jueves, 20 de noviembre de 2025

La bestia dormida: cuando la energía nos mira de vuelta



A veces pienso que el mundo se parece mucho a una planta nuclear: una fuente inmensa de energía, capaz de iluminar ciudades o destruirlas si no sabemos cuidarla. Hoy quiero hablarte de una historia que me dejó inquieto, curioso y, sobre todo, reflexivo: la de la Central Nuclear de Kashiwazaki-Kariwa, en Japón, la más grande del planeta, con siete reactores y una potencia que podría abastecer a todo un país pequeño.

Después del desastre de Fukushima en 2011, esta “bestia dormida” fue desconectada, revisada y silenciada… hasta ahora. Catorce años después, el gobierno japonés y Tokyo Electric Power Company (TEPCO) están listos para reactivarla, tras años de inspecciones y mejoras en seguridad. Pero lo que más me impacta no es el dato técnico, sino el significado humano detrás.

Porque lo que está en juego no es solo una planta, sino la confianza, el miedo y la relación que tenemos con el poder que creamos.
Y eso, inevitablemente, nos mira de vuelta.

Hay algo profundamente simbólico en esa imagen: siete reactores alineados frente al mar, esperando el permiso para despertar. Es el retrato perfecto de nuestra era: poder y fragilidad coexistiendo. Desde 2007, la planta fue golpeada por terremotos y escándalos de seguridad; y tras Fukushima, Japón decidió cerrarla, aprender, y repensar su futuro energético.

Pero hoy la necesidad energética del país la hace volver a escena. Y aquí surge la pregunta que todos deberíamos hacernos, incluso fuera de Japón:
¿Estamos realmente listos para manejar la energía que pedimos?

Yo nací en 2003. Crecí en un mundo donde la energía se da por sentada. Enciendo mi computador, conecto mi celular, veo videos, cargo proyectos, sin pensar en lo que hay detrás de ese clic. Pero cada voltio viene de algún lado, y no siempre es limpio, ni seguro, ni justo. Lo curioso es que, como sociedad, seguimos construyendo “centrales” —no siempre físicas, a veces emocionales o digitales— que también pueden salirse de control si las manejamos sin conciencia.

Esta historia de la planta japonesa me llevó a pensar en eso: en el poder que dormimos dentro y fuera de nosotros.
La central no es solo una infraestructura; es una metáfora. Representa nuestra capacidad de crear, transformar y, al mismo tiempo, autodestruirnos si no sabemos cuándo parar.

Japón ha decidido volver a confiar en la energía nuclear porque el precio de la electricidad se ha disparado y el país no puede sostenerse solo con renovables. Es un recordatorio de que la sostenibilidad no solo es ecológica, también es social y económica. A veces los dilemas son más complejos de lo que parecen: ¿cómo equilibramos seguridad, energía y progreso?

Lo mismo pasa con nosotros, con la vida personal. Cada vez que tomamos una decisión importante, generamos energía. A veces esa energía ilumina; otras veces, quema. Y ahí está la clave: tener un sistema de enfriamiento emocional, espiritual y ético, igual que una planta tiene su reactor controlado.

Cuando leí que los inspectores japoneses realizaron más de 4.000 horas de revisión técnica antes de levantar el veto, entendí que la confianza se reconstruye con tiempo, no con discursos. Que lo humano no se arregla solo con ingeniería.
Y pensé en cuántas veces nosotros también intentamos “reactivar” partes de nuestra vida sin revisar bien los cimientos: una relación, un proyecto, un sueño.
Volvemos a conectar la corriente sin asegurarnos de haber aprendido lo suficiente del último fallo.

Quizá la verdadera “energía limpia” empieza en el alma: cuando decidimos actuar desde la conciencia y no desde el impulso.

Recuerdo un texto que leí hace tiempo en el blog Bienvenido a mi Blog, donde se hablaba del poder del pensamiento como energía creadora. Esa idea se siente viva aquí: todo lo que generamos —desde un reactor hasta una palabra— tiene un impacto.
Por eso también me gusta lo que compartimos en Amigo de ese Ser Supremo: que la tecnología sin espiritualidad es peligrosa, y la espiritualidad sin acción se queda corta.
Japón está intentando combinar ambas: usar la ciencia con responsabilidad, y el miedo con aprendizaje.

Y yo… intento hacer lo mismo en mi propia vida.

Creo que la lección más profunda de Kashiwazaki-Kariwa es esta:
no hay progreso sin autocrítica.
Reactivar una planta así no solo requiere tecnología, sino honestidad colectiva. La misma que necesitamos cuando decimos “quiero cambiar”, “quiero mejorar”, “quiero avanzar”.

A veces, despertar una bestia dormida —sea una central nuclear o una emoción profunda— nos obliga a reconocer nuestros límites y redefinir nuestra fuerza.
No se trata de apagar lo que somos, sino de aprender a usar nuestra energía sin dañar.

Y entonces miro hacia mi generación, hacia los que nacimos conectados, hacia los que cargamos la batería del celular más que la del alma, y pienso:
¿qué energía estamos liberando en el mundo?
¿Estamos construyendo reactores de amor o de ansiedad?
¿Sabemos apagar cuando hace falta?
Porque de poco sirve tener tanta energía si no sabemos canalizarla hacia algo que nos eleve.


Japón está listo para encender su planta más poderosa.
Yo, desde este rincón del mundo, intento encender la mía: esa que transforma la frustración en propósito, el miedo en aprendizaje, y la duda en arte.
Y tú… ¿cuándo vas a revisar tus propios reactores?

Quizás la lección no está en temerle a la energía, sino en recordar que toda potencia necesita consciencia.
Y que la verdadera luz —la que no se apaga con los temblores— sigue naciendo dentro.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?

Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Reflexión desde el corazón



La vida nos regala preguntas constantemente. A mis 21 años, me encuentro en ese espacio intermedio entre el vértigo de la juventud y el sosiego que traen los pequeños aprendizajes diarios. Hoy quiero compartir contigo una de esas preguntas que, aunque nace en el ámbito legal, se cuela en la cotidianidad de nuestras familias, en la intimidad de los afectos y en el pulso de la responsabilidad: ¿hasta cuándo estamos obligados, como padres o hijos, a sostener esa cuota alimentaria que va más allá de lo material?

Según la normativa colombiana, y lo reconfirman entidades como el Ministerio de Justicia y del Derecho, la obligación de los padres de proveer alimentos a sus hijos no se extingue automáticamente al cumplir los 18 años. Se extiende mientras los hijos “estén estudiando y no cuenten con recursos para sostenerse” hasta los 25 años.  Por supuesto, también hay matices por discapacidad u otras condiciones especiales. 

Permíteme abrir el corazón y contar cómo esta verdad legal resuena en lo humano, en la experiencia tangible de familias, sueños, tensiones y esperanzas.

Cuando era adolescente, veía a mis padres trabajar, sacrificar horas, improvisar en presupuestos, todo por asegurarse de que no nos faltara nada a mis hermanos y a mí: comida, techo, atención médica, escuela. Esa imagen se me grabó y me llevó a comprender que “alimentar” no es sólo dar algo material, es anticipar, acompañar, soñar juntos.

Hoy imagina que ese hijo al que se le exigió el bachillerato está en la universidad, con 22 años. ¿Debe dejar de recibir ese apoyo? La jurisprudencia colombiana dice que no necesariamente, siempre que siga estudiando y no pueda mantenerse por sí solo.  Y eso me lleva a pensar: ¿qué significa “no poderse mantener por sí solo”? No sólo el ingreso, también la estabilidad emocional, la orientación, el apoyo que trasciende lo económico.

Esta extensión de la obligación hasta los 25 años no es una sentencia automática. Es una tutela de la autonomía, un puente para que el joven adquiera capacidad de sostén propio, hasta que la vida le exija “sostenerse solo” sin que el apoyo desaparezca de un día para otro. 

Saber esto me hace ver dos caras de la moneda. Una: la de los padres que sienten el peso del deber, que quizá tienen 50 años o más, y siguen siendo “el sostén” pensando que sus hijos “todavía no pueden”. Otra: la de los jóvenes que, con 23 o 24 años, sienten la tensión entre seguir “recibiendo” y empezar a “contribuir”.

Desde una mirada humana, diría que este tema no es sólo legal: es simbólico. Al apoyar a un hijo hasta esa edad, estamos diciéndole: “Confío en ti, quiero que seas independiente, pero no te dejo solo”. Es un mensaje poderoso de amor y responsabilidad compartida.

Pero también hay tensión: los recursos son finitos, las expectativas sociales cambian, la economía se ajusta. Padres que tienen otros hijos, obligaciones propias de jubilación, cargas crecientes. Jóvenes que estudian, sí, pero también trabajan o necesitan hacerlo, o que quizá eligieron otro camino, no el tradicional de universidad. Y amigos, ahí está el choque: ¿y si ya puede mantenerse? ¿Y si decide dejar de estudiar y necesita empezar a laborar?

La ley no ignora esto. El mecanismo de exoneración existe: cuando queda demostrado que ya no existe impedimento para que el hijo se sostenga por sí mismo, se puede solicitar que la obligación termine. Eso es vital: la obligación no es eterna ni absoluta, sigue condicionada a la necesidad y a la dependencia efectiva.

Ahora bien: ¿qué pasa en la práctica en Colombia hoy? Los jóvenes enfrentamos una realidad: empleo informal, salarios bajos, techo lejos, crisis económica, mudarse para estudiar. En ese contexto, este “tope” legal de los 25 años cobra aún más importancia. Es el tiempo para que los padres y los hijos dialoguen, organicen, planifiquen.

Recuerdo una conversación con un amigo que con 24 años estaba terminando su pregrado, viviendo con sus padres, pero trabajando medio tiempo, pagando arriendo pequeño. Su papá le dijo: “Yo ya hice mi parte, y ahora debes prepararte para volar”. Ambos tenían miedo: el joven de no poder, el padre de dejar de ser necesario. En ese espacio incómodo, apareció la norma que lo regula: si estás estudiando y no te sostienes solo, hay obligación hasta los 25.

Y reflexioné: la ley ayuda a marcar ese “tiempo razonable”, pero la responsabilidad emocional va más allá de lo legal. No se trata de llenar formularios, sino de conversación, de acompañar, de entender cuando el hijo ya no depende totalmente o cuando el padre ya no puede asumir completamente.

Como joven conectado con la tecnología, con la transformación digital, con la sociedad que cambia rápido, pienso en otro matiz: hoy los estudios no siempre siguen el patrón “universidad entre 18 y 22”. Muchos posgrados, empleados que estudian a 24, 25, 26 años. ¿Eso implica que la obligación se extienda indefinidamente? La jurisprudencia lo aclara: ese “hasta 25 años” tiene sentido como un límite razonable de formación, más allá del cual la dependencia indefinida se considera injusta para los padres. Y si hay discapacidad, la obligación se alarga sin tope fijo; estamos en otro escenario.

Entonces, en esta era digital, donde los tiempos educativos se diversifican, la norma exige flexibilidad y reflexión: cada caso es único.

Quiero cerrar con una invitación al diálogo real y profundo: Si eres padre/madre, haz esta pregunta hoy: “¿mi hijo aún necesita este apoyo? ¿Estoy acomodando mi vida para sostenerlo o estoy preparándolo para que viva su propia?”. Y si eres hijo mayor de edad que sigue recibiendo apoyo, pregúntate: “¿Estoy avanzando hacia mi autonomía? ¿Estoy obligado a depender o quiero saber cuándo tomar las riendas?”

Cuando conversas con tus padres, no lo hagas como “exigir” o “requerir”, sino como unión familiar. Es parte del camino que tanto ustedes han recorrido juntos. Y si tú eres joven profesional o estudiante, sé honesto contigo mismo: vivir bajo el techo de otros puede ser un apoyo, pero también una invitación a crecer.

Porque al final, la cuota alimentaria no solo se trata de dinero: se trata de cuidado, de acompañamiento, de confianza mutua —de que tanto quien da como quien recibe, den lo que pueden y reciban lo que necesitan para transformarse.


¿Sentiste que esto te habló directo al corazón? Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

martes, 18 de noviembre de 2025

Por qué ya no te llena (y está bien admitirlo)



A veces el vacío no llega con un portazo. Llega con una caricia tibia, con la rutina de algo que antes te emocionaba y ahora apenas te mueve. No lo notas de golpe: lo sientes cuando te despiertas y ya no tienes esa chispa, cuando haces algo por compromiso, cuando sonríes sin brillo porque en el fondo quisieras estar en otro lugar.

Y está bien admitirlo. No es falta de amor, es evolución.

Hay una culpa silenciosa que se instala cuando lo que antes te apasionaba ya no te llena. Como si fallaras a una versión anterior de ti. Como si debieras sostener un fuego que ya no arde, solo porque otros esperan que sigas igual. Pero la vida no funciona así. Lo que un día te inspiró, otro puede agotarte. Lo que antes te hacía vibrar, puede ahora pedirte un adiós.

He sentido eso. Esa mezcla de tristeza y alivio cuando te das cuenta de que sigues haciendo cosas por costumbre, no por conexión. Cuando ayudas, acompañas, das lo mejor… pero algo dentro de ti ya no responde igual. No es desamor, es honestidad emocional.

A veces cuidar de algo —o de alguien— deja de ser vocación y se convierte en peso. Lo haces bien, lo haces con ternura, pero lo haces por inercia. Y cuando llega el silencio después de cumplir, aparece la pregunta que más asusta: “¿Y yo, cuándo me cuido a mí?”

Nos enseñaron a decir “sí” por miedo a decepcionar. A callar el cansancio porque “otros lo necesitan más”. A confundir empatía con sacrificio. Pero el amor sin límites termina desgastando hasta lo que era puro. No puedes seguir dando de un vaso vacío.

Y es curioso: el mundo aplaude la entrega, pero no enseña a detenerse. Te llama egoísta si dices “basta”, pero te llama fuerte si soportas en silencio. Sin embargo, hay una fuerza mucho más profunda en saber soltar. En tener el valor de reconocer que algo dejó de encajar.

He visto cómo muchos siguen en rutinas que les apagan solo porque temen el juicio. Personas que cuidan, que ayudan, que sostienen… pero ya no se sostienen a sí mismas. Como quien sigue regando una planta seca porque una vez floreció. Y esa lealtad mal entendida nos quita vida.

A veces decir “ya no quiero” es el acto más espiritual que existe. Porque significa que te elegiste. Que dejaste de mendigar validación en un lugar donde ya diste demasiado. Que entendiste que mereces crecer, no quedarte atrapado en la idea de que amar es aguantar.

Yo también he estado ahí. Haciendo favores sin sentir que eran justos, quedándome por miedo a parecer “malo”, dando más de lo que tenía solo por no romper una imagen. Hasta que entendí que lo bueno no siempre es correcto, y que lo correcto no siempre es cómodo.

Aprender a poner límites es un proceso casi sagrado. No es cerrarte, es proteger tu energía. No es dejar de amar, es amar con inteligencia. Cuando reconoces que algo ya no te llena, te liberas del peso de fingir. Y eso —créeme— te devuelve la vida.

Tal vez no se trate de abandonar lo que haces, sino de hacerlo distinto. De encontrar una forma de que tu entrega también te nutra. De transformar ese amor en algo sostenible, no sacrificado. En ese punto donde cuidar no te desgasta, sino que te expande.

Y si decides soltar, que sea con gratitud, no con culpa. Porque lo que ya no te llena te enseñó mucho mientras lo hizo. Fue necesario. Fue parte de ti. Pero no todo lo que empieza contigo tiene que quedarse para siempre.

Aceptar que cambiaste no es traición: es madurez. Es reconocer que tu alma tiene nuevos llamados, nuevos territorios por explorar. Es permitirte renacer.

A veces el silencio que sigue al “ya no quiero” es el inicio del “ahora sí puedo”.

He aprendido que uno no pierde nada por ser honesto. Pierde más cuando se queda donde ya no pertenece. Y aunque duela, es mejor enfrentar esa verdad que seguir construyendo desde el desgaste.

Así que si hoy algo no te llena, no te juzgues. Agradece lo vivido y permite que la vida te vacíe un poco para poder llenarte de nuevo.

Y si aún te da miedo admitirlo, recuerda esto: no viniste a complacer, viniste a florecer.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo

“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

lunes, 17 de noviembre de 2025

El gato invisible (y lo que revela de nosotros)



Dime la verdad...

¿Cuántas horas al día duerme tu gato?

No tú, ¿eh? Tu gato.
(Que nos conocemos).

Si tu respuesta es “muchas”, “casi todo el día” o “apenas lo veo despierto”, necesito que sigas leyendo.
No solo porque puede que tu gato esté deprimido, sino porque tal vez —sin darte cuenta— tú también lo estés.

Los gatos duermen entre 12 y 16 horas al día. Suena envidiable, lo sé.
Pero cuando duermen más de 18 o 20 horas, cuando ya no juegan, no exploran, no se acercan a ti ni muestran curiosidad… eso no es calma.
Eso es desconexión.

La veterinaria Andrea Jiménez Borrero lo llama “el gato invisible”: un animal que no está enfermo, pero que ha dejado de vivir.
Y me impactó esa idea porque, mientras leía sobre ellos, no podía dejar de pensar en nosotros.

¿Cuántas veces hacemos lo mismo?
Comemos, dormimos, trabajamos, repetimos.
No gritamos, no rompemos nada, no pedimos atención.
Pero dentro, algo se apaga.
Nos volvemos humanos invisibles.

Un gato invisible no caza ni siquiera por juego.
No tiene desafíos mentales ni rutinas que lo estimulen.
Vive en un entorno cómodo, pero vacío.
Y lo peor es que no se queja.
No hace ruido, no rompe nada.
Solo se rinde.

Y entonces me pregunto:
¿cuántas personas viven rendidas sin saberlo?
¿Cuántos jóvenes —de mi edad o mayores— están dormidos con los ojos abiertos, creyendo que “así es la vida”?

En mi casa, a veces miro a mi gato y pienso que es un espejo.
Cuando está curioso, alerta, cuando salta o juega con una sombra, siento que la vida también me mira así: esperando que me mueva, que me atreva, que explore.
Pero cuando lo veo dormido todo el día, en el mismo rincón, quieto, casi sin alma, algo dentro de mí se reconoce en él.

Y es que nosotros también hemos perdido el juego.
Dejamos de cazar sueños.
Dejamos de explorar nuevas rutinas.
Dejamos de saltar sin saber si caeremos de pie.

Nos decimos: “Estoy tranquilo”, pero en realidad estamos anestesiados.
Nos acostumbramos a la calma del sofá, al piloto automático, a la repetición que parece paz.

Pero la calma no siempre es equilibrio.
A veces es resignación.
A veces es miedo disfrazado de serenidad.

Leí en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías que “Dios no te observa para juzgarte, sino para recordarte que aún puedes despertar.”
Y esa frase, tan simple, me recordó algo esencial:
no se trata solo de abrir los ojos, sino de abrir el alma.

Tu gato necesita estímulos. Tú también.
Un paseo, una conversación real, un cambio de rutina, un proyecto que te emocione, un silencio que no sea vacío.
Pequeñas cosas que te devuelvan el pulso de estar vivo.

Porque el aburrimiento crónico no es descanso: es desconexión.
Y tanto el gato como el humano necesitan un propósito que los despierte.

A veces pienso que somos una generación que vive rodeada de pantallas, pero con el alma en modo “ahorro de energía”.
Nos movemos rápido, pero sentimos lento.
Y la vida se convierte en eso: un loop predecible, cómodo, pero sin alma.

Mientras tanto, los gatos —esos maestros silenciosos— nos enseñan algo más profundo que cualquier video motivacional:
la importancia de estar presentes, de observar, de jugar, de sentir.

No se trata solo de cuidar al gato.
Se trata de cuidar la conexión.

Porque cuando un gato vuelve a jugar, vuelve a confiar.
Y cuando nosotros volvemos a sentir, también lo hacemos.

Recuerdo haber leído en Mensajes Sabatinos una frase que me marcó:
“Quien deja de buscar, empieza a apagarse.”
Y sí.
Un gato invisible deja de buscar porque cree que ya no hay nada que encontrar.
Un ser humano invisible hace lo mismo.

La buena noticia es que ambos pueden despertar.

El gato puede volver a moverse si alguien lo invita a hacerlo.
Y tú puedes recuperar la energía si decides cambiar un solo hábito:
salir, mirar, hablar, escribir, rezar, jugar, amar.

No necesitas hacer mucho.
Solo dejar de ser un espectador de tu propia vida.

Tu gato no está durmiendo tanto porque esté cómodo, sino porque no tiene nada que hacer.
Y tú no estás cansado porque trabajes demasiado, sino porque ya no te emocionas por casi nada.

El cansancio del alma se parece mucho al sueño del gato invisible: silencioso, prolongado, invisible para los demás.
Pero dentro, ambos esperan algo.
Esperan un llamado.

Y ese llamado puede ser una caricia, una conversación, una nueva ilusión o un recordatorio de que todavía hay algo por descubrir.

En Bienvenido a mi blog, una vez escribí:
“El alma se alimenta de movimiento, pero también de sentido.”
Y cuanto más lo pienso, más claro me queda: lo contrario de la depresión no es la alegría, sino el sentido.
Lo que nos salva no es dormir más, sino despertar mejor.

Hoy, mientras escribo esto, mi gato me mira con esos ojos medio abiertos que no sabes si sueñan o piensan.
Y siento que me está recordando algo:
la vida no está hecha solo para descansar en ella, sino para vivirla.

Así que, si tu gato duerme más de lo normal, no te alarmes, pero obsérvalo.
Juega con él, háblale, préstale tu energía.
Haz lo mismo contigo.

Si te has sentido invisible, aburrido, o simplemente apagado, recuerda:
no naciste para dormirte en la rutina.
Naciste para moverte, explorar y conectar.

Tal vez ese gato que duerme veinte horas solo está esperando a que tú despiertes primero.


¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

domingo, 16 de noviembre de 2025

El consejo que nadie te dará para tu negocio (y para tu vida)



A veces pensamos que emprender —o simplemente vivir— es como correr una maratón con la lengua afuera. Nos levantamos con el reloj mental apurado, revisamos el celular apenas abrimos los ojos, y sentimos que si no hacemos algo “productivo” en los primeros minutos del día, estamos perdiendo.
Pero te lo digo de frente: no se trata de correr. Se trata de resistir, de sostenerte, de encontrar un ritmo que no te rompa.

Y no lo digo desde el cliché motivacional. Lo digo porque lo he sentido. Porque alguna vez también me creí ese cuento de que para lograr algo grande había que sufrir. Que si uno no estaba agotado al final del día, no estaba trabajando “de verdad”.
Hasta que entendí algo: si tu negocio, tus estudios o tu propósito te enferman, no estás emprendiendo... estás sobreviviendo.

He visto a personas que aman lo que hacen terminar odiándolo, no por falta de pasión, sino por exceso de exigencia.
Y no solo hablo de empresas. Hablo de relaciones, de proyectos, de sueños.

Aprender a ser flexible

Cuando escuché la palabra flexibilidad en el contexto de los negocios, me pareció un chiste. ¿Cómo vas a ser flexible con las metas si todos te dicen que hay que “dar el 200%”?
Pero luego entendí que ser flexible no es rendirse: es recordar que también somos humanos.

Lo aprendí de mi familia, de esas conversaciones en las que mi papá o mi abuelo me decían que la vida no siempre premia al más rápido, sino al que sabe parar, observar y continuar sin romperse.
Y en ese punto, entendí que la verdadera disciplina no es seguir un plan a ciegas… es tener el coraje de ajustarlo sin sentir culpa.

En el emprendimiento —y en la vida—, uno puede tener mil planes, pero la vida tiene su propio algoritmo. No todo se calcula, y está bien.
Si un cliente no responde, si un proyecto no arranca, si un sueño se retrasa… no es el fin del mundo.
Quizás es el universo recordándote que no todo depende de ti.

El equilibrio que nadie te enseña

En la universidad nadie te enseña a cuidar tu salud mental cuando decides crear algo tuyo.
Tampoco te enseñan a dormir bien cuando la cabeza no se apaga o cuando sientes que tu esfuerzo no da frutos inmediatos.
Nos llenan de fórmulas, pero pocas veces de humanidad.

Hace poco leía un artículo de Organización TodoEnUno.NET sobre cómo las empresas modernas están empezando a entender que la sostenibilidad no solo es ambiental, sino emocional (organizaciontodoenuno.blogspot.com).
Y pensé: tal vez el futuro de los negocios no está en hacer más, sino en hacer mejor… con alma.

Porque un negocio, una carrera o un sueño no deberían ser cárceles. Deberían ser extensiones de quienes somos.
Si algo te roba la paz, incluso si te da dinero, pregúntate si realmente vale la pena.

Emprender también es sanar

A veces creemos que emprender es una lucha contra el mundo, pero casi siempre es una reconciliación con uno mismo.
Con tus miedos, con tus expectativas, con lo que crees que deberías ser.

Yo también he tenido días en que quiero mandar todo al carajo.
Días en que la mente se llena de “no puedo”, “no sirvo”, “no avanzo”.
Y justo ahí aparece la prueba más grande: seguir, pero con calma.

Porque seguir no significa ignorar lo que duele, sino avanzar reconociéndolo.
El descanso también es parte del camino.

Hay una entrada en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías que lo dice mejor de lo que yo podría: “Cuando aprendes a soltar el control, descubres que todo sigue su curso igual, solo que ahora tú respiras distinto.” (amigodeesegransersupremo.blogspot.com)
Y esa frase me acompaña cada vez que siento que el mundo va más rápido de lo que puedo correr.

El verdadero propósito

¿Y si el propósito no fuera ganar, sino sostenerse sin perder el alma?
¿Y si la meta no fuera tener un negocio rentable, sino una vida habitable?

Eso no significa dejar de soñar, ni dejar de exigirse.
Significa entender que tu valor no depende del resultado.
Que no hay éxito que compense perderte en el proceso.

Cuando lees cosas como las que escriben en Bienvenido a mi blog (juliocmd.blogspot.com), entiendes que el conocimiento solo tiene sentido si te transforma.
Y yo creo que eso mismo aplica al emprendimiento: de nada sirve facturar si te quedas vacío.

Así que el consejo que nadie te da —ni en las redes, ni en los cursos, ni en los libros— es este:
💬 Aprende a ser flexible.
No con tus sueños, sino con tus tiempos.
No con tus valores, sino con tus caminos.

Porque de nada sirve tener un negocio que crece si tú te apagas en el intento.

Emprender sin dejar de vivir

Cuando entendí que mi vida no gira alrededor de lo que hago, sino que lo que hago nace de mi vida, todo cambió.
Empecé a disfrutar más, a crear con menos miedo y a entender que los tropiezos también hacen parte del guion.

No todo lo que emprendas debe ser eterno. No todo fracaso es pérdida.
Y no toda pausa es retroceso.

A veces, parar es la única forma de escuchar lo que realmente importa.

Por eso, si estás emprendiendo —o simplemente intentando encontrarte—, te dejo esto:
No olvides comer bien, dormir bien, reírte, salir, abrazar, equivocarte.
La vida no es un tablero de Excel.
Es una experiencia.

Y cuando el equilibrio se convierte en tu prioridad, hasta los negocios florecen.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

— Juan Manuel Moreno Ocampo
"A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad."

sábado, 15 de noviembre de 2025

Los gatos NO son independientes


Hay frases que se repiten tanto que uno termina creyéndolas sin pensarlo demasiado. Una de esas, quizás la más peligrosa para los gatos, es esa que suena lógica y hasta poética:

“Los gatos son animales independientes.”

Cada vez que la escucho, me produce una mezcla de tristeza y reflexión. No solo por lo que implica para ellos, sino por lo que revela de nosotros, los humanos. Es una frase que parece inocente, pero encierra una verdad más profunda: creemos que independencia significa no necesitar a nadie. Y eso, en el fondo, es una mentira que nos está haciendo daño a todos los seres que sentimos.

Un gato no es un mueble elegante con vida. No es una sombra silenciosa que solo se deja ver cuando tiene hambre. No es una criatura que disfruta de la soledad como un acto heroico.
Es, ante todo, un ser emocional, con un lenguaje distinto al nuestro, pero con las mismas necesidades esenciales: afecto, atención, juego, compañía, presencia.

He visto gatos que esperan en la ventana el sonido de las llaves. Gatos que maúllan suave, casi con timidez, solo para verificar que uno sigue ahí. Gatos que se acuestan sobre el pecho de su tutor porque el corazón late al ritmo que ellos reconocen como hogar.
Eso no tiene nada de independencia. Tiene todo de vínculo.

El mito de la autosuficiencia

Decimos que los gatos “no necesitan a nadie” porque no nos ruegan.
Porque no nos buscan de forma escandalosa.
Porque pueden pasar horas en silencio.
Pero eso no significa que estén bien.
El silencio no siempre es paz.
A veces es resignación.

Hay estudios recientes (como los del Journal of Feline Medicine and Surgery, 2023) que demuestran que los gatos sufren ansiedad por separación, cambios de rutina y falta de estímulo. No ladran, no hacen destrozos, pero su estrés se manifiesta en pequeños comportamientos: dormir demasiado, dejar de comer, acicalarse en exceso o esconderse.
Y lo más duro es que muchos tutores lo interpretan como “tranquilidad”.
Una calma que no es calma. Una independencia que no es libertad.

Esto me recuerda algo que escribí hace tiempo en El blog de Juan Manuel Moreno Ocampo: la falsa idea de que crecer es “ya no necesitar a nadie”. Nos enseñaron que ser fuerte es no depender, no pedir, no mostrar. Pero la fuerza verdadera está en reconocer que los vínculos nos sostienen, incluso cuando no queremos admitirlo.
El gato lo entiende mejor que nosotros: puede estar solo, pero necesita saber que hay un lazo, un amor que no desaparece cuando se cierra la puerta.

Lo que los gatos nos enseñan sobre el amor silencioso

Los gatos aman en otro idioma.
No en el de las palabras ni en el de las demostraciones obvias, sino en gestos diminutos: un roce, un parpadeo lento, una cercanía tranquila. Ese lenguaje requiere presencia, observación y humildad.
Si no sabes mirar, nunca lo entenderás.

Algo similar pasa con la espiritualidad. No es una voz que grita, sino una presencia que acompaña en silencio. Y quizás por eso, convivir con un gato puede ser una forma de meditación.
Cuando se acurruca junto a ti sin pedir nada, te enseña a estar, sin expectativa ni exigencia.
Es como si dijera: “No necesito que hagas, solo que seas”.

Hay una publicación en Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías que habla sobre eso: cómo lo divino se manifiesta en lo cotidiano, incluso en un animal que nos observa con calma. Y creo que ahí está parte del mensaje. Los gatos no son independientes de nosotros, ni nosotros de la vida. Todo está conectado. La interdependencia es el verdadero equilibrio.

Cuando decimos “independencia”, a veces hablamos de miedo

Si lo pienso bien, esa necesidad de creer que los gatos son autosuficientes no nace del conocimiento… sino del miedo.
El miedo a vincularnos, a fallarles, a sentirnos responsables, a reconocer que algo nos necesita y que nosotros también necesitamos.
Nos da miedo aceptar que el amor crea dependencia. Y preferimos disfrazarlo de libertad.

Pero la libertad real no es aislarse. Es elegir conscientemente conectar, cuidar y dejarse cuidar.
Un gato libre no es el que no necesita a nadie.
Es el que vive en un entorno donde su naturaleza es comprendida, respetada y amada.
Y eso incluye tiempo de juego, rutinas, interacción, atención veterinaria, y sobre todo, presencia emocional.

Así como en nuestras relaciones humanas.
No basta con estar en la misma casa o con mandar un mensaje de vez en cuando.
El vínculo necesita calor, coherencia, mirada.
Lo decía en un texto de Bienvenido a mi blog: “Nos acostumbramos tanto a la ausencia que ya no sabemos reconocer la presencia.”
Y quizá por eso creemos que los gatos son independientes. Porque ya olvidamos cómo se siente depender sin miedo.

La sociedad del “no necesito a nadie”

Vivimos en una cultura que glorifica la independencia como un trofeo.
“Hazlo solo.”
“No dependas de nadie.”
“Sé autosuficiente.”
Y así creamos generaciones enteras de personas que confunden aislamiento con madurez.

Pero el mundo no se sostiene por los que caminan solos, sino por los que saben acompañar.
El gato nos lo recuerda con su sola existencia: el silencio también puede decir “te necesito”.
Solo hay que aprender a escucharlo.

Esa independencia que le atribuimos es, en realidad, una invitación a comprender mejor la sutileza.
A reconocer que no todo amor grita. Que algunos amores solo se sienten en la piel, en la mirada, en la respiración compartida.
Y que, en ese silencio, hay más verdad que en mil palabras.

Cuidar como acto de amor consciente

Tener un gato no es solo alimentarlo.
Es entenderlo.
Crear un ambiente que respete su naturaleza.
Observarlo cuando cambia de comportamiento.
Y sobre todo, ofrecerle compañía sin invadir.
Un gato te enseña que el amor no es control, sino presencia.
Que acompañar no es sujetar, sino sostener con respeto.

A veces pienso que el planeta sería distinto si tratáramos a los demás —humanos, animales o la Tierra misma— con esa misma sensibilidad.
Si reconociéramos que todos necesitamos compañía, aunque algunos lo demuestren de forma distinta.
Y que cuidar no nos hace menos libres.
Nos hace más humanos.

En Mensajes Sabatinos hay textos que hablan de ese tipo de cuidado que no busca recompensa, que simplemente brota del alma. Porque al final, eso somos: seres que solo florecen cuando aman y son amados.
Y los gatos, con su elegancia silenciosa, nos lo recuerdan cada día.

No, tu gato no es independiente. Y tú tampoco.

Tu gato te necesita.
Te necesita para sentirse seguro, para regular su ansiedad, para comprender el mundo a través de tus gestos.
Te necesita aunque no lo diga.
Y tú también lo necesitas, aunque no lo admitas.

Quizás por eso los gatos se parecen tanto a los humanos.
Ambos fingimos independencia, pero en el fondo anhelamos conexión.
Ambos callamos, esperando que el otro entienda sin palabras.
Ambos amamos en silencio, con miedo, con ternura.

No, los gatos no son independientes.
Y ojalá nosotros tampoco lo fuéramos tanto.
Porque en esa aparente independencia, a veces, se nos muere un poco la capacidad de sentir.
Y sentir, después de todo, es lo que nos mantiene vivos.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

viernes, 14 de noviembre de 2025

Tu gato no está vago, le duele el cuerpo



Nunca había pensado que los animales pudieran enseñarnos tanto sobre el silencio… hasta que un día noté que mi gato, ese pequeño compañero que antes saltaba con elegancia por toda la casa, empezó a mirar los muebles como si fueran montañas imposibles. Ya no corría detrás de los hilos que colgaban, ni se escondía debajo del sofá como cuando era un cachorro. Solo lo observaba todo, en quietud.

Al principio creí que era flojera. O que se había vuelto “viejo”. Porque eso es lo que uno escucha: “los gatos mayores duermen más”, “ya no tienen energía”, “se vuelven tranquilos”. Pero detrás de esa aparente calma se escondía algo más profundo. Era dolor.

No el dolor que se grita o se muestra, sino ese que se calla por instinto. Los gatos, como muchas personas, aprenden desde su naturaleza a no mostrar debilidad. En la selva o en la calle, mostrarse vulnerable puede significar no sobrevivir. Y tal vez por eso, incluso en el entorno más seguro, siguen ocultando su malestar.

Con el tiempo me di cuenta de que no era solo mi gato. Muchos animales callan lo que sienten. Pero lo que más me golpeó fue darme cuenta de cuánto se parece eso a nosotros mismos.

Hay personas que, como los gatos, dejan de saltar a sus lugares favoritos de la vida. Ya no se ríen igual, ya no buscan lo que antes los llenaba, ya no comparten con la misma energía. Y el mundo, que está tan lleno de juicios, suele decirles que están “cambiados”, “apagados” o “desmotivados”. Pero tal vez no es eso. Tal vez les duele el cuerpo… o el alma.

Cuando entendí eso, comencé a mirar distinto. No solo a mi gato, sino a la gente que amo. A veces, el silencio no es flojera. Es cansancio. Es un cuerpo que pide pausa. Es un corazón que está intentando sanar en silencio, igual que un animal que busca su rincón para lamer sus heridas sin molestar a nadie.

Mi gato me enseñó algo que no leí en ningún libro: el dolor no siempre se muestra con lágrimas, sino con ausencia. Con pequeñas renuncias cotidianas. Con ese “ya no hago esto” que uno normaliza porque cree que “ya pasó la etapa”.

Los veterinarios dicen que más del 80 % de los gatos mayores de doce años sufre de artrosis. Pero si uno no observa, pasa desapercibido. No cojean, no maúllan, no se quejan. Solo cambian sus hábitos. Dejan de saltar, dejan de acicalarse, dejan de jugar.

Y entonces pensé: ¿cuántas veces nosotros también disfrazamos el dolor de rutina?
¿Cuántas veces decimos “no tengo ganas” cuando en realidad queremos decir “me cuesta intentarlo”?
¿Cuántas veces dejamos de buscar lo que nos hacía felices solo porque duele enfrentarlo?

Cuidar de mi gato se convirtió en un espejo. Lo llevé al veterinario, le recetaron suplementos, cambiamos su rutina. Puse una pequeña rampa para que pudiera subir al sofá, elevé sus platos para que no tuviera que agacharse tanto, recorté el borde de su arenero para que entrara con facilidad.

Y mientras hacía todo eso, sentí que también estaba aprendiendo a cuidarme a mí mismo. Porque cada cambio que hacía para él era una metáfora: poner rampas donde antes había saltos, facilitar el camino, aceptar que hay etapas en las que el cuerpo —y el alma— ya no responden igual.

Cuidar es un acto silencioso. No tiene que ver con grandes gestos, sino con pequeñas atenciones. Con mirar más allá de lo evidente.
Mi gato me enseñó que amar también significa observar sin exigir.

Hoy lo veo dormir más, pero ya no con ese gesto de rigidez que antes me preocupaba. Lo veo acomodarse despacio, ronronear suave, agradecer con la mirada. No necesita palabras para decirme que se siente mejor.

Y cada vez que lo acaricio, recuerdo algo que leí una vez en el blog Amigo de ese Ser Supremo: que toda forma de vida es una expresión del mismo amor universal.
Esa frase cambió mi forma de relacionarme con los animales. Entendí que lo espiritual no siempre se manifiesta en templos o meditaciones, sino también en la forma en que tratamos a quienes dependen de nosotros.

También pienso que este tipo de conciencia debería ser parte de cómo entendemos la vida cotidiana, incluso en otros ámbitos. En el trabajo, por ejemplo, he visto cómo algunos compañeros que solían estar llenos de energía ahora se quedan quietos, callados, ausentes. Y no, no es que se “acomodaron”. Es que están cargando con un tipo de dolor invisible.

Así que cuando alguien deje de hacer algo que antes amaba, no lo juzgues enseguida. Tal vez no es desinterés, sino una herida que todavía no sabe cómo mostrar.

En mi caso, el cuidado de mi gato se volvió una metáfora de cómo acompañar al otro sin invadirlo, cómo ofrecer ayuda sin hacerlo sentir débil, y cómo aceptar que la vejez —en animales y en personas— no es decadencia, sino otra forma de sabiduría.

El dolor, cuando se acepta, deja de ser enemigo. Se vuelve maestro.
Y eso aplica también a los gatos. Ellos no quieren lástima. Solo comprensión.

Por eso, si notas que tu gato ya no salta al sofá, no lo llames “vago”. Si ya no juega, no pienses que perdió el interés. Si duerme más, no digas que “se volvió perezoso”. Observa, acompaña, adapta.

A veces, los seres más sabios de la casa no hablan. Solo esperan que aprendamos a escuchar con el corazón.

No sé cuánto tiempo más estará conmigo, pero sí sé que cada día intento hacerlo un poco más fácil para él. Y en ese proceso, curiosamente, también la vida se ha vuelto más fácil para mí. Porque cuidar de otro ser te recuerda lo esencial: que todos, en algún momento, necesitamos que alguien nos ponga una pequeña rampa en medio del camino.


¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?

Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

✒️ Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”