martes, 21 de octubre de 2025

No humanizar?



Alguna vez me dijeron: “No lo humanices”.

Recuerdo que lo dijeron en tono de advertencia, casi como si empatizar fuera un error, como si sentir con otro ser —aunque no hablara mi idioma— fuera una forma de debilidad. Pero desde entonces me quedó sonando la pregunta: ¿qué tanto de “humanizar” es realmente un problema, y qué tanto es, en el fondo, la forma más pura de reconocer que no somos los únicos que sienten?

Con el tiempo me di cuenta de que esa frase, “no lo humanices”, se repite demasiado, pero casi nunca se explica. A veces la escuchas cuando alguien ve a su gato esconderse bajo la cama y dice que “está triste”, o cuando otro afirma que su perro “se puso celoso”. Y sí, desde la ciencia se le llama antropomorfizar, atribuir cualidades humanas a otros animales. Pero lo que pocas veces se dice es que no todo antropomorfismo es ingenuo: también puede ser un puente.

Humanizar, cuando se hace desde la ignorancia, puede distorsionar la realidad. Pero cuando se hace desde la empatía consciente, puede acercarnos a algo más grande que nosotros mismos.

No se trata de imaginar que un perro se enoja porque le quitaste el sofá, ni que un gato te ignora por despecho. Se trata de mirar con humildad y reconocer que existen otras formas de sentir, de comunicarse, de ser.

Lo curioso es que el ser humano, con toda su tecnología y su capacidad de análisis, sigue tropezando en lo básico: reconocer el alma que late fuera de su especie.

En 2012, un grupo de neurocientíficos firmó la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia, afirmando que muchos animales —perros, gatos, aves, pulpos, elefantes— poseen sustratos neurológicos que les permiten experimentar emociones y estados subjetivos. Es decir, sienten. No como nosotros, pero sienten.

Esa frase cambió mucho más que la ciencia. Fue una invitación a mirar distinto, a abandonar la soberbia de creer que solo los humanos son conscientes, y a abrirnos a la posibilidad de que la conciencia no sea un privilegio, sino una manifestación universal de la vida.

He aprendido, observando a mi alrededor, que la empatía no nos hace débiles.
Nos hace más lúcidos.
Nos ayuda a ver que el perro que rompe cosas cuando lo dejas solo no “se venga”, sino que sufre ansiedad. Que el gato que se esconde cuando llegan visitas no “te desprecia”, sino que busca refugio. Que el conejo que se queda inmóvil cuando lo alzas no “se deja consentir”, sino que está paralizado por miedo.

Entender eso requiere información, sí, pero también sensibilidad. Porque no basta con leer sobre etología o comportamiento animal si uno no se permite sentir. La información sin conexión se convierte en datos fríos; la emoción sin conocimiento se vuelve proyección. El equilibrio está en conocer y sentir, al mismo tiempo.

A veces me gusta pensar que el verdadero error no está en humanizar, sino en deshumanizarnos.
Nos hemos vuelto tan racionales, tan productivos, tan conectados a pantallas, que olvidamos mirar al ojo de otro ser con presencia. Nos cuesta sostener la mirada de un perro sin revisar el celular, o detenernos un minuto frente a un árbol sin sentir que “perdemos el tiempo”.

Y no se trata solo de animales.
También “no humanizamos” a las personas: al conductor del bus, al cajero del supermercado, al vigilante que ves cada mañana. Los vemos, pero no los miramos. Los escuchamos, pero no los oímos. Les hablamos, pero no los sentimos.

Quizás por eso cuando alguien habla con ternura de su perro o su gato, hay quienes responden con ironía: “no lo humanices”. Porque el mundo se ha acostumbrado a protegerse del amor con sarcasmo.
Nos da miedo sentir porque tememos sufrir. Pero sin ese riesgo, no hay vínculo, no hay aprendizaje, no hay evolución.

Hace poco leí un texto en el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, donde se hablaba de la capacidad que tienen los animales de enseñarnos el amor incondicional. No ese amor idealizado de las películas, sino el amor que no exige, que no mide, que simplemente está.
Y me hizo pensar que tal vez la espiritualidad empieza cuando dejamos de creernos el centro del universo. Cuando entendemos que no somos dueños del mundo, sino una parte más de él.

En el fondo, eso es lo que nos conecta con lo divino: la capacidad de mirar a otro ser —humano o no humano— y reconocer que la vida que hay en él es la misma que nos habita a nosotros.

A veces miro a mi perro cuando duerme, y siento una calma que no sabría explicar con palabras. No sé si sueña conmigo, o con correr, o simplemente con existir sin miedo. Pero me enseña algo que no se aprende en ningún libro: la paz no siempre viene de entender, sino de acompañar.

Esa lección también la he sentido con personas.
Hay momentos en que alguien atraviesa dolor y tú no puedes resolver nada, pero puedes estar. Escuchar. Mirar. Respirar junto a él sin juzgar.
Esa presencia, esa atención silenciosa, es la forma más pura de empatía.
Y creo que los animales nos entrenan en eso cada día, si realmente estamos dispuestos a mirar.

En mi blog Bienvenido a mi blog una vez se escribió algo que siempre recuerdo: “El problema del ser humano no es sentir demasiado, sino haber dejado de sentir”.
Tal vez ese sea el punto: no temerle a la emoción, sino aprender a habitarla sin que nos arrastre.
Humanizar no es proyectar, es comprender desde el alma. Es permitir que la emoción nos acerque al conocimiento, no que lo reemplace.

No humanizar… ¿de verdad queremos eso?
Si dejar de humanizar significa dejar de sentir, prefiero arriesgarme al exceso que al vacío.
Porque solo quien siente puede cuidar. Solo quien cuida puede transformar. Y solo quien transforma desde el amor logra sanar lo que la indiferencia enferma.

A veces pienso que el mundo necesita más personas que se equivoquen por empatía, y menos que acierten por frialdad.
Humanizar no significa volver humanos a los animales; significa recordarnos humanos a nosotros mismos.

Y si alguna vez dudas de eso, mira cómo un perro te espera, cómo un gato te busca sin pedir nada, cómo la naturaleza entera sigue respirando aunque la ignoremos. Todo eso es vida hablándonos en silencio.
El problema no es que ellos no hablen nuestro idioma; es que nosotros hemos olvidado escuchar el suyo.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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