domingo, 29 de junio de 2025

La nariz que ve más de lo que vemos: los gatos, su olfato y lo que no entendemos


A veces pienso que los gatos están en otra dimensión. No lo digo como chiste ni por repetir memes. Lo digo de verdad. Uno los ve quietos, observando un punto fijo en el aire, olfateando algo que nosotros ni notamos, siguiendo con la mirada un rastro invisible, y uno se pregunta: ¿qué ven? ¿qué saben que nosotros no?

Desde que era niño he convivido con gatos. No como esos dueños que los dejan afuera todo el día o los tienen como decoración. No. Gatos de verdad. De esos que escogen la cama donde vas a dormir, que te acompañan al baño como si fueran guardaespaldas, que se acomodan justo donde no deberían pero que no puedes mover porque sabes que son ellos los que deciden. Gatos que huelen todo. Todo. Incluso lo que no tiene olor para nosotros.

Hace poco leí un artículo en El Tiempo sobre los riesgos que corren los gatos domésticos al salir de aventura al aire libre. En especial, hablaban de intoxicaciones por plantas, venenos, restos de comida y hasta sustancias que usamos en casa creyendo que son seguras. Eso me hizo pensar: ¿y si sus narices fueran más sabias que nuestros ojos? ¿Y si olfatear fuera su forma de leer el mundo?

A mí siempre me enseñaron que los animales tienen sentidos más agudos que nosotros. Pero una cosa es saberlo y otra sentirlo. Verlo. Vivirlo. Ver cómo un gato entra a una habitación y antes de mirar, huele. Como si su nariz pudiera detectar emociones, intenciones, presencias. Como si supiera si ese lugar es seguro o no, antes de que su cerebro lo razone. Y ahí fue cuando conecté una idea que ya me rondaba hace tiempo: su nariz es un laboratorio. Uno que no necesita microscopios, solo tiempo, silencio y confianza.

Un día, vi a mi gata sentarse frente a una planta del jardín. Era una lavanda. No hacía nada, solo la olía. Pero lo hacía como si estuviera leyendo un poema. Con pausa, con intensidad, con un respeto raro. No la mordió, no jugó con ella. Solo la olfateó como si en ese aroma hubiera un mensaje oculto que solo ella podía descifrar. Y yo, desde la ventana, la miraba como se mira a alguien que sabe algo que tú aún no entiendes.

Eso me hizo recordar una conversación que tuve con alguien cercano. Hablábamos de cómo, a veces, los humanos nos hemos desconectado tanto de nuestros propios sentidos que dependemos de pantallas, relojes, sensores… mientras que los gatos, sin más que su cuerpo y su instinto, navegan por el mundo sabiendo exactamente qué hacer, cuándo alejarse, cuándo quedarse, cuándo esconderse. Oler para ellos no es solo captar un olor. Es saber. Es recordar. Es sobrevivir.

Y claro, también hay riesgos. Como los que menciona el artículo. Porque aunque ellos tengan una nariz increíble, nosotros hemos construido un mundo lleno de trampas químicas: ambientadores, insecticidas, productos de limpieza, restos de comida rápida que no se descomponen pero envenenan, plantas decorativas que matan lentamente, desechos humanos que ellos no entienden… y todo eso lo tienen que interpretar a través de ese pequeño órgano que tienen en el hocico. Es como pedirle a alguien que adivine si un plato está envenenado solo por el aroma. Y ellos lo hacen. O al menos lo intentan.

Por eso me parece injusto cuando alguien dice “es que los gatos se cuidan solos”. No. Se cuidan con lo que pueden. Con lo que les dimos biológicamente. Pero el mundo que les creamos no fue diseñado para su olfato. Fue hecho para nuestra comodidad visual. Para que todo se vea limpio, se vea bonito, se vea moderno… aunque huela a muerte para ellos.

En mi blog personal he hablado de la forma en que los animales nos enseñan sin palabras (El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo). Este tema me toca profundamente porque siento que el olfato de un gato nos recuerda algo que olvidamos como humanos: la importancia de estar presentes. De conectar con el entorno desde lo sutil. De saber cuándo algo huele bien, no solo en el sentido literal, sino en el metafórico. “Esto no me huele bien”, decimos a veces. Y casi siempre, tenemos razón. Porque el cuerpo sabe antes que la mente. Y los gatos viven ahí, en ese saber físico, sensorial, ancestral.

Así que si tienes un gato, obsérvalo. Aprende de su forma de oler. Mira qué huele antes de acercarse. Nota cómo se aleja de lo que tú crees que está limpio. Pregúntate qué le estás obligando a respirar. Y si puedes, adapta tu entorno para que su nariz no tenga que trabajar tanto. Ventila. Cambia productos. Investiga. Haz preguntas. Tu casa puede ser un hogar o un campo minado invisible. Y su nariz será siempre la primera en avisarte.

Yo, por mi parte, trato de hacer pequeños cambios. No perfumo donde duerme. Reviso las etiquetas. Dejo que me guíe cuando se detiene a oler algo por mucho tiempo. Y sobre todo, lo escucho sin palabras. Porque un gato que huele es un maestro en silencio. Y si uno sabe mirar bien, ese maestro puede enseñarte más de lo que cualquier libro dice.


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