sábado, 28 de junio de 2025

Cuando un gato se pierde en la aventura: lo que no te cuentan de su libertad



A veces creemos que la libertad es simplemente dejar ir. Soltar la cuerda, abrir la puerta y dejar que el otro explore. En el caso de los gatos, esa libertad se parece mucho a la nuestra cuando sentimos que ya nada nos detiene. Pero lo que pocos se preguntan es: ¿estamos listos para esa libertad? ¿Sabemos lo que hay afuera? ¿Quién cuida a quien cuando parece que todo está bajo control?

Vi la noticia hace poco en El Tiempo. Decía algo así como que los gatos domésticos que salen a explorar al aire libre se enfrentan a muchos riesgos: desde intoxicaciones hasta ataques de otros animales, o incluso personas malintencionadas. Y sí, aunque parezca exagerado, pasa. Mucho más de lo que creemos. Y lo peor es que muchos de esos gatos no vuelven.

Yo no soy veterinario, pero sí he tenido gatos. Gatos reales, de esos que maúllan por comida, que duermen en tus pies, que se esconden cuando llueve fuerte, que parecen desaparecer cuando tú más los necesitas, pero que también regresan cuando menos te lo esperas y te miran como si nunca se hubieran ido. Gatos que se sienten parte de la familia, aunque tengan espíritu libre. Y por eso me duele tanto cuando alguien dice: “Es que a los gatos no se les puede encerrar”. Como si “cuidar” fuera lo mismo que “encarcelar”.

No quiero sonar como si tuviera todas las respuestas, porque no las tengo. Pero sí he aprendido a hacerme buenas preguntas. Y una de ellas es esta: ¿Qué entendemos realmente por bienestar? ¿El de ellos o el nuestro?

Un gato no habla, pero su cuerpo grita cuando algo va mal. Las intoxicaciones por plantas, por comida en mal estado, por productos de limpieza, por veneno que otras personas usan sin pensar... eso no se ve en una foto de Instagram. No se nota cuando lo dejas salir y él se emociona por oler un arbusto o por perseguir un insecto. Pero cuando vuelve —si vuelve— con el estómago inflamado, sin ánimo o con una herida, ahí sí preguntamos por qué.

A veces me pasa igual con la vida misma. Nos aventuramos sin saber. Nos lanzamos a lo desconocido buscando ser libres, pero sin conocer el mapa. Sin tener idea de las rutas, los peligros ni los refugios. Y luego regresamos heridos, confundidos, esperando que alguien nos entienda. Como esos gatos que vuelven cojeando después de pelear o de envenenarse sin saberlo.

En casa, aprendí que la libertad también se protege. Que una cosa es controlar y otra es cuidar. Que amar no es encerrar, pero tampoco soltar sin acompañar. Me lo enseñó mi familia, en conversaciones silenciosas con mi mamá, mi papá, con Julio, con las muchas cosas que hemos vivido y sentido. Me lo enseñaron los errores, pero también la intuición. Y hoy lo aplico en todo: con las personas que quiero, con los animales, incluso conmigo mismo.

Algunos podrían decir: “Déjalos ser”. Y sí, ojalá todos pudiéramos ser sin miedo. Pero el mundo —y eso lo aprendí temprano— no siempre está listo para quienes se sueltan sin saber cuidarse. Por eso, hablar de esto no es limitar, es responsabilizar. Es ver al otro como un ser que siente, que tiene derecho a la aventura, sí, pero también al regreso seguro.

En mi blog escribí hace un tiempo sobre lo que significa estar presente con los que amamos (El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo). Y no me refería solo a personas. Los animales también sienten nuestra presencia o nuestra ausencia. También aprenden de nuestras rutinas, de nuestros silencios, de nuestras decisiones. El gato que duerme contigo también está aprendiendo de ti. Y si tú no lo sabes cuidar, ¿quién lo hará?

No quiero que este texto suene a sermón. Ojalá se lea como lo que es: una reflexión de alguien que aún está aprendiendo, que a sus 21 años ha visto muchas formas de perder y de encontrar, de confiar y de fallar. Que ha visto cómo la vida se va rápido, incluso en cuatro patas. Y que entiende que la ternura es también una forma de resistencia.

Así que la próxima vez que mires a tu gato y pienses “él necesita ser libre”, piensa también: ¿qué significa esa libertad para él? ¿Tiene agua limpia, alimento seguro, un espacio donde no lo ataquen? ¿Sabe cómo defenderse? ¿Sabe cómo volver? Y tú, ¿sabrías qué hacer si no vuelve?

Yo no tengo todas las respuestas. Pero sí creo en hablar más de estos temas. En decirle a otros que cuidar a un animal no es solo ponerle comida o cambiarle la arena. Es asumir que otro ser depende de nosotros, incluso cuando no lo parece.

Y eso —te lo juro— cambia todo.


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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”


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