A veces siento que el mundo se ha desconectado de lo esencial: de mirar a los ojos a otro ser y sentir que hay vida allí. No una vida que nos pertenece, sino una que nos acompaña. Y en esa línea invisible que une a los humanos con los animales, descubrí algo que cambió por completo mi manera de ver la convivencia: la antrozoología.
No es una palabra que se escuche todos los días. Suena científica, lejana, como si perteneciera a laboratorios o universidades. Pero la verdad es que la mayoría de nosotros ya la practicamos sin saberlo. Cada vez que notas que tu perro percibe tu tristeza antes que tú mismo, o cuando sientes que tu gato te está mirando con un tipo de amor que no necesita palabras, estás entrando en ese territorio silencioso donde la ciencia y el alma se dan la mano.
La antrozoología estudia el vínculo entre humanos y animales, pero no desde el sentimentalismo simple de “me gustan los perros” o “los gatos son tiernos”. Va mucho más allá: se trata de entender cómo nos influimos mutuamente, cómo nuestras emociones, decisiones y formas de vida impactan en ellos… y cómo ellos, a su vez, nos transforman sin que nos demos cuenta.
Y ahí fue cuando entendí que este no es solo un tema de animales; es un tema de humanidad.
Durante años se pensó que el ser humano era el centro del mundo, que los animales estaban allí solo para servirnos, entretenernos o acompañarnos. Pero basta con observar un poco más de cerca para darse cuenta de que convivir con un animal es un espejo constante: te refleja tu paciencia, tu coherencia, tus miedos, tus carencias afectivas y hasta la forma en la que te hablas a ti mismo.
Un perro ansioso muchas veces tiene detrás un dueño ansioso. Un gato evasivo suele vivir en un hogar donde la comunicación se esquiva. Y no, no es magia: son procesos neuroquímicos, conductuales, emocionales. Lo que tú sientes, ellos lo leen. Lo que ellos sienten, tú lo absorbes. Nos moldeamos mutuamente.
Y ahí entra la parte más fascinante: la ciencia ya lo está demostrando.
Cada vez que miras a tu animal de compañía con afecto, ambos liberan oxitocina, la llamada hormona del amor. Esa química que se activa también cuando abrazas a alguien o cuando confías. No se trata solo de emociones; es biología, conexión real, palpable, medible. Y al mismo tiempo, inexplicable desde lo racional.
Hay barrios donde los perros son casi como hilos sociales. Quien ha sacado a pasear al suyo sabe de lo que hablo: terminas conociendo al vecino, a la señora de la tienda, al señor que camina todas las mañanas con su labrador viejo. Sin darnos cuenta, los animales nos devuelven comunidad. En un mundo donde cada quien mira su pantalla, ellos nos obligan a mirar otra vez al entorno, a detenernos, a hablar, a compartir.
Es curioso, pero hay estudios que demuestran que en las zonas donde hay más animales domésticos, hay menos índices de criminalidad y más cooperación vecinal.
Y pienso: ¿será que lo que nos faltaba no era más tecnología, sino más empatía entre especies?
A veces me pregunto si el problema no es que los humanos seamos fríos, sino que olvidamos que también somos animales. Que nuestro cuerpo necesita conexión, naturaleza, vínculo. Llevamos apenas dos siglos viviendo encerrados entre pantallas, cemento y horarios de fábrica, y nuestro cerebro aún anhela el ritmo del bosque, el silencio del campo, la mirada de otro ser vivo que no juzga ni exige, solo está.
Ahí es donde la antrozoología se vuelve también una forma de recordar quiénes somos.
Porque cuando acaricias un animal y sientes calma, cuando lo ves dormir y se te ablanda algo dentro, no estás “humanizando” al animal. Estás reconectando tu humanidad.
Pero también hay que tener cuidado con algo que pocos dicen: no todo vínculo es sano.
He visto personas que dicen amar tanto a sus animales que los terminan sobreprotegiendo hasta causarles ansiedad o enfermedad. He visto otros que confunden la compañía con el control. Y aunque suene duro, eso también es parte de lo que estudia la antrozoología: el límite entre el amor y la posesión, entre el cuidado y la dependencia.
Amar implica dejar ser. Y eso, en cualquier tipo de relación —humana o no humana—, sigue siendo la lección más difícil.
En medio de todo, hay un concepto que me encanta: One Health, One Welfare, una sola salud, un solo bienestar.
Porque si los animales están bien, el planeta está bien, y nosotros también.
Durante la pandemia lo entendimos a golpes: cuando rompemos los equilibrios naturales, todos sufrimos las consecuencias. La antrozoología lo dice claro: lo que le pasa a una especie, termina afectando a todas.
Y pienso que esa idea debería extenderse más allá del laboratorio.
Cada acción nuestra —desde adoptar un perro hasta elegir qué consumimos o cómo tratamos al entorno— tiene un eco.
A veces, un simple acto de empatía con un ser no humano puede ser una forma silenciosa de sanar parte de lo que está roto en nosotros.
Y es cierto. No necesitan palabras para decirte que te aman, para esperarte, para consolarte cuando ni tú sabes qué te pasa. A veces, solo con estar ahí, logran lo que ninguna terapia puede: recordarte que mereces cariño, sin condiciones.
Por eso creo que la antrozoología no es solo una ciencia, sino una filosofía de vida.
Nos enseña a mirar más allá del ego humano, a respetar los ritmos del otro, a comprender que la convivencia con los animales no es un lujo moderno, sino una necesidad ancestral.
Y también nos recuerda que el bienestar no puede ser individual: o estamos bien todos, o no está bien nadie.
Cada vez que hablo de esto, alguien me dice: “Juan, pero tú lo ves muy profundo, yo solo tengo un gato.”
Y me río, porque ahí está precisamente el punto. No necesitas ponerle nombre científico a lo que ya sientes. Basta con observar cómo cambias desde que ese gato llegó, cómo duermes mejor, cómo sonríes más cuando te recibe en la puerta.
Eso es antrozoología también: el pequeño milagro cotidiano de volver a sentirte parte de algo más grande que tú.
Hoy, cuando miro a mi perro dormido al lado mío mientras escribo esto, pienso en todo lo que no necesito entender para sentirlo.
Porque hay amores que no se explican, solo se viven.
Y quizás eso sea lo más humano que tenemos en común con ellos.
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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”
 
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