron y diversificaron los lagartos y las serpientes. A mí, eso me pone a pensar en cuántas otras verdades que creemos sólidas pueden venirse abajo con una nueva evidencia, una nueva mirada, una nueva conciencia.

¿Y si lo mismo pasa con nosotros? ¿Cuántas ideas hemos fossilizado sobre quiénes somos? ¿Cuántas versiones de nuestra historia personal damos por ciertas solo porque “siempre han sido así”? Tal vez también necesitamos encontrar nuestros propios fósiles internos, esas partes olvidadas de nosotros que podrían revelarnos una verdad más profunda, más auténtica.

Me he dado cuenta de que muchas veces caminamos por la vida como si ya supiéramos todo. Como si no quedara nada por descubrir. Pero basta con un hallazgo como este para recordarnos que el mundo sigue sorprendiéndonos. Que la ciencia no está peleada con la espiritualidad, sino que pueden convivir y complementarse. Porque entender de dónde venimos —como especies y como personas— no solo es un acto de conocimiento, sino de humildad. Y esa humildad es la que nos permite evolucionar de verdad.

En mi blog personal El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, muchas veces escribo sobre la necesidad de integrar el conocimiento técnico con la experiencia humana. Y este tema me parece una excusa perfecta para hacerlo. Porque si bien el fósil habla de reptiles, el mensaje es para nosotros. Nos invita a mirar hacia atrás, sí, pero no para quedarnos en la nostalgia del pasado, sino para entender lo que aún podemos construir en el presente. Con más conciencia. Con más sentido. Con más verdad.

Me gusta pensar que en cada uno de nosotros hay partes que aún no han sido descubiertas. Hay talentos que no han sido activados, heridas que no han sido sanadas, preguntas que aún no han sido formuladas. Y así como los paleontólogos excavan capas de tierra buscando respuestas, nosotros también podemos hacer nuestro propio trabajo interior: escarbar en nuestras memorias, en nuestros vínculos, en nuestras historias familiares. Y sí, también en nuestra espiritualidad.

El fósil de Taytalura me recordó algo que escribí en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías: “Dios no está solo en lo grandioso, está también en lo diminuto que contiene siglos de sabiduría”. Y tal vez por eso me conmueve tanto pensar que un pequeño cráneo de hace millones de años puede ser la clave para entender una parte olvidada de nuestra historia. Porque me habla del poder que tienen las cosas pequeñas cuando se miran con amor y atención.

Hoy, como joven, como ser humano, como parte de una generación que busca sentido en medio de tanta información, creo que necesitamos recuperar esa mirada de asombro. Esa capacidad de dejarnos maravillar por lo que parece insignificante. Porque solo así podremos hacer una pausa entre tanta rapidez y preguntarnos: ¿hacia dónde vamos? ¿Quiénes somos más allá del nombre, el número de seguidores o el título profesional?

Tal vez no se trata solo de entender el origen de las serpientes o los lagartos, sino de abrirnos a entendernos a nosotros mismos. Como si también fuéramos parte de una evolución que no ha terminado. Como si estuviéramos hechos de materia antigua, sí, pero también de preguntas nuevas.

Y por eso, si este blog despertó en ti alguna curiosidad, alguna duda o simplemente una necesidad de conversar, quiero que sepas que no estás solo. Yo también estoy en esa búsqueda. También tengo mis días de confusión y mis momentos de claridad. También me hago preguntas que a veces no tienen respuesta. Pero estoy aquí. Escribiendo, compartiendo, tratando de vivir con más verdad, como lo decía mi abuelo en uno de sus Mensajes Sabatinos: “Quien busca el origen, se acerca al propósito”.

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lunes, 30 de junio de 2025

Entre likes y silencios: lo que no contamos cuando estamos conectados



A veces me pregunto si realmente estamos tan conectados como creemos. Si ese scroll infinito que hacemos cada noche antes de dormir nos acerca a alguien o solo nos aleja de nosotros mismos. Si los likes que recibimos son abrazos o simples pulsos de dopamina que se desvanecen en segundos. Y sobre todo, me pregunto: ¿qué estamos callando mientras posteamos?

Tengo 21 años y, como muchos de mi generación, crecí con un celular en la mano. Las redes sociales no son solo una herramienta, son parte del paisaje emocional de nuestras vidas. Pero últimamente, he sentido que algo no está bien. Que hay una tristeza flotando en el aire digital, una ansiedad disfrazada de filtros y hashtags. Y no soy el único que lo percibe.

Un estudio reciente de la Universidad de Cambridge reveló que los adolescentes con problemas de salud mental pasan, en promedio, 50 minutos más al día en redes sociales que aquellos sin estos problemas. Además, son más propensos a compararse con los demás, a sentirse afectados por los comentarios y a tener dificultades para controlar el tiempo que pasan en estas plataformas .

Esto me hizo pensar en mis propios hábitos. ¿Cuántas veces he sentido que no soy suficiente al ver las vidas perfectas de otros en Instagram? ¿Cuántas veces he buscado validación en un like o en un comentario? ¿Y cuántas veces he ignorado mis propias emociones por estar demasiado ocupado viendo las de los demás?

La verdad es que las redes sociales pueden ser un espacio de conexión, pero también un espejo distorsionado. Nos muestran versiones editadas de la realidad, donde todo es felicidad, éxito y belleza. Pero detrás de esas imágenes, hay historias no contadas, luchas internas y silencios que gritan.

Recuerdo una vez que una amiga subió una foto sonriendo en la playa, con el caption “feliz y agradecida”. Días después, me confesó que estaba atravesando una depresión profunda. Esa imagen, que para muchos representaba alegría, era en realidad una máscara. Y como ella, muchos más.

La comparación constante, la necesidad de aprobación y la exposición a contenido negativo pueden afectar seriamente nuestra salud mental. Un informe de la HHS.gov indica que los adolescentes que pasan más de 3 horas al día en redes sociales tienen el doble de riesgo de sufrir problemas de salud mental, incluidos síntomas de depresión y ansiedad .

Entonces, ¿qué podemos hacer? No se trata de demonizar las redes sociales, sino de usarlas con conciencia. De recordar que lo que vemos no siempre es la realidad completa. De tomarnos el tiempo para desconectarnos y reconectar con nosotros mismos.

He aprendido que está bien no estar bien. Que no necesitamos fingir felicidad todo el tiempo. Que es válido pedir ayuda, hablar de nuestras emociones y establecer límites. Y que, a veces, el acto más valiente es ser auténtico en un mundo que premia las apariencias.

Si te sientes abrumado por las redes sociales, si notas que afectan tu bienestar emocional, te invito a hacer una pausa. A reflexionar sobre cómo te hacen sentir y a buscar apoyo si lo necesitas. No estás solo en esto.

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domingo, 29 de junio de 2025

La nariz que ve más de lo que vemos: los gatos, su olfato y lo que no entendemos


A veces pienso que los gatos están en otra dimensión. No lo digo como chiste ni por repetir memes. Lo digo de verdad. Uno los ve quietos, observando un punto fijo en el aire, olfateando algo que nosotros ni notamos, siguiendo con la mirada un rastro invisible, y uno se pregunta: ¿qué ven? ¿qué saben que nosotros no?

Desde que era niño he convivido con gatos. No como esos dueños que los dejan afuera todo el día o los tienen como decoración. No. Gatos de verdad. De esos que escogen la cama donde vas a dormir, que te acompañan al baño como si fueran guardaespaldas, que se acomodan justo donde no deberían pero que no puedes mover porque sabes que son ellos los que deciden. Gatos que huelen todo. Todo. Incluso lo que no tiene olor para nosotros.

Hace poco leí un artículo en El Tiempo sobre los riesgos que corren los gatos domésticos al salir de aventura al aire libre. En especial, hablaban de intoxicaciones por plantas, venenos, restos de comida y hasta sustancias que usamos en casa creyendo que son seguras. Eso me hizo pensar: ¿y si sus narices fueran más sabias que nuestros ojos? ¿Y si olfatear fuera su forma de leer el mundo?

A mí siempre me enseñaron que los animales tienen sentidos más agudos que nosotros. Pero una cosa es saberlo y otra sentirlo. Verlo. Vivirlo. Ver cómo un gato entra a una habitación y antes de mirar, huele. Como si su nariz pudiera detectar emociones, intenciones, presencias. Como si supiera si ese lugar es seguro o no, antes de que su cerebro lo razone. Y ahí fue cuando conecté una idea que ya me rondaba hace tiempo: su nariz es un laboratorio. Uno que no necesita microscopios, solo tiempo, silencio y confianza.

Un día, vi a mi gata sentarse frente a una planta del jardín. Era una lavanda. No hacía nada, solo la olía. Pero lo hacía como si estuviera leyendo un poema. Con pausa, con intensidad, con un respeto raro. No la mordió, no jugó con ella. Solo la olfateó como si en ese aroma hubiera un mensaje oculto que solo ella podía descifrar. Y yo, desde la ventana, la miraba como se mira a alguien que sabe algo que tú aún no entiendes.

Eso me hizo recordar una conversación que tuve con alguien cercano. Hablábamos de cómo, a veces, los humanos nos hemos desconectado tanto de nuestros propios sentidos que dependemos de pantallas, relojes, sensores… mientras que los gatos, sin más que su cuerpo y su instinto, navegan por el mundo sabiendo exactamente qué hacer, cuándo alejarse, cuándo quedarse, cuándo esconderse. Oler para ellos no es solo captar un olor. Es saber. Es recordar. Es sobrevivir.

Y claro, también hay riesgos. Como los que menciona el artículo. Porque aunque ellos tengan una nariz increíble, nosotros hemos construido un mundo lleno de trampas químicas: ambientadores, insecticidas, productos de limpieza, restos de comida rápida que no se descomponen pero envenenan, plantas decorativas que matan lentamente, desechos humanos que ellos no entienden… y todo eso lo tienen que interpretar a través de ese pequeño órgano que tienen en el hocico. Es como pedirle a alguien que adivine si un plato está envenenado solo por el aroma. Y ellos lo hacen. O al menos lo intentan.

Por eso me parece injusto cuando alguien dice “es que los gatos se cuidan solos”. No. Se cuidan con lo que pueden. Con lo que les dimos biológicamente. Pero el mundo que les creamos no fue diseñado para su olfato. Fue hecho para nuestra comodidad visual. Para que todo se vea limpio, se vea bonito, se vea moderno… aunque huela a muerte para ellos.

En mi blog personal he hablado de la forma en que los animales nos enseñan sin palabras (El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo). Este tema me toca profundamente porque siento que el olfato de un gato nos recuerda algo que olvidamos como humanos: la importancia de estar presentes. De conectar con el entorno desde lo sutil. De saber cuándo algo huele bien, no solo en el sentido literal, sino en el metafórico. “Esto no me huele bien”, decimos a veces. Y casi siempre, tenemos razón. Porque el cuerpo sabe antes que la mente. Y los gatos viven ahí, en ese saber físico, sensorial, ancestral.

Así que si tienes un gato, obsérvalo. Aprende de su forma de oler. Mira qué huele antes de acercarse. Nota cómo se aleja de lo que tú crees que está limpio. Pregúntate qué le estás obligando a respirar. Y si puedes, adapta tu entorno para que su nariz no tenga que trabajar tanto. Ventila. Cambia productos. Investiga. Haz preguntas. Tu casa puede ser un hogar o un campo minado invisible. Y su nariz será siempre la primera en avisarte.

Yo, por mi parte, trato de hacer pequeños cambios. No perfumo donde duerme. Reviso las etiquetas. Dejo que me guíe cuando se detiene a oler algo por mucho tiempo. Y sobre todo, lo escucho sin palabras. Porque un gato que huele es un maestro en silencio. Y si uno sabe mirar bien, ese maestro puede enseñarte más de lo que cualquier libro dice.


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sábado, 28 de junio de 2025

Cuando un gato se pierde en la aventura: lo que no te cuentan de su libertad



A veces creemos que la libertad es simplemente dejar ir. Soltar la cuerda, abrir la puerta y dejar que el otro explore. En el caso de los gatos, esa libertad se parece mucho a la nuestra cuando sentimos que ya nada nos detiene. Pero lo que pocos se preguntan es: ¿estamos listos para esa libertad? ¿Sabemos lo que hay afuera? ¿Quién cuida a quien cuando parece que todo está bajo control?

Vi la noticia hace poco en El Tiempo. Decía algo así como que los gatos domésticos que salen a explorar al aire libre se enfrentan a muchos riesgos: desde intoxicaciones hasta ataques de otros animales, o incluso personas malintencionadas. Y sí, aunque parezca exagerado, pasa. Mucho más de lo que creemos. Y lo peor es que muchos de esos gatos no vuelven.

Yo no soy veterinario, pero sí he tenido gatos. Gatos reales, de esos que maúllan por comida, que duermen en tus pies, que se esconden cuando llueve fuerte, que parecen desaparecer cuando tú más los necesitas, pero que también regresan cuando menos te lo esperas y te miran como si nunca se hubieran ido. Gatos que se sienten parte de la familia, aunque tengan espíritu libre. Y por eso me duele tanto cuando alguien dice: “Es que a los gatos no se les puede encerrar”. Como si “cuidar” fuera lo mismo que “encarcelar”.

No quiero sonar como si tuviera todas las respuestas, porque no las tengo. Pero sí he aprendido a hacerme buenas preguntas. Y una de ellas es esta: ¿Qué entendemos realmente por bienestar? ¿El de ellos o el nuestro?

Un gato no habla, pero su cuerpo grita cuando algo va mal. Las intoxicaciones por plantas, por comida en mal estado, por productos de limpieza, por veneno que otras personas usan sin pensar... eso no se ve en una foto de Instagram. No se nota cuando lo dejas salir y él se emociona por oler un arbusto o por perseguir un insecto. Pero cuando vuelve —si vuelve— con el estómago inflamado, sin ánimo o con una herida, ahí sí preguntamos por qué.

A veces me pasa igual con la vida misma. Nos aventuramos sin saber. Nos lanzamos a lo desconocido buscando ser libres, pero sin conocer el mapa. Sin tener idea de las rutas, los peligros ni los refugios. Y luego regresamos heridos, confundidos, esperando que alguien nos entienda. Como esos gatos que vuelven cojeando después de pelear o de envenenarse sin saberlo.

En casa, aprendí que la libertad también se protege. Que una cosa es controlar y otra es cuidar. Que amar no es encerrar, pero tampoco soltar sin acompañar. Me lo enseñó mi familia, en conversaciones silenciosas con mi mamá, mi papá, con Julio, con las muchas cosas que hemos vivido y sentido. Me lo enseñaron los errores, pero también la intuición. Y hoy lo aplico en todo: con las personas que quiero, con los animales, incluso conmigo mismo.

Algunos podrían decir: “Déjalos ser”. Y sí, ojalá todos pudiéramos ser sin miedo. Pero el mundo —y eso lo aprendí temprano— no siempre está listo para quienes se sueltan sin saber cuidarse. Por eso, hablar de esto no es limitar, es responsabilizar. Es ver al otro como un ser que siente, que tiene derecho a la aventura, sí, pero también al regreso seguro.

En mi blog escribí hace un tiempo sobre lo que significa estar presente con los que amamos (El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo). Y no me refería solo a personas. Los animales también sienten nuestra presencia o nuestra ausencia. También aprenden de nuestras rutinas, de nuestros silencios, de nuestras decisiones. El gato que duerme contigo también está aprendiendo de ti. Y si tú no lo sabes cuidar, ¿quién lo hará?

No quiero que este texto suene a sermón. Ojalá se lea como lo que es: una reflexión de alguien que aún está aprendiendo, que a sus 21 años ha visto muchas formas de perder y de encontrar, de confiar y de fallar. Que ha visto cómo la vida se va rápido, incluso en cuatro patas. Y que entiende que la ternura es también una forma de resistencia.

Así que la próxima vez que mires a tu gato y pienses “él necesita ser libre”, piensa también: ¿qué significa esa libertad para él? ¿Tiene agua limpia, alimento seguro, un espacio donde no lo ataquen? ¿Sabe cómo defenderse? ¿Sabe cómo volver? Y tú, ¿sabrías qué hacer si no vuelve?

Yo no tengo todas las respuestas. Pero sí creo en hablar más de estos temas. En decirle a otros que cuidar a un animal no es solo ponerle comida o cambiarle la arena. Es asumir que otro ser depende de nosotros, incluso cuando no lo parece.

Y eso —te lo juro— cambia todo.


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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”


viernes, 27 de junio de 2025

Y si fue cierto… ¿cómo cambia tu forma de vivir?



Imagina que te dijeran que encontraron pruebas científicas, restos reales, rastros físicos que confirman que aquel lugar que millones de personas consideran sagrado, lo es de verdad. Que ese sepulcro, ese espacio cargado de fe, historia y silencio, sí albergó el cuerpo de un hombre que cambió el curso de la humanidad. Un hombre llamado Jesús. No como personaje de cuento, ni como símbolo cultural, sino como alguien real, vivo, humano.

Yo lo leí así, casi sin buscarlo, en una nota de noticias virales: “Hallan restos biológicos de hace 2.000 años bajo el Santo Sepulcro que confirman la veracidad del Evangelio.” Y algo dentro de mí se movió. No por el hallazgo en sí, sino por lo que representa.

Porque no es lo mismo creer por tradición, que creer con conciencia. Y no es lo mismo saber que algo pudo haber ocurrido, que enfrentarse a la posibilidad de que sí ocurrió… y que eso te mire de frente y te pregunte: ¿y ahora qué haces con esta verdad?

Yo crecí en una familia donde se habla de Dios como se habla del desayuno: con naturalidad, sin necesidad de solemnidades. Y también con dudas. Porque sí, he tenido épocas donde me pregunto si todo esto de la fe es real, o si es una forma de sostenernos cuando la vida duele. He sido el que ora… y el que no encuentra sentido. El que se siente acompañado por ese “ser supremo en el que confías”, como escribo en este blog, y el que a veces se siente hablando con una pared.

Por eso, encontrarme con noticias como esta me confronta. Porque es fácil hablar de espiritualidad desde lo simbólico. Pero cuando la arqueología, la biología y la ciencia empiezan a decir “esto sí pasó”, entonces la conversación cambia. Ya no se trata solo de fe heredada, sino de una historia que pide ser vivida en presente.

Y lo que más me impacta es que, a pesar de este tipo de hallazgos, muchos seguimos caminando la vida como si nada tuviera sentido. Seguimos viviendo desconectados, peleando por bobadas, comparándonos todo el tiempo, olvidando lo esencial. ¿Será que el problema no es si fue cierto o no… sino que no queremos que sea cierto?

Porque si fue cierto, si Jesús vivió, murió y resucitó —no solo como idea, sino como evento— entonces todo lo que nos enseñó no es una opción bonita, sino una forma de vida urgente. Y eso implica amar al otro de verdad, perdonar aunque cueste, vivir con propósito, y soltar el ego que tanto nos distrae.

Yo no soy cura ni teólogo. Soy un pelado de 21 años que ha visto a su generación perderse entre pantallas, ansiedad y expectativas absurdas. Y que también ha visto cómo la espiritualidad auténtica —esa que no juzga ni etiqueta, esa que se vive en silencio, en acciones, en decisiones— puede ser el cable a tierra que necesitamos.

Y me atrevo a decirlo así, porque lo he vivido. Porque cuando me sentí más solo, más vacío, más confundido… no fue un algoritmo el que me salvó. Fue esa fuerza que no sé explicar del todo, pero que sentí. Esa presencia que a veces llega con una canción, con un abrazo, con una oración que no suena a oración pero lo es. Como escribo en Bienvenido a mi blog, a veces lo espiritual se nos revela cuando dejamos de buscarlo con los ojos y empezamos a sentirlo con el corazón.

Por eso esta noticia, más que un titular viral, me parece un llamado. No a entrar en debates históricos, sino a hacernos una pregunta muy personal: si realmente crees que Jesús caminó por esta tierra… ¿estás viviendo como si eso significara algo?

No hablo de religiosidad impuesta. Hablo de coherencia. De integrar esa verdad —si la sientes tuya— a tus días. A tu forma de trabajar, de amar, de responder cuando te fallan, de elegir en lo pequeño. Porque si fue cierto, entonces el amor es más fuerte que el odio. Entonces la muerte no tiene la última palabra. Entonces el dolor puede redimirse. Y eso cambia todo.

Me impresiona cómo la tecnología nos permite hoy confirmar cosas que hace años eran solo relatos orales. Pero también me entristece ver que, aunque tenemos más información que nunca, muchas veces estamos más vacíos que nunca. Y eso me lleva a algo que he aprendido leyendo y compartiendo en Mensajes Sabatinos: el conocimiento sin transformación es ruido. Saber que algo ocurrió no cambia nada si no cambia tu forma de vivir.

Quizá por eso este hallazgo no ha sido noticia principal en todos los medios. Porque una cosa es conmocionarse por un descubrimiento… y otra muy distinta es dejarse transformar por él.

Hoy, desde esta esquina del mundo, escribo esto como un acto de fe. No de fe ciega, sino de fe lúcida. Una fe que se permite dudar, cuestionar, investigar… pero que también elige confiar. Porque hay cosas que no necesitan demostración científica para sentirse verdaderas.

Y si mañana alguien viniera y dijera “no, eso del Santo Sepulcro fue una confusión”, igual seguiría creyendo. Porque no creo solo por pruebas, sino por encuentros. Porque he visto cómo la vida cambia cuando decides vivir con sentido, con compasión, con conexión. Y eso, para mí, ya es milagro suficiente.

Así que si llegaste hasta aquí, no te vayas igual. Detente un momento. Respira. Y pregúntate: ¿qué pasaría si todo eso de lo que hablan los evangelios… fuera cierto?

No para que entres a una iglesia, sino para que entres en ti. Para que veas tu historia con otros ojos. Para que dejes de sobrevivir y empieces a vivir con más verdad.


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jueves, 26 de junio de 2025

La comida del futuro no solo alimenta: también aprende contigo



Hace unos años, cuando era niño, escuchaba a mis abuelos hablar de cómo cultivaban su comida, cómo sabían cuándo una fruta estaba lista solo por olerla, cómo el pan de la mañana era hecho en horno de leña. No era solo comida, era historia, cuidado, conexión. Hoy, al leer noticias como la que encontré en Revista IAlimentos sobre la inteligencia artificial en el mundo FoodTech, me pregunté algo que no pude ignorar: ¿puede una máquina entender todo eso?

Y no lo digo como quien se opone a la tecnología —sería absurdo viniendo de alguien que creció con una tablet en las manos y que estudia programación autodidacta en las noches. Lo digo como alguien que cree que la comida es más que un insumo, que el cuerpo es más que una máquina que consumir calorías, y que la inteligencia —artificial o humana— no puede olvidar el alma de lo que procesa.

El artículo plantea algo poderoso: cómo la IA está revolucionando todo lo que comemos, desde el diseño de productos alimenticios hasta la predicción de demanda y la trazabilidad. En otras palabras, algoritmos que aprenden de nuestros hábitos para ofrecernos una alimentación más precisa, más eficiente, más segura. Y claro, suena increíble. Porque sí, necesitamos eso. Con el cambio climático, la sobrepoblación, la industria cada vez más deshumanizada y el hambre creciendo, la tecnología no es un lujo. Es una herramienta urgente.

Pero también necesitamos preguntarnos: ¿estamos enseñando a la IA a alimentar cuerpos o a nutrir vidas?

No es lo mismo. Y lo aprendí no solo leyendo sobre FoodTech, sino escuchando las conversaciones reales de mi familia. Ver cómo mi mamá prepara los alimentos mientras canta, cómo mi papá mira las etiquetas buscando lo menos procesado posible, cómo en mi casa se reza antes de comer. Ahí entendí que la comida no se trata solo de lo que entra por la boca, sino de todo lo que construye alrededor: vínculos, memoria, salud mental, gratitud.

Entonces, claro que celebro los avances de empresas que usan IA para evitar desperdicios o desarrollar proteínas vegetales más sostenibles. Pero también me preocupa que nos estemos quedando con la superficie de la tecnología: que sepamos cómo hacer que una hamburguesa vegetal sepa igual que una de res, pero no sepamos cómo sentarnos a la mesa sin mirar el celular. Que podamos rastrear desde un chip el origen del tomate, pero no sepamos mirar a los ojos al agricultor que lo cultivó.

Porque a veces, lo más tecnológico no es lo más humano.

Hace poco escribí algo en mi blog personal sobre cómo vivimos una contradicción permanente: queremos un mundo más conectado pero cada vez estamos más solos. Y creo que eso también se aplica al FoodTech. Estamos conectando datos, sí. Pero ¿nos estamos conectando entre nosotros?

Imagino un futuro donde, por ejemplo, un algoritmo pueda sugerirte no solo qué debes comer para estar más sano, sino también con quién compartirlo. Donde la IA no se limite a optimizar cadenas de producción, sino que entienda las emociones detrás de la comida: el dolor de una madre que perdió su cosecha, la esperanza de un niño que recibe por primera vez un plato balanceado, la alegría de una receta ancestral que sobrevive en la voz de una abuela. Ese sería un avance de verdad.

Y claro, este tipo de reflexión no lo vas a encontrar en un laboratorio. Lo aprendí en las calles, en los almuerzos familiares, en las discusiones con mis amigos sobre veganismo y consumo consciente. Lo reforcé leyendo entradas como esta de Mensajes Sabatinos que nos recuerdan la espiritualidad cotidiana. Porque incluso comer puede ser un acto sagrado. No místico ni religioso. Sagrado en el sentido más profundo: darle al cuerpo lo que necesita, sin desconectarlo del alma.

Entonces, sí, la inteligencia artificial aplicada al mundo de los alimentos puede ser una gran aliada. Pero como todo poder, depende de quién lo use y para qué. Y aquí viene lo más difícil de aceptar: la tecnología no va a salvarnos si nosotros no cambiamos nuestra forma de vivir, consumir y compartir.

No necesitamos solo apps que calculen calorías. Necesitamos culturas que celebren el comer juntos. No necesitamos solo sensores en cultivos. Necesitamos sensibilidad para entender el impacto de lo que elegimos comprar. No necesitamos solo eficiencia. Necesitamos consciencia.

Quizá esta generación —la mía, la tuya si tienes menos de 30— no está llamada solo a innovar, sino a recordar. A recordar que comer también es un acto político, espiritual, ecológico. Que cada bocado habla de lo que somos y de lo que permitimos. Que la IA no viene a quitarnos la humanidad, pero sí puede reflejarnos qué tanto la estamos usando.

Hoy, la comida del futuro no viene enlatada. Viene programada. Pero también puede venir inspirada. Y ahí está el verdadero reto: lograr que esa tecnología no sustituya la humanidad, sino que la potencie.

Si logramos eso, quizá no solo tengamos una industria alimentaria más rentable, sino una sociedad más despierta. Una juventud que ya no solo vea en la comida un medio, sino un mensaje. Porque sí, la inteligencia artificial puede predecir lo que vamos a comer mañana… pero solo nosotros podemos decidir qué tipo de mundo queremos alimentar.


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miércoles, 25 de junio de 2025

Amar en voz baja, elegir sin etiquetas: lo que estamos intentando en esta generación



Hay algo que nos pasa a muchos de mi edad y casi nadie se atreve a decir en voz alta: el amor nos sigue importando, pero ya no nos cabe en los moldes que nos vendieron. No lo odiamos. No lo evitamos. Pero tampoco lo consumimos como antes. No queremos repetir relaciones vacías, ni prometer para siempre sin saber si mañana todavía vamos a estar enteros. Somos la Generación Z, sí. Nacimos entre pantallas, pero eso no significa que no queramos conexión real. Lo que pasa es que queremos otro tipo de verdad.

Hace poco leí un artículo del New York Times sobre cómo los jóvenes están redefiniendo el amor. Se hablaba de relaciones sin compromisos fijos, de vínculos que no se nombran, de parejas que no lo parecen y de sentimientos que se viven sin filtros ni etiquetas. Algunos lo llaman situationships. Otros, matrimonios lavanda. Pero a mí me suena más a una pregunta viva: ¿cómo queremos amarnos hoy?

No tengo todas las respuestas, pero tengo 21 años, amigos con los que converso hasta la madrugada, memorias de amores que dolieron y otros que florecieron sin reglas. Tengo también un blog donde escribo lo que no sé cómo decirle al mundo en voz alta. Y tengo la certeza de que estamos en medio de una transformación.

Mi generación no le teme al amor. Le teme a la mentira que lo rodea. Al cuento de hadas con final tóxico. Al "juntos para siempre" que en realidad fue control, dependencia o rutina sin alma. Le tememos a amar como nos dijeron que había que hacerlo, sin preguntarnos si eso nos hacía bien.

Yo aprendí algo de eso viendo a mis papás. Una relación larga, sí. Pero no perfecta. Lo que rescato de ellos no es el número de años, sino las decisiones diarias de seguir eligiéndose incluso cuando no era fácil. Y eso, curiosamente, es lo mismo que muchos jóvenes estamos intentando hoy, pero desde un lugar distinto. Queremos elegir con libertad, no con culpa. Queremos vínculos donde nadie posea a nadie. Donde lo esencial no sea la exclusividad, sino la autenticidad.

Hace unos días hablé con una amiga que lleva meses saliendo con alguien. Se ven, se cuidan, se extrañan, pero no son “novios”. No hay aniversarios ni publicaciones en redes. Y sin embargo, se nota que hay cariño real. ¿Es menos amor solo porque no tiene título? Tal vez lo que nos está pasando no es que amamos menos… sino que amamos diferente.

En Bienvenido a mi blog, mi papá alguna vez escribió que “el amor verdadero no necesita exhibirse, solo necesita vivirse con coherencia”. Me quedó sonando. Porque eso es algo que nos toca en lo profundo a los jóvenes: queremos menos espectáculo y más verdad. Menos corazones en Instagram y más presencia en las conversaciones incómodas. Menos frases prefabricadas y más miradas que digan: “no te entiendo del todo, pero me quedo”.

También es cierto que muchas de nuestras formas de amar surgen de un contexto difícil. Una economía que no da respiro. Una salud mental en crisis. Una cultura que nos empuja a siempre tener éxito, incluso en las relaciones. A veces el "no compromiso" no es frialdad, sino defensa. Un intento de protegernos en un mundo que cambia a cada rato.

No estamos huyendo del amor, estamos buscando formas que no nos asfixien. Por eso, muchos prefieren acuerdos fluidos, convivencias sin papeles, o incluso amistades tan profundas que se parecen al amor. Y eso no está mal. Lo maluco es juzgar esas decisiones desde una moral antigua que solo conoce una forma de vincularse.

En Mensajes Sabatinos se habla mucho de esas nuevas formas de habitar lo humano. Ahí encontré una frase que me golpeó con dulzura: “Quien ama, no siempre quiere quedarse. Pero quien se queda, no siempre ama de verdad.” Y me hizo pensar en todas las veces que nos quedamos por costumbre o por miedo, no por amor real.

Creo que estamos aprendiendo a dejar ir, a no aferrarnos. A entender que a veces el amor verdadero también se demuestra sabiendo soltar. Que no todas las relaciones tienen que durar, pero todas deberían dejarnos algo: una risa, una cicatriz, una lección. Como decía mi abuelo: “Lo importante no es cuánto dura una historia, sino cuánta vida tuvo dentro.”

También veo cómo muchos de nosotros nos estamos cansando del algoritmo. Las aplicaciones de citas se volvieron como menús de supermercado emocional. Y aunque pueden ser útiles, cada vez más personas prefieren conocerse en la vida real. En un concierto, en una biblioteca, en una conversación sin filtros. Buscamos lo que no se puede programar. Lo que no viene con “match” automático.

En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, he aprendido que incluso en lo espiritual, el amor es movimiento. No se encierra, no se impone. Se elige. Y eso me conecta con una idea que me ronda últimamente: tal vez el amor más puro es el que no busca poseer, sino acompañar.

Y sí, algunos dirán que esta generación no sabe amar. Que somos fríos, que no nos comprometemos. Pero yo digo que sí sabemos, solo que lo estamos intentando a nuestra manera. Con dudas, con contradicciones, con miedo a veces… pero con honestidad. Porque el amor real, el que vale la pena, no nace de la perfección, sino de la sinceridad.

Hoy quiero cerrar esta reflexión con algo que me digo a mí mismo cuando siento que me estoy perdiendo en medio de tanto ruido: no te olvides de sentir. No analices tanto. No compares tanto. No sigas fórmulas. El amor no es una meta. Es un camino que se construye de a dos. O de a tres. O incluso solo… mientras aprendes a amarte como nadie más lo ha hecho.


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— Juan Manuel Moreno Ocampo
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