Hay algo profundamente triste en cómo la sociedad ha transformado la ternura en espectáculo.
Nos hemos acostumbrado a ver animales disfrazados, bailando o haciendo “trucos” para las redes, sin notar que detrás de cada gesto que parece gracioso puede esconderse incomodidad, miedo o simple resignación.
Y no lo digo desde la superioridad moral de quien nunca se ha reído con un video viral. Lo digo desde la consciencia que llega cuando uno empieza a mirar más allá de la pantalla… y ve el alma detrás de los ojos de un perro.
Cuando era niño, tuve un perro llamado Simón. Era travieso, libre, lleno de energía. No soportaba los collares apretados ni las corbatas navideñas que insistíamos en ponerle para las fotos familiares.
Un día, mientras intentábamos hacerle posar con un gorrito ridículo, me miró con una mezcla de tristeza y paciencia.
Ese fue el día en que entendí —aunque todavía sin palabras— que él no era un muñeco.
Era alguien.
Y ese alguien merecía respeto.
Años después, la ciencia confirmó lo que mi intuición infantil ya sabía: los animales sienten.
Sienten placer, miedo, ansiedad, alegría y también estrés cuando los exponemos a cosas que no entienden o que los hacen vulnerables.
Un estudio de la Universidad de Lincoln demostró que incluso los gatos “tolerantes” —los que parecen indiferentes en los videos— muestran signos de angustia: orejas hacia atrás, respiración acelerada, ojos vidriosos.
Y sin embargo, seguimos haciéndolo. Seguimos poniendo a nuestros perros en TikTok con gafas de sol o pintando su pelo con colores “para Halloween”.
El problema no es la risa. El problema es cuando la risa cuesta una vida silenciosa.
Vivimos una época extraña, donde la empatía se mide por “likes” y el sufrimiento se esconde detrás de filtros bonitos.
Y eso me hace pensar en lo que escribí alguna vez en mi blog “El valor de mirar despacio”: estamos perdiendo la capacidad de sentir sin convertirlo todo en contenido.
Cuando grabamos a un perro temblando en lugar de protegerlo, ya no estamos acompañando… estamos consumiendo.
Y ahí se rompe algo esencial entre nosotros y ellos: la confianza.
He escuchado muchas veces la frase “mi perro es como mi hijo”, pero la forma en que tratamos a esos “hijos” dice mucho más que las palabras.
El amor verdadero no necesita disfraces, necesita presencia.
Jugar con ellos sin obligarlos, dejar que corran sin miedo, hablarles como seres que comprenden el tono de nuestra voz.
La felicidad de un perro no se mide en seguidores, sino en libertad.
La tecnología, que tantas cosas buenas ha traído, también nos ha vuelto un poco ciegos.
Nos hace creer que todo debe ser compartido, que todo vale si es “tierno” o “viral”.
Y olvidamos lo que realmente vale: el vínculo real, el momento no grabado, el cariño sin público.
Por eso, cuando veo una cuenta con millones de vistas a costa de un animal que claramente no está disfrutando, me pregunto:
¿en qué momento empezamos a olvidar que ellos también sienten vergüenza, cansancio, incomodidad?
Cuidar de un perro, de un gato o de cualquier ser vivo no debería ser una tendencia, sino una responsabilidad ética.
Y tal vez ahí está la clave de todo: el respeto empieza donde termina la necesidad de exhibir.
En lugar de buscar el disfraz más gracioso, podríamos buscar el juego más sincero.
Los perros tienen una forma única de invitarnos al presente: con una pelota, una mirada o un simple movimiento de cola.
Y si aceptamos esa invitación sin máscaras ni artificios, ellos nos enseñan algo que ningún “like” puede dar: alegría auténtica.
Cuando hablo de esto, no puedo evitar pensar en lo que he leído en el blog “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías”.
Allí se habla de la conexión con lo divino a través de lo simple.
Quizás los animales son uno de esos puentes silenciosos entre lo humano y lo espiritual.
Nos muestran lo que es amar sin condiciones, servir sin interés y confiar incluso cuando no entendemos todo.
Y sin embargo, nosotros —tan “racionales”— a veces olvidamos lo sagrado que hay en cada ser que respira.
No quiero que este texto suene a sermón.
Quiero que suene a llamado.
A ese pequeño instante de conciencia que cambia la forma en que miramos a quienes dependen de nosotros.
Porque el maltrato no siempre es un golpe. A veces es la indiferencia, el exceso, el ridículo o el abandono disfrazado de diversión.
Y si de verdad queremos un mundo mejor, hay que empezar por reconocer el sufrimiento silencioso de quienes no pueden decir “basta”.
A veces pienso que los perros son los verdaderos maestros de la empatía.
Nos aman sin saber si lo merecemos.
Nos esperan sin pedir explicaciones.
Nos perdonan incluso cuando fallamos.
Y lo hacen todo sin palabras.
Quizás por eso el amor humano se ha vuelto tan complicado: porque hemos olvidado la sencillez del amor sin espectáculo.
Un amor que no necesita ser visto para ser real.
Hace poco, una amiga me contó que su perro se asustaba cada vez que veía un celular apuntándole.
“Ya sabe que viene la foto”, dijo.
Y me quedé pensando… ¿qué tipo de vínculo estamos construyendo cuando nuestro cariño genera miedo?
¿No deberíamos ser su refugio, no su escenario?
Creo que este tema va más allá del trato hacia los animales.
Habla de cómo tratamos la vida misma.
De cómo convertimos todo —personas, paisajes, momentos— en producto visual.
De cómo olvidamos que lo valioso muchas veces no se muestra, se vive.
Y si somos capaces de ver a un perro como un ser con emociones y dignidad, también podremos ver con otros ojos al mundo entero.
Porque respetar a un animal no es un gesto menor: es una forma de entrenar el alma para respetar lo que no entiende pero siente.
El día que entendamos que un perro no necesita disfraz para hacernos reír, habremos dado un paso hacia una humanidad más consciente.
El humor puede ser hermoso cuando nace del juego libre, de la complicidad y del respeto mutuo.
Y es que cuidar no quita diversión; la transforma.
Una caminata bajo la lluvia, una carrera improvisada en el parque, una siesta compartida… esas son las verdaderas historias que valen la pena contar.
No necesitan filtros, solo verdad.
Así que la próxima vez que alguien te envíe un video de un perro disfrazado, no lo juzgues, pero piensa.
Pregúntate si ese animal está disfrutando tanto como tú.
Y si la respuesta es “no lo sé”, ahí empieza la empatía.
Porque la empatía no siempre tiene respuestas; a veces solo tiene preguntas que incomodan y transforman.
Quizás cuidar de un perro —de verdad— sea uno de los actos más revolucionarios de esta época digital.
Un acto silencioso, invisible y profundamente humano.
No por compasión, sino por justicia.
Porque ellos confían en nosotros de una manera que pocos humanos son capaces de hacerlo.
Y esa confianza es un regalo demasiado grande como para tratarla como entretenimiento.
No, los perros no son juguetes.
Son almas que caminan junto a nosotros recordándonos que la vida no se mide en vistas, sino en vínculos.
Y cuando aprendes eso, ya no puedes mirar igual.
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— Juan Manuel Moreno Ocampo
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